Anatomía de un sueño vesánico

domingo 21 de noviembre de 2021 | 6:00hs.
Anatomía de un sueño vesánico
Anatomía de un sueño vesánico

El Chino, así lo llamaban consecuentemente por sus ojos medio rasgados,    estaba anclado en la costa, la noche desvariaba ante las ráfagas de truenos y relámpagos y no alentaba internarse en el río. La noche se presentaba como para rasguear alguna bonancible  guarania, mientras esperaba que aminore las ráfagas de agua y viento que azotaba la costa. Refugiado debajo de unos árboles, dio una última pitada a su cigarrillo de segunda marca,  una bocanada de humo se perdió entre las penumbras y se prendió de su guitarra, pero no logró siquiera desfundar el instrumento,  cuando sintió un susurro de hierbas frescas a sus espaldas, como el siseo de un misterioso reptil alado.  Su sorpresa fue enorme, era ella, la misma figura que todas las noches,  desde el medio del río  la veía como un halo de luz, para luego perderse entre la fronda circundante.  El canoero se escondió entre los matorrales, la figura casi inmaterial de la mujer lo dejó alucinado, parecía una ninfa salida de una mitología griega.  Desde su escondite la observaba apetitosamente. Se veía como un animal salvaje en el indómito monte de la vida.  Salió a escena desde la oscuridad  enervante.  Desde hacía un tiempo,  se sentía extasiado por la imagen de esa mujer, y soñaba someterla a sus bajos instintos. 

El barrio El Chaquito era  una sola mancha de lodo ensortijado,  donde el olor y el sabor de la miseria se levantaban y penetraban hasta por los poros, como fantasmas de eternos pescadores caminando por la intemperie de las medianoches. El río Paraná,  ahondaba sus labios filosos sobre el lomo de sus orillas, ahí se acurrucaban las canoas de los pescadores. El rancho de la Gringa estaba, donde estuvo por mucho tiempo, al costado del agua, en un barranco de barro, casi como una punzada en el bajo vientre de la soledad,  ahí entre  unos sauces llorones, como agitando pañuelos. En el fango patinaban las  fantasías y  los sueños de la mujer.

El verano  pintaba afiebrado, ardiente y húmedo. El calor era una caldera quemando el vuelo de las torcazas y chamuscando el cerebro del gentío. Era  enero de 1975 y entre el devaneo de la alucinación y  el río embravecido,   esa noche era la perfecta y  oscura letanía de un réquiem por la hija alienada del río,  era un trueno cruzando el umbral de la razón y entrando por la puerta de la locura.  El viento era un aúllo de lobo enfermo y el cielo parecía  mil  jinetes endemoniados cruzando con sus espadas de rayos la negra infinitud.

La gringa, o la loca de la noche,  creo que nunca nadie supo su verdadero nombre, caminaba con las manos en los huecos de la cintura, y era suave como el sueño de la siesta, tenía esa manía de saberse música, de saberse mujer sin edad, y sin alba, menudita y rubia como un lirio montaraz, de mirada azul, como la flor de la Santa lucía.  En las noches de luna siempre recorría  la orilla del río, andaba soñando por las aristas de sus anhelos.  Era como una mariposa enrevesada ascendiendo por las venas de su insanía.  A veces parecía una débil violeta sin sangre caminando sobre el letargo narcotizante de una nostalgia, esperando un recuerdo.  Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan, y tenía el cabello liso y largo hasta la espalda, del color de la miel.

En cambio, Cecilia era una joven que lucía bellos escotes. Pronto se dio cuenta que los hombres la miraban con deseos. Así pasaron  por su vida, cientos de hombre, que le brindaron una vida de lujos. Los atardeceres y las noches eran de Cecilia y los amaneceres fueron de la gringa.  Supo codearse  con hombres de dinero, quienes pagaban sus favores sexuales con buen dinero y regalos caros. Cecilia y la Gringa, eran una sola mujer y dos personas, perfectamente diseñadas por una onírica  imagen de sus ondas alfas luminal  desjuiciada. Separadas por la marea de troncos boyando y unidas por el espejo paranoico de un sueño.   

 El chino, el canoero de origen paraguayo, rudo, piel quemada de tanto sol y tanta penuria, cara castigada, curtida, de oficio canoero y pescador, de sonrisa dientuda y mirada lujuriosa, insistente y turbulento, buen músico, por las noches, mientras pescaba se escuchaban los arpegios de su guitarra, como una letanía de agua subiendo por las brumas. Nunca supo quien era esa mujer que como un rayo de luna caminaba por las orillas del río, hasta que esa noche la tuvo a su alcance.

El único vecino, que se ha percatado de la extraña vida de la mujer, era don Cachito, vivía en un rancho abandonado que ha sido mordisqueado por el tiempo y la furia de los vientos.  Estaba siempre sentado debajo del parral, en su mecedora, como esperando el regreso de alguien, vaya a  saber a quién. Por las alas de su mente pasaba la imagen de la gringa, la veía pasar todas las tardecitas frente a su rancho, nunca supo a dónde iba cuando caía la tarde, ni a la hora que volvía. Pero de lejos la miraba, tenía el andar, el cuerpo y la mirada de Marta, la que supo ser su mujer alguna vez.  

Esta noche que comenzaba a trajinar, no era una noche más para Cecilia,  el cielo estaba encapotado, había presagios de tormentas. Cecilia, apenas vestida con un camisolín, su rubia y revuelta cabellera era vestigio de una noche  de una ampulosidad de sexo. Fumaba inquieta caminaba por la habitación, como un animal enjaulado, estaba impaciente, alterada, mientras su cliente dormía, estaba haciéndose noche cerrada. La furia del  tiempo, lo regresionó  hacia aquella otra noche, esa noche que ha cambiado su vida para siempre. Sintió que debía volver lo antes posible a su rancho.  Haciendo caso omiso al pedido de su cliente, salió como despavorida de la lujosa habitación.

Ha llegado la noche indicada para su boda, después de varios años de espera, de fantasías, de viejas alucinaciones, desvaríos y pesadillas.

Don Cachito estaba afuera de su casa, vio a lo lejos una silueta que entró al rancho de la gringa, y no reconociéndola, corrió y vio a una joven elegantemente vestida.  Don Cachito, era petacón,  no se llamaba así, nombre inventado y por todos aceptados, era bonachón, de unos setenta y pico de años, tenía el cabello blanco y escaso, era respetuoso, silencioso y solitario, tenía la juventud de la memoria lúcida. Afuera quedó, inquieto, casi asustado el hombre.  Cuando Cecilia volvió a salir,  ya no era Cecilia, era la imagen de la perturbación y la locura,  era la gringa, y eran una sola mujer, ambas se prepararon para vivir la ilusión de sus vidas, ambas como una sola presencia absortas, con ojos de Cecilia o de la gringa, o de ninguna de las dos, o de las dos en una.  Don cachito, que tenía los ojos abiertos como dos huevos fritos, Él: Juro que no entiendo nada, Ella: No hay nada que entender don Cachito, El: ¿Quién sos? ¿Estoy loco? ¿Por qué ese vestido de novia? Ella: hoy es la noche de mi casamiento, el amor de mi vida me está esperando en el muelle, me llevará con él.  Don cachito Salió disparado, al ver la imagen extraviada y la mirada de manicomio de la gringa.

Allá por el invierno de 1948, don Cachito mantenía una relación con Marta, vivían en un alejado pueblo del interior de Misiones. Al poco tiempo quedó embarazada. Sin embargo Marta tenía otros planes para su vida. Con el hijo en su vientre una tarde se perdió para siempre por los andamios de la vida.

Marta: Me voy a vivir a Posadas, Cachito: Sabés que yo no puedo ir, mi trabajo está acá (trabajaba en una próspera carnicería) Ella: Me voy sola, este pueblo es la muerte, no es para mí,  Él: ¿Y nuestro hijo? Ella: yo lo criaré sola. 

Marta, alquiló una casita en un barrio alejado en Posadas, trabajaba, en miserables prostíbulos salpicados de desesperanzas. Nunca fue buena madre. Una noche se fue con un hombre y nunca más regresó. Dejó a su hija casi adolescente, ya tendría unos trece años. Desde entonces, la niña trabajó como niñera,  limpiaba pisos, cuidaba ancianos, cualquier trabajo hacía con tal de tener un techo y comida. Conforme pasaban los años, se fue convirtiendo en una hermosa muchacha.  En 1972, Cachito se jubiló y se fue a vivir a una casita al lado del río en Posadas, solía ver pasar a la hermosa gringuita, frente a su casa todos los días, “esa muchacha es mi hija, pensaba para sí, un padre no se equivoca tiene los ojos y la mirada de Marta, el andar de Marta, la risa fresca y el cabello de  Marta, está sola,  ni su nombre sé,  ni sé que habrá sido de Marta, ni me importa. Mi hija tendría la misma edad. Está sola la gringa con ese pescador”, cavilaba don Cachito, desde su desordenada y nostálgica evocación.  Desde que Marta lo abandonó perdió todo rastro de su mujer y del hijo en gestación. Sin embargo por boca de gentes que la vieron por lugares de poca reputación supo que tuvo una niña.

Cecilia era una joven que un día se enamoró de un pescador de río. Todos en el barrio lo conocían como  El Pescador, un muchacho, humilde, trabajador,  un buen día quedó prendado de la belleza angelical de Cecilia y la llevó a vivir a su rancho.  Caía lentamente la  tarde mojada, el río  roncaba con furia, El pescador: Esta noche la lluvia solo será un esqueleto azul,  y  el cielo  será un rebaño de estrellas -sus palabras sonaban románticas y llenas de poesía- Cecilia: Nooo, amor, noooo, anuncian tormentas para la noche, Él: ¿Pronóstico? Jajaja… nunca le pegan una…jajaja… Ella: Pero, pero es peligroso, Él: No te preocupes gringuita  mía, sabes que esta semana nos casaremos  y esa carita pecosa, esos cabellos de sol y esos ojitos de cielo serán míos, Ella: Esa piel tostada, y esos músculos de titán serán mios…jajaja…, quiero un beso, dale, un beso de lengua, hagamos el amor.

Esa tardecita, cuando el ocaso parecía un revoltoso humo negro de chimeneas empapadas de abismos,  Cecilia se quedó sola en el muelle, mirando como su novio empujaba la canoa de madera, que alguna vez fue de color verde, pero ahora ya parecía un tétrico ataúd de ilusiones agrietadas. Río abajo, el pescador se fue perdiendo por detrás de la isla, parado en la popa, hundiendo rítmicamente el remo, de un lado y al otro, meciendo las esperanzas,  entre la última luz del día que recortaba su figura, su vida, su mundo en el horizonte mal agüero. Cecilia, mirando la nada hablaba para sí, nadie la escuchaba: tengo miedo pero debo ser fuerte, él volverá como siempre ha vuelto, ¿y si no vuelve? Hay gentes que nunca han vuelto, mi madre nunca volvió, no…no debo pensar en eso estoy sola, ¡maldita suerte! ¡Ni padre, ni madre nada tengo, todos se fueron por el maldito camino del olvido!

La tormenta duró siete días y mil noches, y diez mil años aporreó el cerebro de Cecilia.

Desde esa noche y todas las madrugadas de su vida, el muelle fue la morada de la blancura insana de la espera, era el agujero abierto del abismo psicópata.  Por mucho tiempo contarían los pescadores que veían por las noches, caminando por las riberas, a una joven mujer rubia de largos cabellos, con vestido de luna, entonando letanías de amor.  

Esa noche, después de mucho tiempo, tantos años que los recuerdos eran una masa amorfa, abstracta y borrosa, se ha puesto su níveo vestido de novia, ese vestido que nunca lució,  los tules y encajes parecían una nebulosa de Orión vagando por la Vía láctea de su cóncavo embrujo, en sus manos llevaba un ramo de rosas blancas y en la cabeza,  una tiara de flores silvestres, parecía una diosa germana. El novio la estaría esperando a orillas del río, la canoa será el altar y el río, el gran templo, y juntos se irán para siempre. El barrio estaba despoblado, nadie la vio esa noche salir de su casa, salvo don Cachito, que desde la oscuridad de su rancho, espiaba asustado por una ventana.

Lentamente, como pasos de una novia hacia el altar, tal una princesa victoriana, acompañada con la marcha nupcial de Mendelssohn, se dirigió  al río como hacía todas las noches, como miles de noches. Mientras  caminaba, un monólogo interior cruzaba por la acera de su mente, era el retrato de una descalza oración, “debo apurarme, ya me está esperando, él sabe que siempre lo esperé, miles de noches lo esperé,  cuando se fue a pescar, lloré,  ah, el anillo, (palpa un bolsillo que colgaba del vestido, como un escapulario de blanca devoción) ah, sí, sí acá está, el vestido se moja no importa le gusta verme así, él me dijo que iba a volver para casarnos con muchos dorados y surubíes para la fiesta, nos amaremos, la isla será nuestro paraíso”, y así caminó sobre viejos teoremas hirviendo en la fragua de su insanía.  Llegó hasta la orilla del río, ensimismada en su enajenación, no se percató del latente acecho reptando por el aire rugiente del furibundo temporal. 

El chino, sigilosamente se le acercó por la espalda, con mirada y gestos bestiales, furia y arrebato, la tomó entre sus brazos sarmentosos, la mujer gritó con un grito de paloma ahogada. Para calmarla le amenazó con un machete cuyo filo relució con un relámpago que partió la noche en dos. El ramo de rosas, giró por el aire y cayó en el agua enfurecida. Animalescamente la tiró al suelo, entre los pastizales, el blanco vestido de novia, era rasgado vandálicamente por el rudo canoero. Un gemido ahumado destrozó el silencio cretino bañado por turbias inmundicias de una tormenta fermentada, como un sepulturero con la guadaña en la mano, la sometió a sus atávicos deseos.    

De repente, se presentó en escena don Cachito, quien a escondidas había seguido a la gringa. Se lanzó con sañas sobre el canoero, con su cuchillo de carnicero. Se trenzaron en una feroz pelea. Un chorro de sangre caliente salpicó el rostro sin cronos de la joven, en piadoso desvelo.  Sus ojos enjambrados eran ahuecadas fantasías trasnochadas.  Yacía medio desmayada entre las hierbas gordas de la ribera,  con la carne herida, el alma pisoteada y la mente crucificada.

Los hombres seguían en sanguinaria lucha, mientras la  lluvia arreciaba con la demencia desbocada.  Más tarde vino el silencio, sólo un relámpago encandiló tres cuerpos yacentes a orillas del viejo río.

 

El chino suplicaba socorro, mientras de su cuerpo brotaba un río de sangre, que tiñó de rojo el pastizal.  Al lado estaba el cuerpo exangüe de don Cachito, quien  clamó un ahogado grito “es mi hija, un padre no se equivoca”,  fue el  último alarido, de miles aullidos estrangulados. 

La gringa se incorporó, recogió los destrozos de su cuerpo de luna deshonrada,  tomó el ramo de rosas, que aún flotaba en el agua y  lánguidamente con pasos endebles y  tembleques, su mirada narcotizada, perdida en el vacío infinito, se dirigió hacia el medio del río. Esa noche las dos mujeres se casaron con la muerte, la chica mundana y la mujer gringa que hizo de su sueño una hiedra vesánica.


Herrera reside en Posadas. Es docente, integrante de la Comisión Directiva de la SADE Misiones. Tiene publicados los libros Poemas de mi Tierra y Viaje al fondo de mi vida. Además ha participado de cuatro libros  colectivos internacionales

Nelly Herrera

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