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Las ruinas de San Ignacio (1894)

domingo 19 de noviembre de 2023 | 3:54hs.

Después de cenar esa noche, reunidos aún alrededor de la amplia mesa, se siguió hasta muy tarde conversando de un sinnúmero de asuntos relativos al pasado y porvenir de San Ignacio.

San Ignacio se repobló espontáneamente gracias a sus buenos campos, ya pocos en esa región, y a ser el punto de entrada de los grandes yerbales de Campo Grande.

Desde la época de la Guerra del Paraguay ya empezó a afluir la población yerbatera que poco a poco se estableció diseminada, levantando ranchos, haciendo plantaciones y dedicándose a la cría de ganado mayor.

Gran parte de los pobladores fueron brasileros, pero con estos, varios europeos y entre ellos nuestro huésped don Marcelino, también se radicaron allí.

Desde aquella época esa curiosa población prosperó. Muchos monyolos daban sus cachazudos golpes a orillas de los arroyos moliendo yerba, las tropas de mulas iban y venían sin interrupción de la sierra acarreando ese precioso vegetal y las canoas deslizándose por la tranquila superficie del Yabebiry, o las turbulentas ondas del Paraná, llevaban a la naciente Ciudad de la Trinchera de San José, hoy Posadas, cientos de arrobas enzurronadas en grandes tercios de cuero vacuno.

Durante muchos años, hasta la cesión del territorio de Misiones, hecha por la provincia de Corrientes al Gobierno Nacional, todo marchó en perfecto orden y sin tropiezo alguno; luego surgieron dificultades de género e índole diversas y cuando los intereses y los derechos adquiridos entraron a luchar con los posesorios, la faz de aquella vida plácida y de risueño porvenir cambió por completo.

Unos y otros se pusieron en pugna abierta y decidida, sin que las autoridades tomasen las medidas que les correspondían para evitar que muchos pobladores beneméritos fuesen despojados indirectamente de sus derechos y empezase a producirse una despoblación de hecho injustificable y hasta criminal, por cuanto atentaba a los verdaderos intereses del territorio.

Ese error de los que debieron anteponerse a las miras egoístas de los grandes propietarios, lo ha pagado bien caro el territorio de Misiones, puesto que ha atrasado en veinte años su progreso material, destruyendo mucho de lo ya hecho, y sofocando un gran número de bellas iniciativas.

No está en mi ánimo el culpar a nadie, pero si alguno se siente herido por estas afirmaciones, medite bien en lo que dejo dicho y recorriendo el pasado, haga un sano examen de conciencia y reflexione como no lo hizo entonces, y si nada saca en limpio, dese una vuelta por aquellos mundos y tenga la paciencia de oír y escuchar con desinterés y sin pasión, los dolorosos recuerdos de los cientos de personas perjudicadas sin necesidad.

Por lo menos que estas líneas sirvan de seria protesta y de ejemplo para los que tengan que dirigir y velar por el porvenir de cualquier parte de nuestro país.

A todo esto, muchos pobladores de San Ignacio resistieron con constancia y con fe en el porvenir y, gracias a ello, hoy viven ya más respetados, gozando de bienestar. Debido también a la mensura de los terrenos nacionales que corresponden a los antiguos pueblos jesuitas por Ley de la provincia de Corrientes de Septiembre 27 de 1877 -cuya mensura hoy está haciendo llevar a cabo el Gobierno Nacional-, los pobladores de ese y otros puntos podrán tener pronto sus títulos de propiedad como merecen, y entonces, ya sin temor de que les sean discutidos sus terrenos, los adelantarán con buenos edificios y ensancharán el radio de acción de sus intereses, invirtiendo mayores capitales, que podrán radicar ya definitivamente.

Eso es lo que tanto mal ha hecho a Misiones: la falta de títulos de propiedad a los pequeños propietarios, es decir, a los poseedores del terreno, que han vivido en completa zozobra, sin atreverse a dar ningún paso ni a invertir capital alguno.

Hoy San Ignacio tiene unas trescientas seis hectáreas cultivadas y plantadas en su mayor parte de tabaco, maíz, etc.; posee una población repartida en ciento cincuenta hogares, que tiene más o menos:

Animales vacunos: 600 animales yeguarizos, 300 animales mulares, 800 animales porcinos.

Y es de esperar que pronto estas cifras aumenten, una vez que se pongan en vigencia las nuevas leyes protectoras.

Al día siguiente, resolvimos visitar las famosas ruinas de los antiguos jesuitas. Montamos a caballo acompañados por un peón brasilero, un riograndense alto, negro y bien proporcionado, que respondía al feroz llamado de Maneco Tigre.

Atravesamos campos fuertemente ondulados y cubiertos de flores, con abundantes isletas de monte espeso, en una extensión de dos kilómetros más o menos, hasta llegar a orillas de un bosque al cual penetramos por una estrecha senda.

El carácter de los árboles denotaba la no muy avanzada edad del monte, que en su mayor parte se hallaba compuesto de naranjos que allí se habían desarrollado espontáneamente en aquel suelo lleno de piedras.

Íbamos subiendo, sin querer, una colina, recibiendo el hálito cálido del monte, impregnado de humedad y forjado bajo la agradable sombra de aquella vegetación desordenada.

De pronto entre los árboles empezamos a distinguir, una, otra y otras casas de piedra, alineadas en calles e invadidas también por la vegetación inexorable.

Las casas se conservaban en general bien, sus paredes, aún en pie, de piedra cubicada se erguían, con sus puertas y ventanas desnudas, conservando algunas de ellas engastadas en su masa, grandes vigas de Urunday, que les sirvieron para sostener los marcos.

Los techos faltaban a todas, y dentro de ellas, los montones de tejas españolas yacían hechas pedazos desde que se derrumbaron.

Muchas casas tenían dos piezas, pero en general sólo eran de una de regulares dimensiones; en las paredes se notaban alacenas pequeñas que seguramente sirvieron para guardar imágenes de santos.

Alrededor de las casas, se hallan todavía gruesos pilares de piedra cuadrados, que estaban destinados a sostener el pesado techo sobrante de la casa y a cubrir el corredor que la debía proteger de los fuertes rayos del sol misionero dándole grata sombra.

Hoy cada pilar sostiene un curioso y elegante chapitel de plantas de helechos, cuyas preciosas hojas se levantan con una airosidad infinita.

Las casas se suceden así como las calles. Por ellas vamos caminando precedidos por seu Maneco Tigre quien con su filoso machete va abriéndonos paso por entre la maraña que las llena; declarando al mismo tiempo que nunca ha visto, en los muchos años que hace de Cicerone, viajeros más curiosos ni más caminadores que nosotros.

Ocho cuadras contamos de Norte a Sur y otras tantas de Este a Oeste, edificadas de este modo, perdiéndose aún las ruinas entre el monte tupido por unas cuantas cuadras más, las que no andamos por estar casi completamente destruidas y ser de un acceso muy difícil.

Luego de que nos dimos cuenta exacta de lo que fue el pueblo, nos dirigimos a la plaza, en donde recibimos un baño de sol, por estar desprovista de vegetación arbórea.

El suelo sólo se halla cubierto de plantas bajas, llenas de flores, que hubieran hecho las delicias de un botánico por la enorme variedad de especies que allí se presentaban.

Este curioso fenómeno de hallarse la plaza sin la vegetación que cubre el resto del pueblo debe seguramente atribuirse al pisoteo de los miles de indios que en sus posesiones y fiestas diversas concurrían a la plaza, así como también al haber servido ese lugar de taller para el tallado y corte de todas las piedras empleadas en la construcción de la monumental iglesia y demás edificios que alrededor de ella se elevaban.

La plaza es amplia, tiene una cuadra por costado y está totalmente rodeada de edificación de piedra.

Mirando al Norte se hallan las ruinas del grandioso templo de San Ignacio, todo edificado en piedra labrada y de cuyo frente aparecen aún en pie tres grandes trozos, los únicos que se han salvado de los destrozos del tiempo y de los hombres.

El atrio de la iglesia con su concha se ha derrumbado y yace en el suelo delante de las paredes aún en pie.

La escalinata que daba acceso al templo se halla cubierta de escombros y vegetación; sobre ella aún se ve una loza fúnebre con la siguiente inscripción:

P. P. ENRIQUE CORDULE Septiembre 1727  

Allí debajo debe dormir su sueño eterno ese sacerdote, cuya memoria se ha de conservar en los archivos de la orden a la que perteneció.

Según se ve, en las paredes del frente no usaron las piedras cúbicas, como en algunas otras iglesias, sino que emplearon las piedras chatas de poco espesor y de tamaño variable, que fueron colocando, calzándolas con pequeños fragmentos de otras para que nivelasen su talla irregular.

Esto quizá ha contribuido a que su conservación no haya sido tan duradera; puesto que las paredes así hechas ofrecen mayores resquicios por donde las plantas puedan arraigar, ejerciendo mayor presión con sus robustas raíces, en el interior de ellos, y por lo tanto, mayor movimiento en la pared.

Al edificar el frente del modo indicado han embutido piedras talla- das de antemano que representaban varias figuras, ornamentos, etc.; igual cosa ha sucedido con las columnas del frente.

El todo fue cubierto por una gruesa capa de revoque del cual no quedan hoy sino rastros: parece de color blanco.

La entrada principal del templo se conoce que fue amplia, flanqueada por columnas, dos a cada lado, que sobresalían de la pared.

Estas columnas cuyos chapiteles tienen algo de corintio, pero con un carácter indio muy marcado, sostenían los extremos de una especie de concha que ocupaba la parte superior de la puerta.

Esta concha que debió tener la forma de un sombrero napoleónico terminaba sobre la mitad de la columna externa, en donde se elevaba una gran perilla de piedra.

Sobre esta concha, a juzgar por los restos que quedan, se destacaban de la pared otros adornos como ser columnitas cuadradas, rosetas, etc., y erguida sobre la perilla, aún se ve la figura de un ángel de pie que en la mano izquierda sostiene una bandera, mientras mira a la derecha. Otro que seguramente hacía pendant a este debía hallarse del otro lado.

Sobre los chapiteles y en esa línea, una balaustrada fingida, tallada en la pared, corría a lo largo del frente. A ambos lados de la puerta, debajo y detrás de las columnas de la entrada, se hallaban engastadas en la pared dos grandes placas de piedra grabadas, la de la derecha con la cifra de Jesús IHS y debajo de ella los tres clavos de la pasión, y en la de la izquierda la cifra de María cubierta por una corona y debajo de ella el corazón traspasado. Estas cifras se hallan rodeadas por una elegante línea ondulada. Una de estas placas fue arrancada de su lugar para transportarla a Buenos Aires para figurar, junto con otras cosas, en la Exposición Continental del año 1882, pero parece que una vez fuera de su lugar no pudieron conducirla por el peso, y allí ha quedado, en el suelo delante de la puerta.

El interior de la iglesia es grandioso, las paredes laterales son todas de piedras cúbicas y de gran tamaño, colocadas con bastante prolijidad. El costado derecho tiene una serie de grandes ventanas también de piedras orladas de dibujos tallados en ellas, representando florones de formas raras, guardas formadas por una combinación de racimos de uva y espigas de trigo y otras a cual más originales, pero todas ellas con un marcado carácter indio.

El piso de la iglesia debe contener muchas lápidas fúnebres con inscripciones en guaraní como sucede en todas las iglesias que han quedado de los jesuitas, pero desgraciadamente se halla tan cubierto de tierra, restos de tejas, piedras, escombros de toda clase y, sobre todo de vegetación, que hace imposible el poder darse cuenta de ello.

Entre las piedras de las paredes han nacido cantidades de helechos y bromeliáceas que con sus largas hojas ocultan a la vista mil detalles interesantes de ornato de aquella extraña arquitectura.

A la izquierda de la iglesia, se encuentra un gran patio cerrado que fue el cementerio de la misión; hoy se halla también cubierto de árboles cuyos despojos ocultan las piedras funerarias.

A la entrada se ven los restos de una capilla donde seguramente depositaban los muertos antes de enterrarlos a fin de rezarles las oraciones de difuntos.

En esta capilla se notan aún unas fuertes vigas de lapacho, empotradas en las paredes que sirvieron para sostenerlas sobre las puertas.

A la derecha de la iglesia, están las ruinas del colegio o casa de los jesuitas; una flanqueada por dos pequeñas columnas de grueso chapitel con cabezas de ángeles alados, hoy destruida, da acceso al gran patio central.

A la derecha de la puerta, sobre un gran lienzo de pared, ha crecido del lado externo un gigantesco árbol de Ubapoi o higuera salvaje o higuerón, como también lo llaman, el que ha adherido a ella sus raíces como un pulpo colosal, sirviéndole al mismo tiempo de vigoroso sostén que impedirá, por muchos años, su derrumbe.

El gran patio del colegio, rodeado de edificación, cerrado en el costado oeste por la pared de la iglesia con sus grandes ventanas que también de este lado están rodeadas de esculturas variadas y por el Sur y Este con las muchas habitaciones que aún quedan en pie, había sido entonces transformado en un gran maizal por uno de los pobladores de San Ignacio.

En la esquina suroeste del patio hay una preciosa portada de piedra, toda esculpida, de un estilo raro.

El arco superior lo forman dos grandes lozas que se adaptan exactamente, talladas de modo de dejar una abertura semicircular; estas descansan sobre la pared que representa columnas y pilares también tallados y esculpidos.

En el arco, entre arabescos, se halla esculpida la figura de un jarrón con flores a las que van unos pajaritos volando.

Los chapiteles de las columnas son cuadrados con cabezas aladas de ángeles.

Los de ornamentación son curiosos y todos llevan su sello propio, medio civilizado y medio indio.

Esta puerta es una joya en aquellas ruinas y lástima que no se trate de conservar, despojándola un poco del exceso de vegetación que pesa sobre ella, la que tiende a destruirla, pues ya una de las piedras que forman el arco se ha zafado un poco y no será extraño que el día menos pensado se venga al suelo.

Esta puerta da acceso a la galería externa del colegio; galería que se hallaba a lo largo de este frente delante de la cual corría una magnífica balaustrada toda de piedra de la cual hemos podido fotografiar una parte.

La balaustrada se hallaba formada por grandes paralelepípedos de piedra con una simple moldura, alternados por columnas torneadas derechas y otras en forma de S.

En el centro hay una escalinata que desciende a la que fue quinta de los padres de la Compañía de Jesús, toda rodeada de un muro de piedra que aún existe.

El edificio del colegio ha sido grandioso y no desmerecía en nada a la magnificencia de la iglesia.

Se nota por las ruinas que allí mucha gente durante largo tiempo trabajó en su construcción.

Tanto la iglesia, como el colegio, a pesar del incendio que sufrieron en tiempo de la invasión del General Chagas, se hubieran podido conservar por muchos siglos aún, dado el trabajo ciclópeo con que fueron construidos; pero la vegetación de aquellos lugares ha acelerado en mucho su destrucción, derribando con sus raíces poderosas masas enormes de piedras.

Estas ruinas no durarán ya mucho, la naturaleza y los hombres de por allí, que no ven en ellas sino montones de piedras ya talladas, y que presentan comodidad para ser empleadas en obras que le reporten utilidad, concluirán la obra destructora si las autoridades no toman medidas severas para contrarrestar ese vandalismo.

Para Misiones, las ruinas de los pueblos jesuitas representan un venero de riqueza futura.

Cuando haya mayor facilidad de transporte y el turismo se haya generalizado más en nuestro país, muchos, muchísimos se dirigirán allí para visitarlas, y ese vaivén continuo de turistas coadyuvará al adelanto del territorio, dejando mucho dinero y aportándole su contingente de progreso.

Este fue el pueblo de San Ignacio Miní que se fundó al principio cerca del de Loreto en la provincia del Guayrá sobre la margen del río Yabebiry en el año 1555 por los españoles. En 1631, por miedo a los paulistas y tupis su población huyó, y recién en 1659 se estableció de nuevo en el punto que hoy ocupan sus ruinas.

 

Juan Bautista Ambrosetti

Del libro Tercer viaje a Misiones 1896. Ambrosetti fue uno de los primeros en recorrer esta región y dejar testimonio de lo que vio, escuchó y pudo experimentar. Autor de innumerables trabajos, folklorólogo, historiador, etnólogo, dedicado a la arqueología y antropología del Alto Paraná.

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