El anónimo

domingo 16 de abril de 2023 | 3:20hs.
El anónimo
El anónimo

Pablo Alderete avanzó unos pasos más, casi hasta el borde del muelle. Se quedó mirando sin ver las aguas de la bahía. En el silencio del puerto, los barcos dormidos alargaban sus sombras. De entre los cascos, que en la noche habían perdido la gaya animación de sus colores, y del pie del muelle, se levantaba el cadencioso chapataleo del agua. Enfrente, del otro lado de la bahía, se recortaba sobre la claridad del cielo, como un collado, la masa oscura del monte. Alderete abatió la cabeza sobre el pecho, y permaneció inmóvil por largo rato, sin ver ni oír nada. En ese momento, cualquier sitio le hubiese dado lo mismo. Había venido del puerto maquinalmente, como hubiese podido ir a sentarse en el banco de una plaza o a la mesa de un café. Tal vez un instinto oscuro lo había conducido hasta allí.

Alderete creyó sentirse más calmado bajo ese gran silencio del cielo estrellado. Era como si ya no le desasosegase ningún problema ni lo torturase ningún dolor, como si ya no estuviese allí él, sino otro. Sin embargo, no bien dio unos pasos, volvieron a dolerle sus penas, como si fuese un enfermo a quien le hubiesen prohibido moverse.

¡Tenía que matarla, agarrar un revólver y matarla! Se le apretaba el corazón cada vez que ese pensamiento se le cruzaba por la mente. Jamás tendría el brío para hacer eso, antes se mataba él... ¡Su propia esposa, la dulce y rubia Ana María, engañándolo, humillándolo con otros amores! ¡Era algo terrible, espantoso! ¡Si hubiese podido descansar unos segundos pensando en otra cosa, nada más que unos segundos, porque eso era lo que le asfixiaba y desesperaba y le hacía doler terriblemente la cabeza, que desde hacía doce horas no tenía sino una idea clavada en la mente, como si el mundo se hubiese reducido a la deslealtad de Ana María y al anónimo que la acusaba!

Alderete se sentó en el borde del muelle, dejando colgar las piernas en el vacío. Se sentía muy cansado. Seguía doliéndole la cabeza, que hubiese querido sumergir en la frialdad de esas aguas, que tenía a sus pies.

Sin querer se le vino al pensamiento la crónica que había leído tres meses antes sobre el suicidio de un famoso pintor. Ya no recordaba su nombre. Era sueco. Antes de suicidarse, había matado a su esposa. Un rojo y misterioso drama. Alderete se hacía ahora una pregunta, que no se le había ocurrido cuando leyó la noticia. ¿Había esa mujer aceptado voluntariamente la muerte, o se la había impuesto el esposo? O tal vez éste le había ocultado su designio, y durante el sueño habíale descerrajado un balazo. Él podía hacer lo mismo con Ana María. Eran cerca de las doce. Ana María estaría profundamente dormida. Con entrar en el dormitorio sin hacer ruido y tomar el revólver de la mesa de noche... No pudo seguir pensando. Se tomó la cabeza con entrambas manos, apretándosela muy fuerte. ¡Este maldito dolor! Se iba agrandando, extendiendo hasta tomarle todo el cuerpo. Era como si todo su cuerpo se hubiese transformado en una cabeza adolorida.

Se le ocurrió, en un momento, que todo podía quedar como antes si él se hacía el desentendido y olvidaba el anónimo. Su corazón se iluminó repentinamente de alegría. Mañana se sentaría a desayunar a la mesa con Ana María, que, con su jovialidad de pájaro que trina, le referiría los menudos sucesos y chismes de la casa y de la vecindad, y luego él saldría para la oficina donde trabajaba, sabiendo que a su vuelta se encontraría de nuevo con la alegría de Ana María y su cháchara ligera. Una fugaz sonrisa entreabrió los labios de Alderete. ¡Qué felicidad! ¡Si todo pudiera ser igual que antes, como si no hubiese sucedido nada!... ¿Serían ciertos los comentarios de algunos periodistas que dijeron que después de matar a su esposa, el pintor se había sentado tranquilamente a escribir una carta al juez, donde le decía que ambos habían decidido, por propia voluntad, cansados de la vida, quitársela? ¿Es posible ponerse a redactar una carta teniendo en el lecho, a un paso, el cadáver de la propia esposa, que uno acaba de asesinar? Sí, asesinar, porque seguramente la había matado aprovechando que estaba dormida. Pero, ¿por qué no había escrito la carta antes? "Eso es mucho más fácil y humano y yo podría hacerlo también", murmuró Alderete. Le parecía que, preparando la carta con tiempo, podría repetir el acto del pintor sueco.

En uno de sus bolsillos, Alderete aún conservaba el anónimo que había recibido esa mañana. Decía sencillamente, en un pedazo de papel escrito a máquina: "Su esposa lo engaña. Cuídela. Un amigo". Metió la mano en el bolsillo, y estrujó el papelucho... "¿Quién pudo haberme escrito esta carta?", se preguntó otra vez, como ya se lo había preguntado tantas veces ese día. Si ella no hubiese sido escrita nada hubiera cambiado, todo hubiera sido igual. “¿Quién pudo habérmela escrito?", tornó a preguntarse. Tenía que ser alguien que lo odiaba. Volvió a pensar en Matteu. ¿Por qué sospechaba de Matteu? Lo había tenido varias veces a comer en casa, y no le creía capaz de cometer una felonía semejante... Hizo un movimiento brusco, de sorpresa, echando el busto hacia atrás, como si alguien se le hubiese puesto delante de golpe. Un recuerdo había saltado en su memoria, como impulsado por un resorte. Tres años atrás había tenido un altercado bastante vivo con Matteu por un asunto de la oficina. Pero lo había olvidado por completo, y Matteu también parecía no recordarlo. ¿Acaso fingía haberlo echado en el olvido? Quizás se lo había estado guardando... Alderete se pasó ambas manos por la cabeza, que cada vez le dolía más. Era un dolor penetrante, que le tomaba desde las sienes a la nuca. A ratos, se le clavaba también en la frente, sobre los ojos, especialmente. Le acometían ganas de golpearse la cabeza en el suelo, o arrancársela...

Pensó que al pintor sueco debió afligirle un dolor de cabeza igual al suyo, porque él en un momento así sentíase capaz de poner fuego a la casa con él y Ana María dentro. ¿Qué dolores había sufrido el alma de aquel hombre antes de dar muerte a su mujer? Le parecía mucho más fácil y sencillo matarse uno mismo y dejar con vida a la esposa. ¡Cuánto coraje el de aquel pintor! Fue en Caacupé, donde se había refugiado por una temporada con sus telas y sus pinceles. Posiblemente, el drama se produjo en una casita de la acera, de paredes rosadas y friso color azul, que a Alderete le gustaba tanto, y donde se hospedara una vez que fue para asistir a la festividad de la patrona del pueblo. Para Alderete, pensar en Caacupé era ver aquella casita de aspecto tan apacible y humilde. No podía figurarse al pintor y a su esposa sino dentro de ella...

Alderete apoyó ambos codos en el suelo, y dejó caer el busto hacia atrás, pues se sentía cansado de estar en la misma posición, con las piernas colgando en el vacío, que comenzaban a pesarle como si tuviesen plomo dentro. Así también se había echado una noche, junto a Ana María, sobre la grama verde de Caacupé. Recordándolo, su tristeza se exasperó hasta tal punto que sintió ganas de correr, de gritar, de llorar. No sabía qué hacer. ¿Qué podía hacer? Matarla, matarla. ¡Miserable! De repente, como una tormenta que se desata, su corazón estremecióse de odio contra Ana María. ¡Ya no podía volver a gozar jamás de una noche como aquella en Caacupé! Y espantóse, como si recién se diese cuenta de su verdadera tragedia, viendo que no sólo perdía a Ana María, sino que se quedaba sin sus goces, sin sus amigos, sin sus costumbres, sin sus recuerdos, sin nada. “Ya no tengo nada", exclamó en voz alta. Y sintió miedo de la noche.

De improviso, su pensamiento comenzó a repetir, como una cantinela, que se acordase con el chapaleteo del agua: "Su esposa lo engaña. Cuídela. Un amigo"... "Su esposa lo engaña...". "Un amigo"... "Cuídela". Cada palabra la tenía troquelada en la memoria. Aunque viviese mil años no se olvidaría de cómo esas palabras, cualquiera de ellas, le estrujaban, le desgarraban las vísceras.

¿Quién podría haberle escrito ese anónimo? Volvió a presentársele la imagen de Matteu. Tal vez fuese una burla, o la infamia de alguien. que quería verlo sufrir. Este pensamiento casi lo alegró. Por momentos, relámpagos de duda iluminaban su ánimo, y se decía que su mente sola había creado esos fantasmas y sospechas absurdas. Pero esos instantes no duraban sino lo necesario para que se tomase un breve respiro, sacando la cabeza fuera de ese mar de cavilaciones en que estaba sumergida desde hacía doce horas, que a él le parecían años.

"Lo que dice ese anónimo puede ser una mentira", se le pasó por la mente. Podía ser la víctima de un malintencionado. Ni los hogares de vida más limpia y recatada se libran de papeluchos como el que él tenía en el bolsillo. ¿Acaso no había oído de otros casos? Y comenzó a murmurar: "Si fuese mentira... si fuese mentira. ¿Con quién me engaña? ¿Dónde se ven? ¿No estaré imaginándome cosas que no existen?... Me parece que estoy soñando... ¡Que Ana María me engañe!... Es ridículo que sospeche de ella. ¿Cómo puede verse con su amante si está todo el día en casa?... Soy un tonto en creer lo que dice ese papel. Pero..., ¡Martínez!...". Al pronunciar este nombre, se quedó como pasmado. El corazón le dio un vuelco. Ese nombre había saltado de repente al claro de su conciencia, saliendo de las profundidades de ella. "¿Será Julio el querido de Ana María?" -se preguntó con un estremecimiento.

Julio Martínez era un primo segundo de Ana María, tarambana y fanfarrón, que solía caer de cuando en cuando por su casa, y algunas veces se quedaba a comer. Recordaba ahora, como si la estuviese oyendo, que Ana María le había dicho una vez, con la boca llena de risa: "Es entretenido este Julio. Tiene cada cosa". ¿Qué le habría dicho para que se riera tanto? ¿Por qué no se lo habría preguntado entonces?... Alderete, al cabo de un rato, se dijo con alborozo: "Él no puede ser porque viene poco por casa". Pero acto continuo se le oprimió el pecho al pensamiento de que podían verse en otra parte... "Ana María casi no sale de casa". Y se infundió otra vez un poco de esperanza.

Se echó hacia atrás, acostándose boca arriba en el suelo, no pudiendo soportar más el dolor de cabeza. Era como si se la estuvieran taladrando en todo sentido. Miró un rato al cielo, y luego cerró los ojos. "Quizás me dé un derrame cerebral, y todo se acabe de una vez... Esto sería lo mejor", le dijo su corazón, porque la cabeza no le servía sino para sentir su propio dolor. Se llevó las manos a la cabeza y se clavó las uñas; pero no sintió nada, como si la tuviese insensibilizada. Hasta se le ocurrió que había perdido todo el cabello. Quiso recordar cómo se sentía antes, cuando no le dolía nada; pero no pudo. Posiblemente su inquietud y esa horrible tristeza que le apretaba el alma, tenían como causa principal ese dolor, y quizás con la cabeza despejada, hubiese tomado el anónimo con sangre fría y tranquilidad. "Su esposa lo engaña. Cuídela...". El anónimo estaba escrito a máquina. Matteu pudo haberlo escrito con la máquina de la oficina. Él podía comprobar eso con facilidad. Se incorporó y agitó las piernas en el vacío. Asustóse al pensar que el movimiento más imprudente podía hacerlo caer al agua. Se sentó un poco más adentro. No quería mirar hacia abajo por miedo a que le diese un vahído. “Yo no sé nada; aquí no hay nadie para salvarme”. Le horrorizaba la idea de morir ahogado; de todas las clases de muerte era la que más terror le producía.

Los fanales de los barcos parpadeaban en la noche. En la costa, del otro lado del río, una luz apenas visible se encendía y apagaba, como agitada por el viento. ¿Qué habría más allá de esa noche, más allá de ese cielo, más allá de estas estrellas? Metió la mano en el bolsillo, y sus dedos volvieron a tocar el papel estrujado que tenía dentro. "Un amigo". ¡Amigo! La obra de un malvado. ¿Cuánto tiempo hacía que su mujer lo estaba engañando? Alderete creía que debía ser una cosa reciente. Pocos amigos suyos lo sabrían todavía. Si él mataba a Ana María, dejando una carta como la del pintor sueco, donde decía que se suicidaban por estar cansados de la vida, nadie sospecharía la verdad. ¿En la vida del artista sueco no habría habido un drama como el suyo? Porque si no era por celos, ¿por qué podía matarse a la propia mujer? Se imaginaba a sí mismo entrando en puntas de pie en su pieza y tomando el revólver de la mesa de noche... Ana María pasaría del sueño a la muerte sin un sobresalto. Y luego tendría que permanecer un buen rato solo junto al cadáver de ella. En ese intervalo tal vez perdiese el valor para suicidarse, y en ese caso, ¿qué sería de su vida sin Ana María?

Había momentos en que Alderete creía que la cabeza le iba a estallar, tan fuerte e insufrible era el dolor que sentía. Sin embargo, sus cavilaciones lo absorbían en tal forma, que llegaba a atenuarlo. "Lo que yo debo hacer es irme a casa a dormir, y mañana al levantarme tomar una decisión", se dijo, enervado por el dolor y una fatiga inmensa, terminando por tenderse en el suelo, como un pordiosero. "Lo que necesito es descansar".

Pero el sueño no venía, y aunque cerrase los ojos veía a Matteu, leía el anónimo como si lo estuviese mirando; sobrecogíale la sonrisa de Ana María cuando conversaba con su primo Julio... Se sobresaltó, como si hubiese recibido un mazazo en mitad del pecho, que le hizo incorporarse. Tanta era la agitación de su corazón, que parecía iba a salírsele por la boca. Ya no le quedaba ninguna duda; había perdido hasta la última esperanza. Hasta allí habían sido incertidumbres y sospechas. Ahora, de repente, la certeza había venido a clavársele en el espíritu. Ya sabía en qué ocasión y hora Ana María y Julio se encontraban... "Cuando Ana Maria va a misa del alba... En vez de ir a la iglesia, va a casa de Julio... Hace años que me está engañando", rumiaba en su mente. En el invierno, cuando salía, era oscuro aún. ¿Qué necesidad tenía de ir a la primera misa? Podía ir a la segunda, a la tercera. Y en el invierno, con ese frio de la madrugada, con peligro de enfermarse. Espantábase ante la idea de que toda la devoción de Ana María fuese puro fingimiento, y de su ceguedad ante tanta astucia. "Con razón que Julio viene por casa sólo de vez en cuando. Lo hace para que yo no sospeche".

Alderete se puso de pie con esfuerzo; le hubiese gustado no moverse nunca más de allí. Estaba terriblemente fatigado. La cabeza por instantes se le iba, y las piernas se le aflojaban en las rodillas... "Llego y la mato", se le pasó por la mente... "Mañana todo el mundo dirá que nos hemos matado por amor". Y se puso a caminar trastrabillando, con las piernas temblequeantes y ese dolor de cabeza, que le ponía un gran desorden en las ideas. "Lo que debo hacer es irme a descansar... Mañana estaré más tranquilo...". Y si se hacía el desentendido, el que lo ignoraba, dejando que Ana María siguiese en sus amoríos. Al fin, había tantos matrimonios que vivían aparentemente felices en una situación semejante... "Haré como el pintor", se dijo. "Será cosa de un instante... Pero, ¿por qué Matteu me habrá escrito este anónimo...?". Sacó el anónimo del bolsillo, lo tuvo un rato en la mano, estrujándolo, y luego lo arrojó al agua. Este acto le trajo una especie de liberación de sus aflicciones, un gran desahogo físico, como si al desprenderse de esa carta hubiese hecho desaparecer la prueba material de la culpabilidad de Ana Maria. Suspiró hondo, y por unos segundos su mirada se detuvo en las estrías luminosas, que los fanales trazaban en el agua... Y de súbito impensadamente, por un movimiento maquinal, al mismo tiempo que pensaba: "Debe ser espantoso morir ahogado", inclinó el cuerpo hacia el borde del muelle, dejándose ir al agua... Hirió el silencio el grito agudo de Alderete llamando en su auxilio; pero su voz se perdió en la noche, entre las estrellas y los fanales parpadeantes.

 

 

Gabriel Casaccia

El relato es parte del libro El pozo y otros cuentos. Casaccia (Asunción 1907/Buenos Aires 1980) es considerado el padre de la literatura paraguaya. De adolescente estudió en el Colegio Nacional de Posadas y residió en esta ciudad desde 1935 y hasta 1951. Su novela Los Exiliados está ambientada en la capital misionera y se cree que La Babosa, su obra cumbre, fue escrita en Misiones.

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