Los musicantes

domingo 02 de abril de 2023 | 3:54hs.
Los musicantes
Los musicantes

Encarnación Ramírez caminaba con la vista fija hacia adelante y de vez en cuando daba una rápida y nerviosa chupada a su cigarro de hoja. Sentía dentro un enorme rencor que lo iba llenando totalmente y todos sus pensamientos giraban en ese torbellino que veía crecer en su interior. Lo que nunca le pasara le sucedía ahora a menudo. Se distraía en mitad del trabajo o en rueda de amigos y miraba lo que le rodeaba sin verlo. En cambio, el fantasma interior proyectaba una vez y otra sobre su mente, escenas de una realidad escalofriante... A veces veía a la Olinda y le echaba en cara que estaba enamorada de ese pescador roñoso de Cardoso. Ella negaba, pero cuando él sacaba su daga, la mujer aterrada le contaba la verdad... Veía claramente como hundía repetidas veces el cuchillo en el cuello blando y moreno de la mujer... Otras veces era Cardoso, a quien daba de puñaladas...

Un escalofrío lo recorrió mientras se recobraba. Cada vez que le sucedía lo mismo, quedaba como el que despierta de una pesadilla. El corazón le palpitaba locamente y las manos le temblaban. Por unos instantes la fantasía y la realidad se ligaban, negándose a separarse. Andaba preocupado. Se daba cuenta de que la idea que lo atormentaba lo obsesionaba; y que si esta idea seguía creciendo, llegaría el momento en que no podría dominarla y presentía que cuando ello sucediera él o el otro caerían. Si es que la fatalidad no se los llevaba a los dos... Trataba de luchar contra la obsesión, porque comprendía que un hombre en peligro, lo está doblemente si no puede conservar la calma. Ya había salvado antes varias veces el pellejo, por esa serenidad que hace descubrir instantáneamente el punto vulnerable y que permite atacar con rapidez felina y con saña; pero ahora algo lo turbaba y tenía miedo porque había visto siempre, que los hombres cegados por el rencor, se dejaban matar como si estuvieran borrachos o locos...

Poco a poco se fue tranquilizando. Hacía calor y buscaba la sombra de los pocos árboles de la calle. Se dirigía al barrio del Hospital y tomaba por el atajo, que por el Palomar lo llevaría más pronto a través del terreno duro y pelado de las toscas, donde los ranchos estaban sin ningún cobijo.

Pasó por el viejo puente que cruza un arroyo limpio y poco profundo. Varios sauces gigantes cubrían todo el ancho del mismo, haciendo llegar sus ramas hasta la otra orilla. Mujeres de piel tostada, con trapos blancos en la cabeza en forma de turbantes, lavaban en cuclillas y sus fuertes piernas desnudas y sus pies grandes, sostenían el cuerpo durante horas, sin que la fatiga las venciera. Un niño chapoteaba en el agua clara y más allá, cerca de un rancho, un perro armaba gran alboroto persiguiendo a dos gansos. Ramírez sonrió y sintió la felicidad henchirle los pulmones al respirar el aire tibio; extendió la vista sobre el camino que en pendiente pronunciada lo llevaría ahora hasta las proximidades del gran Hospital Regional y empezó a subir pensando... Realmente no se explicaba la actitud poco amistosa para con él, de Soto. Siempre había formado en su comparsa entre los músicos y este año, con rodeos y cosas raras, le negó su puesto. Sospechaba que algo tendría que ver con ello Cardoso; por eso fue que con rencor, se apersonó al único posible rival, para ofrecerle la colaboración de diez guitarras, cuatro mandolines y cuatro violines, para su comparsa. Al recibir esta inesperada ayuda, Pantaleón Gómez que vio de pronto florecer su conjunto, vislumbró las posibilidades de éxito que ello suponía y dijo:

-Y, don Ramíre. Eto musicante que uté me trae, hace más formidable el comparsa. Etá seguro que no fallutearán y echarán culo...

-No don Gómez, —le respondió entonces— son hombre bien macho y donde dice vá.

-Ta bien chamigo...

En ese momento pasaba por la puerta del Hospital. La gran portada parecía un poco pretensiosa, teniendo en cuenta que a sus costados, sólo separa el terreno del camino, un modesto alambrado que dejaba al descubierto los grandes canteros de cuidado césped, en cuyo centro se levantaba alguna palmera airosa y crecían alineadas pequeñas plantas de flores. Altos árboles de la zona: paraísos, lapachos y esbeltas araucarias brasileras, ocultaban un poco el macizo edificio de tres cuerpos, blanco, con techos de pizarra roja.

Por el camino salía una gran cantidad de gente que había venido a visitar algún enfermo o a atenderse en los consultorios. Viejas mujeres de pelo gris y de arrugadas caras de terracota, llevando sobre sus cabezas negros o pardos rebozos, formaban sobre el sol circundante, una mancha negra de  aguafuerte goyesco. Sus flacas y sarmentosas manos agarraban a criaturas de tez cobriza y pelo tieso y renegrido, que se movían tímidamente, presos en sus pobres ropas domingueras y sobre todo, incómodos por los zapatos o alpargatas, que aprisionaban sus pies acostumbrados a estar al aire libre, curtidos del viento y del frío y resistentes a las piedras y las espinas. Algunas mujeres jóvenes se adelantaban a las viejas. Casi todas llevaban críos de pecho que, entre los vaivenes de la marcha perdían a veces el moreno pezón que los alimentaba, dando lugar a que algún muchachón les dirigiera chanzas en guaraní, que las mozas contestaban risueñas o airadas, haciendo estallar risotadas a su alrededor.

El viejo ómnibus rojo esperaba a la puerta y el chofer en mangas de camisa, faja y bombacha, calzado con alpargatas, fumaba pacientemente su cigarro de chala, mientras los pasajeros ascendían sin prisa. Cobraba el pasaje y daba el vuelto, mientras de reojo miraba el camino por si descubría en alguien la intención de viajar.

Cuando por fin se decidió a marchar, bajó a dar manija y después de varios intentos, el viejo auto se estremeció con explosiones y estertores, saturando el ambiente del olor de nafta y aceite quemados. Arrancó y se fue despacio, bamboleante, por la tierra llena de pozos, sobre la calle roja de huellas profundas.

Ramírez dobló a la derecha y desembocó en una especie de plaza bordeada de árboles, donde una vaca con su ternero y dos caballos, mordían tranquilamente el pasto verde. En el almacén, Gómez estaba con varios hombres y cuando lo vieron lo llamaron con grandes demostraciones de alborozo y al llegar, le apretujaron las manos poniéndole en seguida en la diestra un vaso de caña de color dorado. Apuró de un trago el contenido y un suave calor se distendió por sus entrañas, haciéndole combar el pecho y sonreír. Gómez un poco alegre, hablaba:

-Así é chamigo. Nuestra comparsa éte año é la má formidable. Ademá de lo músico que don Ramíre trajo por nosotro, quince indio que malicio son de don Soto, rumbean por nuestro lado.

-Eta vé lo jodimo, -dijo un tape picado de viruelas- lo vamo dejá má pelao que culo de mona callente!

Una carcajada general acogió estas palabras. La alegría de todos era contagiosa y Ramírez siguió bebiendo su caña rodeado de amigos, saboreando en dulce somnolencia el triunfo que sin duda se debería a él en gran parte. Se veía libre de los fantasmas que lo perseguían y una placidez total invadió sus músculos y su mente, dándole una tranquilidad que hacía mucho no gozaba...

La copa pasaba de mano en mano y la rueda de hombres rudos y a la par ingenuos parloteaba en guaraní, lengua madre de todos, que como ninguna otra llevaba a sus almas sencillas un calor de familia. Hasta entrada la noche estuvieron bebiendo y cuando Ramírez salió para volver a su rancho, durante todo el camino tarareó una dulce guarania, mientras miraba delante suyo caminar su sombra, recortada fuertemente sobre el piso iluminado por la luna...

Juan Mariano Areu Crespo

Fragmento de la novela Bajada Vieja. Areu Crespo fue pintor, grabador, escritor y escribano. Nació el 20 de mayo de 1909 en Murcia, España, residió en Misiones desde los 23 años y falleció en Buenos Aires el 2 de febrero de 1989.

Ilustración: Carnaval en Posadas, pintura de Areu Crespo

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