¿Por qué las vacas se tiran de los techos?

domingo 30 de octubre de 2022 | 6:00hs.
¿Por qué las vacas se tiran de los techos?
¿Por qué las vacas se tiran de los techos?

Era triste viajar al interior de la provincia de Buenos Aires para un vendedor de libros a domicilio de la Capital. Toni Gomberilo saliendo a la ruta todavía lograba mantener una mínima cartera de clientes, sobre todo dentistas. Tomaba mate, a lo mejor seducía una secretaria. Con sus mejores compradores era deferente, aun padeciendo los sabañones de los pies congelados, iba con ellos a cazar liebres y perdices de madrugada.

Cuando vendía libros trajinando la provincia de Buenos Aires, uno de sus best sellers eran las obras completas de Kafka, cerraba ventas cuando describía como al condenado de “En la colonia penitenciaria” un rastrillo de agujas escribía sobre su cuerpo la norma que había desobedecido. Los chorros de sangre, la piel desgarrada, la tortura fuera de control, pronosticaban una lectura caliente y morbosa para sobrellevar el sopor de los días y el insomnio de las noches.

Algunos clientes especiales le encargaban libros difíciles de conseguir, entonces recurría a ciertas competencias personales no muy bien vistas en el mercado de la literatura. Robaba libros por encargo. Un caso peculiar fue el de un productor agropecuario (en realidad tenía un criadero de gallinas ponedoras y pollos engordados con hormonas) que vivía en un pueblo en la “Pampa deprimida”. El psicoanálisis había pegado muy fuerte en la Argentina, todo era carne de diván, o de parrillada. Los animales, y las personas también.

Aquel comprador, Don Honorato Barragán, vivía para cuidar de su novia eterna, Filomena, que perdió un ojo después que se estrelló contra un camión de ganado una semana antes del casamiento, sus padres murieron en el accidente. El avicultor, un hombre mayor que ella, se hizo cargo de la chica. Aunque nunca formalizaron el casorio.

Filomena vegetaba embutida en una silla hamaca en la galería de la casona y exigía caprichos a diario. Hoy, cincuenta caniches blancos: se aburría, los envenenaba, esquilaba sus pelambres lanosas y mandaba a tejer bufandas. Luego veinte ponys de polo: también se decepcionaba, ordenaba faenarlos y producía docenas de mortadelas. Por si fuera poco una vez se le antojó un cajón lleno de sapos para que se comieran los gusanos del jardín. Desde ese día la casa se llenó de esos bichos asquerosos con lomo verde y verrugas babosas. Estas si fueron sus mascotas preferidas. Los acunaba en su regazo y acariciaba como si fueran gatitos. Pero Honorato Barragán desesperó hasta casi la locura, cuando ella se empecinó en coleccionar muñecas de porcelana, fonógrafos, mandolinas, a Toni le encargaron libros viejos.

Que mejor lugar que la Biblioteca Nacional de la calle México en San Telmo para sustraerlos con dignidad. Borges ya no era director y el edificio se venía abajo por abandono y falta de presupuesto para mantenimiento, la vigilancia era casi nula. Los archivadores de madera sin lustrar durante años, las fichas amarillentas dentro de las gavetas, separarlas una por una con los dedos, leer los nombres de los libros y su ubicación en la espesura de las estanterías, gozaba. Consiguió hacerse con dos volúmenes del siglo XIX, suficiente para conformar a la tuerta, pensó. Pero no fue tan fácil.

Viajó al campo para entregar los libros y cobrar el arriesgado servicio, la mujer se los tiró por la cabeza, los quería con grabados franceses y esos eran dos tomos del Martín Fierro, vivía rodeada de gauchos y caca de gallina.

Antes de marcharse Gomberilo, don Honorato le pagó. Mientras contaba los billetes sinceró su tormento. Filomena lo extorsionaba con suicidarse si no vendía su próspero criadero para mudarse a vivir en una ciudad donde pudiera ver el mar, estaba harta de que la llevara cada atardecer a pasear para enseñarle cómo nacían los pollitos bajo focos enceguecedores y ardientes. Ella aumentaba el suplicio metiendo sapos en las jaulas que aterraban, aún más, a las pobres criaturitas de Dios. Pedazo de malvada desterrada de un folletín sentimental, resultó ser la Filomena. Don Honorato no le iba en zaga, antes de salir del galpón reforzaba la intensidad de la luz y la temperatura.

Cuando el vendedor de libros se sentía desanimado después de recorrer en un día diez calles Belgrano, quince avenidas Roca y dar la vuelta por ocho plazas San Martín sin lograr siquiera una venta, manejaba hasta las afueras de la última ciudad, estacionaba el Fiat 600 en alguna esquina solitaria y lloraba abrazado al volante del autito. Pero ese día sucedió algo inesperado.

En el campo vivían los animales y en los pueblos los almaceneros, los médicos y las modistas. Un auto podía atravesar tres o cuatro ciudades de estas sin que el chofer se diera cuenta que iba de un lugar a otro. Muy de vez en cuando pasaba algo, por ejemplo, se caía una vaca de un techo.

Toni Gomberilo bajó corriendo de su Fiat 600 con la cámara (era fotógrafo aficionado pero ese día olvidó cargar el rollo de película Agfa), venía manejando despacio, la calle estaba vacía y a media cuadra de distancia la vio. No la empujaron ni resbaló, se tiró muy segura de sí misma desde arriba de una casa blanca con ventanas altas y angostas, ocurrencia de algún italiano inspirándose en Francesco Salamone, el arquitecto que a finales de los años treinta construyó municipalidades y mataderos como si fueran monumentos de Mussolini. En medio de La Pampa, el lugar donde la lírica gauchesca cantaba aquello “de las aves que vuelan me gusta el chancho…”. Pero esta era una vaca, aparentemente, muy segura de sí misma y no tenía nada que ver con la que, en un tiempo futuro, soltaron desde un avión en una película de Darín, menos con el cerdo que lanzarían de un helicóptero en Uruguay.

La Holando–argentina cayó en medio del adoquinado con las cuatros patas abiertas como rayos, patinó un poco pero se enderezó enseguida. Toni pensaba cosas muy rápido. ¿Por qué la vaca se lanzó desde la azotea? ¿Venía escapando? ¿En la terraza una familia explotaba un tambo clandestino? Era blanca, como la casa, con una papada larga, ubres generosas y patas gruesas. Podría haber salido por la puerta de adelante, no, era muy estrecha.

Estaba seguro que, una vez más (sobre todo Gladys Bufetti, su prometida estable e inamovible desde la secundaria, con un magister en peluquería y plastificado capilar), le dirían que las vacas no se tiran de los techos a los pies de cualquier viajante de comercio muerto de hambre, qué sólo a él le pasaban esas cosas raras.

La vaca lo miró fijo. Bien plantada, retrocedió para tomar carrera, golpeó el suelo con la pata derecha y se le vino encima bufando y mugiendo. Toni Gomberilo se dio vuelta y comenzó a correr hacia el auto. Sin prestar atención aceleró y no vio que cruzando justo frente a él, caminaba muy horonda la tuerta Filomena. La mujer salía del consultorio del dentista, con la cara hinchada por la anestesia su campo visual era muy reducido. Toni no lo pudo evitar, se la llevó puesta.

La muerte de la mujer fue caratulada y archivada como accidente involuntario. Esa noche decenas de sapos fueron ajusticiados por pollitos vengadores. Y a las pocas semanas don Honorato Barragán desposó a una señorita de nombre Gladys Bufetti que había comprado, recientemente, la peluquería del centro. Toni Gomberilo debió cumplir unos meses de tratamiento psicológico porque no cesaba de repetir lo de la vaca que se tiró del techo.

En esos pueblos muy de vez en cuando pasaba algo, sobre todo si las cámaras de sacar fotos no tenían un rollo de película Agfa.

Carlos Piegari

Inédito. Piegari cursó estudios de filosofía y comunicación social. En Posadas se desempeñó como periodista y gestor cultural. En 2018 se publicó en España, su novela Kitschfilm y en 2021, Suma Bailus.
Ilustración: Susana Alonso. BCN 2022

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