Ifrán Cardozo

"Antes, mi amigo, un pelo de mi bigote valía más que cualquier papel firmado. Ahora, hasta la cara se la lleva al pedo." (De una conversación con Don Celestino Ortega)
domingo 09 de octubre de 2022 | 6:00hs.
Ifrán Cardozo
Ifrán Cardozo

Lo trajo el Ford A que aún oficiaba de taxi en el pueblo. Cambá Honorio me lo anunció sacándome de un trabajoso poema. Imaginé a otro cobrador y mandé que lo despidiera, pero por sobre mi hombro apareció aquella tarjeta impresa en portugués con letras complicadas: Ifrán Cardozo, un domicilio y una ciudad que ahora no recuerdo. Cambá Honorio sólo insistía por asuntos importantes. Un rato después el visitante se me presentó, sostenido de los sobacos por Honorio y el chofer. Impresionaba a cualquiera: tan viejo, encorvado, con aquel inmenso mostacho blanco. Vestía el gastado abrigo con el que lo vi todas las veces, abrazaba una pequeña maleta de cartón. Atravesé el salón y le tendí la mano. Sentí que la propia muerte me la estrechaba. Alzó la cara terrosa, de momia, y chilló, aguzando la mirada:

-El hijo de don Jesús...

-El nieto —corregí.

-Tanto gusto. Tanto gusto.

Lo llevaron hacia el sofá. Lo sentaron cuidadosamente, puso el equipaje sobre sus piernas, pidió agua y luego de algunas loas al abuelo me explicó el motivo de la visita. Al principio me costaba entender sus frases entrecortadas por el jadeo. Unos veinte años atrás, el abuelo, su amigo, le había prestado un cuantioso dinero.

Las causas: su arrozal devastado por una sequía, un litigio con el banco, consecuencia de una mudanza política (“Usted sabe, las desgracias nunca vienen solas”). Una inundación posterior lo arruinaría por completo. Huiría al Brasil. (“Si me habrá mortificado la idea que don Jesús tendría de mí, pero qué quiere, yo andaba medio loco.”) Allá, con los sacrificios, iría rehaciéndose. Renunciaría incluso a un matrimonio por ahorrar y progresar. Por fin había alcanzado la suma adeudada y aquí estaba, recién enterado de la muerte de su acreedor. Extrajo del sobretodo un papel y me lo ofreció.

-Con todos los intereses, sí señor.

Escondí mi confusión tras aquel lío de números. Él aguardaba expectante, inclinado hacia adelante.

-De acuerdo —dije, pues supuse que eso correspondía decir, y le devolví la hoja.

-Entonces, usted me trae el bigote y contamos la plata.

-¿El bigote?

-El bigote, la garantía.

Debía zafarme de algún modo.

-Bueno, figúrese, habrá que buscar... Mencionó un estuchecito, de esos de joyería, forrado por fuera de terciopelo rojo. Regresaría al día siguiente. Si yo hallaba antes el bigote le enviaría un mensaje al hotel.

En vano intenté reanudar mis versos. No podía apartar de mi pensamiento al visitante. Pasé la tarde entre la mesa y la melancolía del jardín en el ventanal.

Me decidí muy entrada la noche. Sacudí a Cambá Honorio que roncaba por ahí y nos encaminamos al despacho del abuelo. Hacía meses que no entrábamos allí. Me entretuve observando el mobiliario y los objetos polvorientos: el sillón y el ancho escritorio labrados: la lámpara de bronce; el cortapapeles; el tintero con la tinta reseca: la bastonera (el estoque, la fusta, el paraguas); la vetusta caja fuerte; los altos armarios y arriba, entre los de antepasados lejanos, los retratos de los abuelos y mis padres que yo había colgado en aquel lugar una madrugada que soñé con ellos. El alba nos sorprendió en plena tarea.

Luego de la siesta escuché los aldabonazos. Enseguida lo tuve frente a mí, con la valijita, flanqueado por Cambá Honorio y el taxista. Ya sentado, pidió agua y me sonrió, interrogante.

-Vea, don Ifrán -le dije-. No apareció. Mejor dejamos las cosas así.

Su semblante enrojeció y los ojos se le agrandaron, balbuceo algo incomprensible y exclamó:

—¡Pero cómo!

Abrió la boca como si se ahogara. Sus dedos reumáticos temblaban sobre la valijita.

—¡Tiene que estar! ¡En algún lado! ¡No habrá buscado bien, caballero!

Apretó los puños, bajó la cabeza y se le rompió un sollozo. Sólo después de mucho prometerle el tal bigote logré contener su llanto.

En cuanto el viejo partió, Honorio y yo subimos a los dormitorios. Los revisamos palmo a palmo. Todo fue vaciado, todo fue revuelto. Nada. Dormimos un poco. A media mañana reemprendimos la búsqueda. Restaba una posibilidad lógica: el altillo, donde, desde época inmemorial, se amontonaba y olvidaba cuanto era considerado de utilidad dudosa. No quedó caja ni cajón ni baúl sin registrar. Terminé exhausto, absorto en mi mesa ya colmada de pálidas fotografías, cartas y libros apolillados y rarezas como un bacín de plata, dos trenzas rubias enmoñadas con cintas descoloridas, una mitra obispal y unas larguísimas piteras de nácar. Le escribí unas líneas: que permaneciera tranquilo, seguiríamos buscando.

Deambulé durante horas por las habitaciones. El sueño me vencía por momentos, pero Ifrán Cardozo reaparecía y me despertada con un sobresalto. Entonces recordé (o soñé) aquel episodio.

Mi abuelo me miraba indeciso, arrodillado en la claridad amarilla que cortaba la penumbra desde un tragaluz. Tenía un clavo entre los labios, sucia una mejilla y una mano en una de las tablas sueltas del piso y en la otra una tenaza. A su lado había una cacerola con la tapa sujeta con alambre. Se ponía muy serio y me hacía una ligera inclinación de cabeza. Cuando yo me detenía junto a él, mi abuelo se quitaba el clavo y me hablaba. Aún me sometía a la inquisición de sus diáfanas pupilas antes de indicarme que saliera de la habitación.

Llamé a Honorio, conseguimos unos hierros y una linterna y empezamos. En cada pieza levantábamos parte del entarimado y nos metíamos. Nos recibía un alboroto de ratas y cucarachas. Aquel andar agazapados, escudriñando cuanto alumbrábamos, nos obligó a varias pausas. Encontramos cuatro ollas y unas latas que contenían billetes semideshechos. Encontramos atados de ilegibles escrituras. Y joyas envueltas en trapos podridos. Y una tinaja con monedas inglesas. Al concluir la penosa exploración, pensé en el techo. Descansamos lo necesario y fuimos por una escalera. Inspeccionamos el interior de todo el cielo raso, esquivando ahora también a los murciélagos que nos rozaban como fantasmas, sofocados por la acre hediondez de sus excrementos que hurgábamos minuciosamente. Nos interrumpió la bocina del taxi.

Lo atendí sobre el estribo. Contra el rotoso tapizado oscuro, parecía aun más viejo.

-Hay que conservar la paciencia, don Ifrán -me adelanté.

Guardó un instante de silencio, enarco las cejas y replicó:

-Paciencia me tiene la muerte, mocito. Por ese bigote y mi honor, no sé si me entiende —y se despidió sin cumplidos.

Sobre el cielo raso descubrimos entre otras cosas unos mapas seculares, sabe Dios de cuáles tesoros quiméricos o verdaderos. Del estuche rojo, ni rastros. Sin embargo, yo estaba dispuesto a llegar hasta el final.

Cambá Honorio reunió a los hombres. Unos diez, cada uno con sus herramientas. Les di las instrucciones y de inmediato iniciaron el trabajo. Golpeaban en las paredes y en las baldosas; donde sonaba hueco, rompían. Honorio y yo controlábamos. Pronto tuvimos que taponarnos las orejas y abrir de par en par las ventanas por el polvo. Al atardecer habían hallado una petaca con lingotes de oro y dos alhajeros repletos. Mis sesos latían enloquecidos. Al otro día recurrí al aparato de música y a la colección de sinfonías de los abuelos. La música al máximo volumen hacía menos exasperantes los ruidos. Aquello duró una semana, en cuyo trascurso se sucedieron los descubrimientos y las visitas de Ifrán Cardozo que ya no bajaba del taxi y se marchaba ni bien yo le informaba. Finalmente despaché a los obreros.

No sé cuánto tiempo anduve como a la deriva. Erraba por aquel caos hasta que me tumbaba la fatiga, y al rato una pesadilla me arrojaba de nuevo a la realidad. Me acuerdo de una. Por una humeante llanura corría yo tras Ifrán Cardozo; un gigantesco pájaro negro nos perseguía en vuelo rasante. Gritaba con todas mis fuerzas y la corva silueta del viejo se volvía cada vez más borrosa en el humo. De pronto yo tropezaba y caía. Al caer veía que lfrán Cardozo me sonreía tristemente desde el suelo. Quería abrazarlo, pero cuerpo se desintegraba como si fuera de cenizas mientras el enorme pájaro se me abalanzaba.

Sucedió en uno de mis angustiosos despertares. Parado ante mí, impasible el cejudo rostro moreno, Honorio me enseñaba el estuchecito rojo en su manaza. Me creí todavía durmiendo. Tomé el estuche, desprendí el diminuto cierre y lo abrí. Allí estaba: un pelito casi invisible en la seda escarlata. Aquella noche me agarré la borrachera más feroz de mi vida.

La última imagen que guardo de Ifrán Cardozo es la de su adiós en el puerto: agita un brazo en la chalana, se desvanece en la bruma del río.

Suelo contemplar largamente su valija.

José Gabriel Ceballos

El relato es parte del libro Fabulario de Buenavista. Ceballos es de Alvear, Corrientes. Ha publicado varios libros de poesía y de cuentos. Premio Peirotén de Poesía de Santa Fe (Argentina); en 1997.

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