Los juegos de la vida

domingo 04 de septiembre de 2022 | 6:00hs.
Los juegos de la vida
Los juegos de la vida

¡J
avier! ¡Hermano!

Con gran agilidad se levantó Luis de su escritorio desde el cual imponía su presencia a todo el salón de ventas de autos, lo rodeó en un santiamén y fue a estrecharse en un abrazo con su amigo de toda la vida.

-Mirá que a veces nos perdemos, pero tanto tiempo así, hasta ahora, nunca- agregó con una gran sonrisa.

-¿Sabés por qué?- preguntó Javier, para inmediatamente responderse:

-Porque cuando la vida te da mucho, no te lo da gratis. Te cobra. A veces en tiempo. Otras en salud. Y cuando querés acordar, de pronto se te viene a la mente: ¿cuánto hace que no veo a los muchachos?

Dos pares de ojos brillaban de alegría y emoción. Era toda una vida que se agolpaba en recuerdos desde la infancia y que ahora, en la medianía de los cuarenta años, parecía tan irremediablemente hermosa como lejana.

-¿Y Carlos? ¿Viene también para acá?

-Mirá- dijo Javier –Quedamos en que iba directamente a la quinta.

-¿Vos sabés una cosa? ¿Has visto que las últimas veces que nos juntamos, éste, siempre llega tarde? Bueno, lo que pasa es que desde que se separó no para de coleccionar mujeres. Lo encontré hace un mes atrás en el banco y fuimos a tomar una cerveza. Andaba enamoradísimo, aunque a estas alturas ya la habrá olvidado. Me contó que no la podía ver seguido y que cuando se acostaban no podían despegarse de las sábanas.

-Mala cosa es la abundancia de mujeres sin amor- apuntó Javier con un semblante que trocó la alegría del encuentro por una sombría pesadumbre que le ganó el ánimo a pesar suyo.

-Bueno, tampoco hay porque tener una vida aburrida como la tuya y la mía- socarronamente escuchó decir a Luis. –A veces pienso que en el fondo nunca dejó de ser el chico que, alguna vez, todos fuimos. Buscando, siempre buscando. Si vos te detenés a pensar, en la inmensa mayoría de las veces en que nos metimos en algún lío fue porque a Carlos se le ocurría alguna locura. Nos miraba con esos ojitos de diablo y esa sonrisa compradora y cuando queríamos acordar ya nos había metido el entusiasmo de bebernos voluptuosamente la vida.

Se miraron en silencio. Con la rara y excepcional seguridad de entenderse. Con y sin palabras.

-Aguantame cinco minutos. Arreglo unos papeles y nos mandamos para la quinta.

Javier se sentó en uno de los cómodos sillones que poblaban el amplio salón de ventas. Su amigo decía siempre que, para vender un coche, había un requisito imprescindible que variaba con el carácter del cliente. Podía ser una hermosa ninfa enfrascada en una lujuriosa minifalda si era un hombre solo o un mullido sillón si era una pareja de adultos mayores. Y que el secreto de una gran venta estaba hecho de pequeños detalles. A lo cual agregaba: ¨De la fiesta que te proporcionan desde la época de los faraones, el lujo y el sexo, nadie quiere quedar afuera¨

Al abarcar con su mirada la transitada avenida a través de los enormes ventanales y la profusión de pequeños detalles de lujo en cada rincón del salón, pensó Javier que, en cómo le iba económicamente a Luis, había que darle la razón.

A la quinta llegaron al promediar la tarde. Luis había dispuesto todo lo concerniente a la organización de la velada para que no faltara nada y, como tantas otras veces, seguramente se alargaría hasta la madrugada. La mucama que trabajaba en la casa de su familia ya desde la mañana había limpiado y ordenado vituallas y enseres de tal manera que la única preocupación de los hombres fuese pasarla bien.

Normalmente algunos de los tres amigos, el más cansado de la jornada, se iba a dormir más temprano en alguno de los dormitorios de la casa, mientras los otros se tomaban el último trago de la noche cambiando confidencias en esas charlas terapéuticas en las cuales cambiaban roles, siendo a veces doctores y otras pacientes, pero esta vez, esa situación se adelantó en el tiempo de la espera del tercer amigo.

-Carlos, como siempre, va a llegar bien tarde, así que me parece Javier que estaría bueno si nos preparamos una picada para acompañar una cerveza.

Aquel, seguro que va a caer para cuando estemos por sacar el asado. Se acomodaron en el quincho y sólo por darle calidez a la estancia prendieron el fuego con la leña que diligentemente estaba acomodada a mano y abundantemente junto a la parrilla. Entre trago y trago, en esa romantización de la amistad que le ofrecía el destino cuando se encontraban, fueron actualizando las noticias de sus vidas.

Eran tres amigos que por más que los avatares personales los fueron apartando, cada uno tirando de su carro por las cuestas de la vida, nunca dejaron de encontrarse y apreciarse. El tiempo de su infancia y adolescencia grabado a fuego en la memoria y en el corazón, hacía de imán irresistible para que, a pesar de las diferencias, volviera a juntarlos orbitando siempre cerca con la fuerza de gravedad que producen tantas historias compartidas.

La tarde se iba vaciando de luz y las botellas de cerveza vacías se acumulaban sin cesar en un clima de armonía y confidencia en ese raro y peculiar espacio que se da en la relación entre hombres que pareciera ya nada tienen que esconder uno del otro pues ninguno condenará, ni conductas ni pareceres. Y con la seguridad de que se diga los que se diga quedará entre esas cuatro paredes.

-Javier, no sé si seré yo o la benéfica influencia de la cerveza que veo que estás algo raro.

-Decime Luis: ¿Vos, a veces, no te sentís raro? ¿Cómo que todo lo que has hecho en la vida no te ha servido para ser feliz?

-Mirá, yo aprendí hace tiempo que la felicidad es un perfume caro. De esos que tenés que ponerte sólo un par de gotas. Y que todo lo demás es sólo transpiración y lucha. ¿Viene por el lado de tu mujer?

Javier, asombrado, levantó la cabeza, preguntando:

-¿Cómo sabías?

-Saber no sé. Pero tu matrimonio parece perfecto. Y, en esta vida, de acuerdo con la inmensa filósofa de mi mujer, nada es perfecto. Sobre todo, cuando lo parece.

Después de un silencio de esos que hacen de puente de entrada a palabras que nunca imaginamos decir, Javier, en un susurro empezó a contar.

-Hace ya tiempo que empezamos a tener relaciones sólo de vez en cuando.

En este último mes, ninguna. Aparte, no me trata bien. Y, lógico, empecé a sospechar.

¿De Marita? ¡Dejate de joder!

-¿Que me deje de joder? ¡Los vi, carajo, los vi!

De pronto, un temblor conmocionó a todo el quincho. La puerta que lo comunicaba a la casa se había cerrado con un estrépito infernal que los sacudió en sus asientos. Como si fuera acompañado por la fanfarria de un formidable ejército, Carlos hizo su entrada triunfal en la estancia al grito de:

-Oíd mortales el grito sagrado ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! ¡No hay libertad que valga si hay mujeres rondando!

Después de las risas y los abrazos, Luis le respondió:

-Un día de estos, algún grupo feminista, te va a crucificar, pero no mediáticamente, sino de verdad. Y con la cabeza para abajo.

-¡Cállate! Satanista injurioso. Hablando de crucificados boca abajo. ¡Mirá que coincidencia! ¿Sabés que puse en mi consultorio? Un reloj grande, de pared, pero puesto al revés, o sea, con las doce en la parte de abajo y las seis en lo más alto del reloj. Ante el silencio y estupor de sus amigos prosiguió.

-Eso, me ayuda a pensar en la hora que vivo, la más importante, de las pasadas y las por venir, pues no sólo se trata de mirar descuidadamente, sino de escrudiñar que, si la manecilla más corta está entre las ocho y las nueve, entonces ha de ser algo así como las ocho y media. Eso sí es ver bien la hora que vivís. También es un recordatorio diario de que mi mundo puede dar un vuelco de campana en un santiamén, cambiando una situación de beatífica calma de una buena hora por otra totalmente angustiante y dolorosa. Y, por último, prepara a mi espíritu para no creer en todo lo que veo, comprendiendo de paso que, a veces, por más que le demos vuelta a las cosas o que nos presenten las situaciones en formas distintas, no dejará por eso de ser las seis de la tarde cuando sea la hora de serlo.

La noche empezó a transcurrir como siempre, sin tiempo que los apremiara. La más que abundante bebida, a diferencia de otros, tenía en ellos la cualidad de no emborracharlos nunca. La libertad que pregonaba Carlos la usaban responsablemente con el alcohol que, al ser dosificado de manera natural en muchas horas de charla los sumía en un estado de placidez y vigilia.

El descuidado desorden en el que iba entrando la casa les daba la clara sensación de que nadie los vigilaba en sus actos y la cadencia de paz que ese hecho reportaba, los volvía niños y libres, como lo fueron treinta años atrás.

Al llegar las dos de la madrugada, fue Carlos quien preguntó:

 

-¿Y? ¿Jugamos hoy?

Sus amigos se miraron en silencio. Sin decir palabras ambos sentían a ese juego, cada vez que lo ejecutaban, un poco más macabro.

No era un juego cualquiera. Había empezado cuando eran chicos en la bajada del arroyo, al caer la tarde, con el cansancio a cuestas de todas las correrías del día, como para agregar un poco de adrenalina a sus incontables perrerías, se le ocurrió a Carlos, quién si no, de ponerse una flor atada a un palo por arriba de la cabeza para que sus amigos con la gomera practicaran tiro al blanco.

Fue suspendido por un tiempo debido a que un inoportuno proyectil casi hace perder un ojo. Lo reanudaron gracias a la inventiva de Carlos cuando se le ocurrió usar una máscara de soldador, cuya pertenencia vino a ser el primer delito en su afanosa búsqueda de vivir la vida a mil.

Y, si bien con variantes, siguió siempre. Aletargado en su ejecución en los últimos años pues las reuniones se fueron espaciando debido a los conjuros de la vida y revivido por Carlos desde que se separó con una variante excitadora y traumática. El palo y la flor seguían. La gomera, no. Fue cambiada por una pistola Bersa Thunder calibre 22. Como los tres practicaban tiro desde muy jóvenes, sea al blanco o en cacerías prohibidas en el monte, se habían convertido en muy buenos tiradores y la Bersa, para ellos, casi en un arma de juguete. También empezaron a usar una venda en los ojos mientras el palo lo sostenían con ambas manos. Y si bien al juego se entregaban con la certidumbre de que a quien le tocara tirar era un hermano, la visión de un arma apuntándote, se convertía en un juego bravo que la venda convertía en la entrega de la mayor confianza que se podía dar a un amigo, la vida.

Lo que no cambió fue la forma del sorteo con un mazo de cartas de truco. Quien sacara la carta más alta se convertía en blanco, la que la seguía en tirador, la última colocaba la venda y contaba los diez pasos de distancia del arma al blanco.

Las cartas convirtieron a Carlos en el blanco y a Javier, en el tirador. Javier, al tomar el arma en sus manos, la sopesó, comprobó su carga y pensó:

“Es el destino”. Miró fijamente a los ojos a Carlos y solemnemente le dijo:

-Carlos ¿todo bien?

La mirada de Carlos tomó ese color vivaz de la infancia en todo su esplendor para luego decir.

-Todo bien, Javier. Si la vida, es sólo un juego.

Y con ese cruce de miradas se dijeron que uno supo lo que sabía el otro. Y que el otro, ahí supo, lo que debía hacer.

Luis colocó la venda en los ojos de Carlos y tomó distancia.

Javier levantó la pistola lentamente apuntando hacia la flor y, en un trance de hipnosis, dejó de verla para ver a su mujer desnuda cabalgando furiosamente el cuerpo de su amigo. Bajó la mira del arma hasta el centro justo de la venda, en el medio de esos ojos cegados. Y, recién entonces, disparó.


Inédito. El relato forma parte del libro Cuentos Misioneros 5 que saldrá próximamente. Pomilio reside en Puerto Iguazú y ha publicado Cicatrices del alma (poesía), La licorera y otros cuentos y Los 33, (novela), entre otros.

Cruz Omar Pomilio

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