Pedacito de chocolate

A los caídos en Ezeiza el 20 de junio de 1973. A la Queca, por aquellos tiempos lejanos.
domingo 29 de mayo de 2022 | 6:00hs.
Pedacito de chocolate
Pedacito de chocolate

Leonardo camina al frente. Se pierde entre la multitud en dirección al palco. Cada vez más lejos. Mica se eleva en puntas de pie apoyándose en la Queca, para divisarlo por sobre los cientos de hombros que le obstruyen verlo; pero  Leonardo se le escapa detrás de una pancarta. Allá está él,  altísimo, con su pelo castaño en rulos, por sobre los otros.  Leonardo, el que más sabe, erguido y hermoso. Desde acá  no se le ven los ojos grandes, dos turquesas los ojos de Leonardo, de Leonardo hombre, Leonardo doctrina, hoguera,  militante, ahora detrás del cartelón, justo al costado de la  V de la victoria entre la J y la P de los muchachos del General. La Queca toma a Mica del pulóver para despabilarla,  que pare un poco le dice, que la espere, que se van a perder entre el gentío, que deje de pisotear a los otros, que no  hay apuro Micaela, llegaremos a tiempo para verlo. Cuando  la Queca dice Micaela, hay que frenar porque la Queca está  enojada, Micaela, no me oís, el avión recién estará sobrevolando tierra brasilera y vinimos temprano para llegar al palco ¡No te apures Mica!

La Queca no sabe nada, no sabe que el apuro es para no perder a Leonardo, porque si lo pierde de vista ya no le importará perderse entre la muchedumbre que la empuja hacia el frente. Esa apretura que la zarandea de izquierda a derecha, de atrás hacia delante, sin parar ni un momento. Mica está cansada, pero no despega del cuerpo su brazo y su mano izquierda. Quisiera sentarse, tirarle del vestido a la Queca y sentarse con ella a un costadito, al costadito del camino que no hay, que no se divisa por ningún lado, apretadas como respirar el frío de esa mañana del veinte de junio, mañana de historia ésta del setenta y tres, dijo Leonardo y creyó escuchar Micaela, día de unión, de postergar rencores, de  tocar el futuro, porque el futuro ya viene de Madrid, viene para cobijarnos dentro de sus grandes brazos, se acabó el exilio Leonardo prendiendo la fogata en los compañeros cuando arenga con ese ardor que le sale por el pecho,  con ese fuego que salta desde los ojos, esa furia de mar turquesa oscuro, ese salto de hoguera los ojos de Leonardo que  dice que la única doctrina, la que vale, es la del pueblo. Mica está cansada y aquí no hay lugar para estirar las piernas, no se puede, que no se puede dice la Queca, porque  todos apretujan hasta dejarte sin aire, y Leonardo cada vez  más lejos con el pelo castaño en rulos, no se da vuelta, no  le sonríe, ya no se ve, y ella que no puede levantar la mano  derecha para decirle aquí estamos la Queca y yo, no te preocupes, pero por qué habría de preocuparse si esto es una fiesta, preocuparse por ella, por su cansancio, por su dolor de brazos, por su puño izquierdo cerrado, por su ardor de  pies, por decirle cuándo van a llegar al palco, cuántos kilómetros faltan todavía.

Un hormiguero es la avenida de circunvalación, con miles de cabezas a un lado y al otro, hacia arriba, hacia abajo, gente que oprime, presiona, estruja. Se eleva y sólo ve gente hacia los cuatro costados; hasta donde su vista llega hay cabezas, hombros, brazos. Hace dos días que salieron de la provincia y un día que están marchando para llegar  a recibirlo. Cuando el avión aterrice, el General habrá pisado la tierra de la Patria para siempre. Para no irse nunca más, dijo Leonardo, Él no defrauda. A festejar Mica, y también la Queca y Leonardo, hacia adelante, sí, Leonardo  cada vez más lejos perdiéndose entre el oleaje que lo atrapa,  perdiéndose detrás del cartel de Montoneros, y Mica que  aprieta fuerte la mano izquierda, fuerte, fuerte, y con la  derecha trata de alcanzar a la Queca. Lo que guarda dentro  de la mano cerrada es para Leonardo. Para festejar con él a solas después de que el General arribe. Pero Mica no sabe  que el General nunca llegará al palco, que no lo verán, ni  Leonardo lo sabe, ni la Queca, ni aquel grupo que canta aquí  están estos son los muchachos de Perón, ni los otros que le contestan  con bronca, diría con odio, a la lata al latero no quedará un montonero, y ninguno de los que están apretando cada vez más, en  marcha forzada hacia adelante, hacia donde hablará Leonardo desde el palco, cuando el General llegue, cuando el avión  aterrice en estos campos, aquí nomás en Ezeiza. Pero Mica no piensa en otra cosa más que en Leonardo, no puede estar  atenta al General, ni al festejo, ni a este día único y memorable, él se lo dijo, día para siempre grabado en la pupila y el corazón del pueblo de cada uno, de todos. Mica sólo puede  pensar en lo que lleva apretado en su mano izquierda y que  le entregará a Leonardo cuando todo pase y juntos, muy juntos, lo mire a los ojos turquesas para festejar ellos dos solitos,  alrededor, zarandeada, pisoteada, como ella que no sabe ni  para qué vino ni hacia dónde va cantando y levantando el puño aunque sí sabe, porque Leonardo le dijo.

Como una ráfaga vuelve a divisar el pelo en rulos y castaño  y el estómago le hace ruido, de tanta hambre y de tanto andar, pero no abre su mano izquierda ni come lo que lleva,  que es para después. Mica escucha el susurro de la voz de la  Queca como de lejos, y mira a las palomas blancas, que las  sueltan desde allá, desde el palco, porque el General quizá  está llegando, y el pelo en rulos de Leonardo que se trepa  por los hierros del costado hacia arriba del palco. El aluvión  da un paso más hacia el frente y se escuchan gritos y voces  y más gritos y la Queca que la tironea del pulóver, subite al  árbol grande que algo pasa, que la avalancha nos encierra.  El vocerío truena y un ruido cercano de disparos que se incrustan en las pancartas y el ulular de las sirenas de las ambulancias se cruzan, se abren paso entre el hervidero que  pisotea, se arremolina, aprisiona, grita, se están matando, los dos bandos se están matando. Los de izquierda y los de derecha dice otra voz. Pero si somos todos hermanos, compañeros, escucha a la Queca.  Y Micaela ahora sí puede llegar al árbol y subirse y divisar desde allí a Leonardo que levanta los dos puños encima de la cabeza en lo alto del palco.

Incrédula mira hacia adelante, allí debería estar el General  y sin embargo no está, tan sólo corridas de un bando y de  otro, y Micaela no sabe, ni lo sabe la Queca, ni siquiera  Leonardo, que no verán al General, que bajará en Morón  y no allí, donde están ellos, todos, donde el pueblo de pie preparó la fiesta para recibirlo y tampoco sabe que volverán con la cabeza baja, crispados, magullados, llorosos, con la  garganta hecha arena, entre la niebla de la tardecita, sin entender porqué se acabó la fiesta si aún no había empezado, empujados por la multitud que avanza de regreso, con la  tristeza del aluvión que se aleja del palco, de las ambulancias, de los que cayeron. No lo saben. Aún no. Porque Mica y la Queca están arriba del árbol con otros, con desconocidos, mirando sin entender que este es un Movimiento, no  un partido, dice Leonardo, pero es demasiada gente para un solo abrazo, es demasiada gente para un único General,  y Micaela imagina que a la noche, de regreso, cuando todo  termine, al lado de Leonardo, junto a él, abrirá lentamente  su mano izquierda para entregarle el pedacito de chocolate  y lo mirará a los ojos turquesas y él sabrá que el amor es una  hondonada oscura sin repuestas, y Mica abrirá su mano, la  guardó durante toda la marcha, todo el día, desde la madrugada, para Leonardo.

Pero un vozarrón de trueno dice se acabó la fiesta. Y antes, a Mica le parece escuchar la voz de Leonardo, por la justicia,  o tal vez él, Leonardo lo dijo, por la justicia, como cuando se enamoró en la penúltima reunión en que  organizaron el viaje para marchar a Buenos Aires, por la justicia dijo Leonardo y ella se le inflamó el alma, y aunque Micaela haya oído como una letanía en todo el trayecto  por la Avenida Pistarini, la vida por el General, o morirán los traidores, Micaela creyó que eran sólo frases, ardidas pero sólo  frases, y otra vez el vozarrón de trueno, se acabó la fiesta, y allá  arriba Leonardo en el palco que inclina su torso hacia atrás  y Micaela lo ve bien, hacia atrás, y puede casi imaginar sus  vaqueros desteñidos y su pulóver de cuello alto y su barba  de dos días que desea acariciar pronto, pronto. Leonardo se retuerce e imprevistamente es su pelo castaño en rulos que cae antes que su cuerpo, y Micaela que escucha su voz que le dice a ella, sí, a ella, en la penúltima reunión, te acompaño que ya es tarde, es muy tarde para volver a casa sola,  y Leonardo que cae y cae desde lo alto del palco, cae hacia  la turba, entre los gritos, los cantos por Evita, entre la V de  la victoria y las palomas blancas, mientras Micaela abre las  dos manos para tratar de tomarlo, de que caiga entre sus  brazos, pero ella está en el árbol, tan lejos del palco, entre  el palco y ella miles de gritos que no saben hacia dónde ir, miles de gritos que se mezclan con su propio grito cuando  ya no ve a Leonardo, ya no está donde estaba, y sigue el  ulular de las sirenas, y en su mano izquierda el pedacito de  chocolate es sólo una pasta viscosa, derretida, oscura.


El relato es parte del libro Mamá quiere ver las rosas y otros cuentos, editorial Contexto. Severín tiene publicado además Helada Negra (2016), Muda (2018), La Tigra (2018), entre otros.

Patricia Severín

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