Las predicciones de la gitana ciega

domingo 27 de febrero de 2022 | 6:00hs.
Las predicciones de la  gitana ciega
Las predicciones de la gitana ciega

Habían atravesado la plaza, el reloj de la iglesia hizo escuchar cinco veces el anuncio del paso de la vida, era la hora en que la tradición sajona convocaba a tomar el té en el conocido bar porteño, refugio de los escritores de Buenos Aires.

Caminaban en silencio, el hiriente silencio de los poetas cargado de metáforas. El hombre de la barba y la mujer del sombrero hongo de color gris tejido a crochet. Oscuros nubarrones ya habían humedecido los adoquines, era una lluvia de verano. Las elevadas construcciones que constituían fantásticas torres de edificios ocultaban el sol, formidable alegoría para saludar su marcha. Febrero ya vivía otra vez en Buenos Aires

Alfonsina se sentía segura del brazo de Horacio, llevaba en una mano sus guantes y en la que pendía del escritor apretaba un ramito de orquídeas que él le había traído del inmenso territorio de su selva, sus árboles y ríos.

-“Días atrás he pensado en ti, dijo la poetisa. He participado de una charla. Una interesante disertación de un periodista español, aquí en el café a donde nos dirigimos, sobre los cambios climáticos que se avecinan“, agregó para completar. Porque tu Horacio, desde tu solar solitario, desde tu selva, eres uno de los que más se esmeran en esa causa que seguramente años más adelante, nos traerá severos problemas.

¿Y yo porqué? preguntó el uruguayo.

-Tu, Horacio  porque tu prédica es eso, una lucha invisible para algunos, plantar árboles sabiendo que tal vez nunca te sentarás a disfrutar su sombra, hablar de sus animales, sin lastimarlos, ni herirlos, tu Horacio, solo tú, has comenzado  a comprender el significado de la vida aún con el contrasentido de tantas muertes y heridas que han castigado tus años.

       Antes de entrar Alfonsina llamó a Madame Matilda, la gitana que habitualmente rondaba esas esquinas y se dedicaba a leer las manos de los transeúntes a cambio de unos billetes. La cíngara era ciega, vestía como por tradición lo hacían los de su raza, pero la concavidad oscura y profunda de sus ojos  sobresalía enigmáticamente en su bello rostro.

La quiromántica tomó la delgada mano derecha del escritor, que no creía en estos menesteres pero se dejó llevar ante las suplicas de su amiga. Matilda la acarició en silencio por minutos como para sumergirse y vagar  en la agitada existencia del hombre que se erguía ante ella.

“Esta herida en la palma que corta la línea de la vida te las hecho con un punzón o un formón, construyendo una canoa, en un lugar muy distante de aquí. La canoa es una constante en tu vida porque has viajado mucho y aun te espera el más largo de todos y otra vez estás pensando en darle forma al transporte que ha de conducirte”.

Quiroga tampoco murmuró una palabra pero se dijo por dentro “esta bruja sabe hacer su trabajo”.

Sacó un billete de cinco pesos del bolsillo del chaleco gris, para  pagar los servicios de la pitonisa que sentenció acariciándole el rostro: Te espera un largo viaje y después sí, vendrá el reconocimiento a tu trabajo.

Ambos escritores continuaron su marcha sin ningún comentario.

Buscaron una mesa en un rincón sin luces para sentarse. Horacio se dirigió al baño, no le quiso hablar de su dolencia, no tenía sentido hacerlo.

Al regresar notó que Alfonsina hablaba con uno de los tantos  personajes distinguidos  que acudían a diario a ese reducto y que al verlo acercarse se alejó de la mesa sin siquiera mirarlo. Tomaron un té en silencio, un profundo silencio que distanciaba sus vidas que nunca podrían conjugar el verbo amar en simultaneo.

Después una tormenta agitó una vez más el paisaje de sus entrañas y dejó sin hojas a los árboles y enmudecidos a los pájaros.

Alfonsina se recostó contra el marco de la ventana abierta hacia el carnaval incesante que se repetía a diario. Acariciaba las orquídeas que su amigo se encargó de traerlas con esmero desde su reducto, la noticia en un  diario hablaba brevemente del  suicidio de su amigo enfermo. Sonrió al acordarse de la gitana ciega, ella también hablaba con metáforas. ”Los poetas tenemos la obligación de inventar mentiras”, dijo y cerró la ventana

Pensó en escribir unos versos sobre su encuentro de días atrás. En un cuenco de vidrio poblado de caracolas marinas, las orquídeas buscaban el sol.

 

-”Unos minutos menos… ¿quién te acusa?

“Más pudre el miedo, Horacio, que la muerte

que a las espaldas va.

Bebiste bien, que luego sonreías…

Allá dirán”

(Segmento de un poema de Alfonsina Storni dedicado a Quiroga)

Zajaczkowski es docente jubilado. Vive en Apóstoles, Misiones. Publicó “Historias y Leyendas Urbanas de Apóstoles” entre otros libros

José Mario Zajaczkowski

¿Que opinión tenés sobre esta nota?