Merodeador

domingo 19 de diciembre de 2021 | 6:00hs.
Merodeador
Merodeador

Desde hacía un tiempo su vida tenía una sola finalidad. Cada hora era un eslabón perfectamente definido de una larga cadena cuyo fin estaba a la vista. Hasta su renguera se acomodaba magníficamente al asunto. Varias veces la observó mirando aquel defecto como se mira algo que comienza a interesar. Pero ciertamente todo fue creciendo de a poco y ahora se acercaba el momento largamente esperado. Clavó el hacha en el tronco seco y comenzó a armar pacientemente dos chalitas. Era un rasgo propio ese de fumar dos cigarros uno tras otro. Luego podía pasarse varias horas sin hacerlo, a veces toda una mañana, o toda una tarde. Picó el rollito de tabaco con el deleite que le producía esa tarea, sintiendo que el cortaplumas era como una prolongación de sus manos, una suerte de socio de su vida tan poblada de pequeños momentos que ahora lo hacían feliz. Hasta lo hacía feliz continuar soltero a los treinta años, pese a ser propietario de una chacra, un buen caballo perfectamente ensillado, carro, yunta de bueyes y otras pertenencias que lo convertían en un buen partido para las mujeres de la zona. Su chacra lindaba con el predio escolar y de allí la amistad con el director de la escuela y su señora. Era el hombre útil para esa gente de pueblo que había venido a instalarse en el monte. Picar leña, arreglar una silla, acarrear agua del manantial cuando el pozo se secaba en el verano, eran cosas de las que él solía hacerse cargo, simplemente como un buen vecino y por los que Genaro y Aurora, el matrimonio, lo gratificaban invitándolo a cenas a veces, o a escuchar un partido de fútbol en la enorme radio a batería, o simplemente a saborear un buen café. Fue así como se consolidó esa especie de amistad que se desdoblaba de una manera curiosa. Cuando se hallaban los tres reunidos apenas había un diálogo impersonal, preferentemente acerca de los vecinos o de los animales domésticos o de las tareas manuales que había que realizar en la escuela o en el domicilio de la pareja, que se hallaba contiguo a la escuela. Entonces lo llamaban “Jacinto”, o decían, por ejemplo, tal vez Jacinto nos ayude a limpiar el jardín”. No se lo pedían directamente. Lo contrario ocurría cuando acompañaba a Genaro al almacén o a la estafeta, o simplemente se hallaban a solas. Entonces Genaro lo tuteaba, pero él le decía “usted” o “don Genaro”, aunque, como ocurría raramente, hablaran de mujeres. En cambio, cuando se encontraba a solas con ella, una mujer de su misma edad, sin hijos, ninguno se tuteaba, pero él le decía simplemente Aurora, como si ella se lo hubiese permitido desde el comienzo y sólo para esos casos. Fue la primera connivencia sobre la que se fueron acumulando los otros datos. El primer dato fue: no tienen hijos pese a llevar diez años de casados. El segundo: él persigue a una de las maestras solteras. El tercero: discuten. Al comienzo discutían solamente en la intimidad, pero después Jacinto comenzó a percibir ese tono áspero con que se trataban y sintió un primer estímulo como si este pensamiento se le hubiese dibujado en las manos: “lo que otro va dejando lo puedo tomar de a poco”. Porque era como si al perderse el respeto cada cual dejara de ser propietario del otro. Porque al fin, pensó, el matrimonio es una cuestión de propiedad como, de modo similar, tener una chacra es como estar casado con ella, con la casa, con las plantaciones y demás pertenencias. Y llevarse mal con la mujer es como decir: “cada vez me importa menos que alguien se fije en vos”. Adelante, pues. Otro dato: al comienzo Jacinto era para ella la leña picada, o el agua en los baldes, o el mueble arreglado. Después fue el cortaplumas que se había olvidado en la mesa, a propósito, porque le pareció que sería como un mensaje, una forma de decir: lo dejo aquí porque no puedo quedarme yo. ¿Otro dato? Unos segundos de mirada más de los necesarios, el calor tierno de esos ojos claros, que dejaban de mirar la cafetera o la taza para detenerse en sus bigotes, o en sus manos, o en sus ojos. ¿Cómo sacarle entonces ese hilito de pensamiento que podía ser la punta de un ovillo brutal? ¿Existía ese primer pensamiento encadenado a todos los otros? ¿Cómo hacer para encontrarlo? ¿Había que esperar simplemente o, por el contrario, provocar una situación donde las cartas tuviesen que ser puestas a la vista? Cada cual deambula con su carga de obsesiones y afectos y puede ocurrir que la persona interesada no lo advierta, aunque se suelten palabras, o se descubran gestos, o se provoquen situaciones.

Dos años era demasiado tiempo para un plan de conquista y demasiado tiempo para acumular esa especie de fuego interior que no lo dejaba en paz ni siquiera de noche. ¿Cómo son sus manos? ¿Cómo estaba vestida ayer? ¿Por qué de pronto sus ojos y su pelo le parecieron más claros y en los ojos había aparecido ese brillo de amor? Un brillo de amor, era verdad, y no podía ser a causa del marido, ese hombre que la desatendía y no le daba aparentemente mucha importancia, ese hombre con quien posiblemente todo había pasado a ser rutinario. Además ¿por qué habría de enamorarse de pronto de ese ser que estaba a su lado, después de tantos años, precisamente ahora, sin un motivo especial para que eso ocurriera? No, evidentemente, algo nuevo estaba sucediendo, el amor debe comenzar en algún momento preciso y él lo captaba. Entonces ¿qué hacer?

¿Tomarla en los brazos sin explicación alguna? ¿Tratar de expresarle sus sentimientos de alguna manera? Ella tenía una calidez y una especie de candor inexplicable en una persona de su edad. Eso ayudaría a encontrar la primera palabra. Quizá fuera suficiente hacerle notar lo agradable de su compañía, o mirarla más de la cuenta, mirarla siempre como se mira lo que se anhela, tendría que captar eso, sentir una especie de impacto, algo fuera de lo común en ese instante.

No podía dormir esa noche, sentía necesidad de analizar nuevamente la situación, hablarla consigo mismo por centésima vez, recordar cada suceso de aquellos años, los comienzos de la amistad, la primera chispa de la atracción que el juzgaba mutua, cada pequeño incidente, palabras, miradas, gestos, minúsculos pedidos de ayuda, agradecimientos efusivos, silencios que de pronto adquirían un significado. Rememoró aquella tarde ya lejana en que intuyó una secreta connivencia a causa de unas palabras que juzgó significativas y el roce de las manos al entregarle un objeto. Y a partir de allí cada acontecimiento que importaba un paso adelante después de aquella tregua de indiferencia que siguió a la primera revelación. Tomó un lápiz y un papel y comenzó a anotar cada hecho significativo, cada avance y cada retroceso. En el mapa de sus anhelos un ejército batallador ganaba posiciones. Restaba el asalto final, la victoria aplastante que significaría el logro de la dicha. No podía esperar más, había llegado el momento. Iría esa misma mañana a la escuela y si encontraba una oportunidad le hablaría. Hablar, contar lo que se siente, eso es bueno, basta ya de guardarse cosas, debía saber hoy mismo a qué atenerse. Todo carecería de sentido si estaba equivocado. Pero ¿cómo estar equivocado? Ella compartía sus sentimientos, Aurora, ella los compartía. Genaro no era nada más que un estorbo, al que había que sacar del camino cuanto antes. Y ¿qué mejor que ahora cuando el hombre tenía que viajar a Alem solo? Así al menos, se lo habían dicho. Incluso Genaro le había pedido que le diera una mano a Aurora durante su ausencia, porque los demás maestros “no se comiden”. Era el momento, sin duda. Hasta esa confianza que le brindaba Genaro era un indicio más. Era como si el hombre estuviera provocando la ruptura de su propio matrimonio y lo utilizara a él para lograr ese fin. Tomó unos mates y luego de desayunar se preparó dos chalitas para el momento oportuno. Dirigió sus pasos por aquel sendero donde tantas ensoñaciones lo acompañaran. Había sido un ir y volver, ir con la esperanza y regresar paladeando algún hecho significativo. Qué largo batallar este que concluiría dentro de unas horas. Tenía como de costumbre algún pretexto. El de hoy era estar presente en el momento de la partida de Genaro y reiterarle que cuidaría de cualquier necesidad de su esposa. Pondría esa cara del que se interesa por solidaridad. Diría “por favor, por favor...” ante el agradecimiento de los otros y estaría presente en el momento de la despedida para evaluar cualquier indicio. Había notado que últimamente ella rehuía toda afectividad del marido en su presencia y lo miraba como diciendo: “Pero Genaro, está Jacinto con nosotros”. Y en verdad Jacinto anhelaba hacer primero de cuña rabiosa para separarlos y luego, ya sola ella, envolverla con ese amor que aumentaba día a día como una fiebre incontenible. Ah, Dios ¿por qué no haberse fijado en otra que no tuviera este problema, esa atadura de todos los días a una cara que comenzaba a despreciar? Trasladaba su leve renguera por el camino del tacuaral que recorría diariamente para verla. Había llegado poco a poco a esa situación, a aparecerse de pronto en la casa de la pareja sin pretexto alguno, aduciendo cualquier circunstancia que alguna vez hizo sonreír a uno de los maestros que se hallaba de visita en casa de la pareja. Los demás murmuraban, de eso estaba seguro, pero no le importaba, era algo entre ellos que no trascendería. En su plan eso era incluso un estímulo más. En efecto, si pese a esa murmuración la pareja seguía admitiéndolo casi como alguien de la familia, algún motivo tendría que haber para ello: podía seguir avanzando hacia su objetivo sin traba alguna. Y ahora era el momento para dar el golpe de gracia. A partir de hoy sería la felicidad o..., la felicidad, sus brazos, la frescura de su boca, las palabras de amor, la forma de aceptar el primer contacto. Ya disfrutaba por anticipado el primer encuentro de amor y luego la definición, porque comenzadas las cosas habría que decidirse, no pensaba compartirla con el otro ni un minuto. A partir de hoy, eso es, ni un día más. Había dejado su casa arreglada como para comenzar una nueva vida con ella, basta de vivir solo, sin un mísero afecto, basta de conversar consigo mismo y presentir cosas, y volver al balance diario de datos significativos. Era un balance doloroso porque a veces ocurrían pequeños acontecimientos que suponían una marcha atrás en el desarrollo de sus planes. Planes, planes, planes. Dos años enteros con la mente puesta en una cosa y ahora su corazón le decía que había llegado el momento. ¿Sería verdad? Faltan apenas cien metros. Después de la guayuvira, la curva y el claro desde donde se ve la casa. Están allí. El automóvil viejo de los maestros en marcha. Iré a la cocina, se dijo. Es un buen lugar para iniciar el ataque. Estoy en la galería. Escucho sus voces en el comedor. “Quiero que vuelvas hoy mismo. Por lo que te conté”. Es su voz. “Ese hombre cada día se mete más en nuestra vida. Ya me tiene harta con su maldita renguera y esa forma de mirar. Qué se creerá este chacarero sucio. Lo único que falta es que los demás crean que a mí me gusta que me ande rondando...” Pero Aurora, no es mal tipo, nos ayuda...”

No escucharé más. Malditos, malditos sean y yo qué imbécil, yo con mis miradas, yo olvidándome el cortaplumas, tratando de rozarle la mano, yo, yo, yo, felizmente traje los chalas, tengo que soplar, arrojar humo, arrojar soplando esto que tengo adentro, alguien me estafó todos estos meses de mi vida, el que fumaba el segundo cigarro no era yo, era... Vuelvo a mi casa, todo quedó arreglado como para traerla en los brazos, la novia, la mujer del otro, la que le pide al otro que me eche, ella me pondrá el lazo en el cuello, buscaré el árbol inclinado, no quiero volver a verme entre las cuatro paredes solo, el solo era otro, cuando me vea allí colgado tal vez no repita “ese chacarero sucio”, tendrá que mirarme, tendrá que pensar en mí aunque no sea más que por haberme visto allí colgado...

Marcial Toledo

Del libro La tumba provisoria. Toledo fue poeta, periodista, abogado, profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación.

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