La crecida

domingo 31 de octubre de 2021 | 6:00hs.
La crecida
La crecida

Ha llovido continuamente durante una semana. Pero en Matto Grosso debió de haber caído un diluvio, porque el Paraná crece con una rapidez extraordinaria. Y si sube un poco más se va a meter en mi boliche; falta sólo medio metro. El camino de la costa, la vertiente y los arroyos han desaparecido; el borde de la barranca emerge en forma de islotes; y la canoa está amarrada a un horcón de la cocina. Desde arriba del cerro se aprecia mejor la magnitud de esta crecida; se ven puntos de la costa argentina donde el agua ha llegado ya a quinientos metros tierra adentro. Nunca creí que el Paraná pudiera crecer tanto.

Me embarco y remo aguas arriba por sobre el camino. Aquí el agua no corre; más bien se forman remansos; en cambio, en todo el cauce la corriente es vertiginosa. Voy navegando por entre los grandes árboles de la costa, contra los cerros, y apenas reconozco los lugares hasta llegar a lo de Schmidt, donde es abierto. La casa de él asoma el techo, nada más. Como todavía tengo instintos malsanos, me alegro en el fondo. (Recuerdo que también me alegré con maldad al saber lo que le ocurrió a Schmidt cuando, a raíz de los golpes que le di, furioso porque me habían puesto en libertad a los veinte días, fue a Encarnación para acusarme de haberlo idiotizado con dichos golpes y hacerse pagar una indemnización, logrando sólo que se rieran de él. Luego, como no se diera por vencido, se reabrió las heridas y se las llenó de basuras, con lo que se provocó una tremenda infección, y volviendo a la ciudad insistió en que yo debía pagarle. Y esta vez lo que consiguió fue casi morirse con la cabeza del tamaño de una enorme sandía. ¡Cómo se rió entonces Kalevala!).

Se cuenta que en la inundación anterior, hace muchos años, Schmidt se quedó dentro de su rancho, flotando sobre unos maderos, hasta que el agua cubrió la puerta, llegó al techo, él tuvo que gritar pidiendo socorro, y lo salvó, rompiendo el techo, su vecino Koffer. Pero ahora Koffer es su enemigo; Schmidt ha de haber escapado a tiempo, y seguramente está escondido entre los yuyos de más arriba, con sus cachivaches y sus gatos...

El rancho que fue depósito de mi boliche se encuentra también bajo el agua.

Sigo navegando. Paso sobre alambrados y tranqueras sin darme cuenta de ello. Sólo los árboles conocidos me indican límites. El boliche de Koffer está a cien metros del agua.

Paso el terreno del finado viejo Pola. Su gran potrero es un lago sobre el que asoman palmeras.

Entro en el potrero del pastor Borel. Aquí el río ha ganado mucho campo bajo y ha dejado la casa de Borel en un islote...

Más allá, pasando el invisible arroyito Teyú, está don Pancho en otra isla, y también en ella, refugiado, Santiaguito. El rancho de éste estaba casi al borde de la barranca, y se lo llevó la corriente,

El Paraná hace ruido; se abren de repente grandes remolinos aquí y allá; se cruzan y entrechocan corrientes secundarias en todos sentidos; y se ve la superficie cubierta de cosas arrancadas de las inmensas cuencas del Alto Paraná, desde Matto Grosso, y del Iguazú, desde San Paulo.

Al llegar a la casa de don Pancho, inicio la travesía. Quiero ir a la “corredera de Bade”, allí donde termina la ensenada que comienza en el puerto de San Ignacio, y donde la corriente, aumentada por la estrangulación del cauce, choca contra la del gran remanso formado inmediatamente abajo, da perpendicular sobre el canal y arrastra hacia la costa paraguaya todo lo que no queda en el remanso. Se llama la “corredera de Bade”, por que la esquina de la restinga que forma ese rápido pertenece al vecino alemán Bade. Este y sus dos hijos son bien conocidos a lo largo de las costas, por sus proezas de toda índole realizadas en los doce años que llevan viviendo aquí. Y su nombre sirve ahora para designar los accidentes topográficos cercanos a dicha “corredera”, como el “remanso de Bade”, la “restinga de Bade”, la “vuelta de Bade”, el “cerro de Bade”.

En cuanto entro en el cauce habitual del río, la corriente me arrastra con violencia. Remo entonces con todas mis fuerzas, tratando de cruzar directamente y salir pronto del canal, alcanzando por lo menos el extremo inferior del remanso de Bade. De lo contrario; alcanzaría la costa en la chacra de Roger, más abajo de los cerros; y al pie de éstos, cuando el río crece, se forma otra “corredera”.

Voy sorteando obstáculos en la travesía; el agua trae de todo, y muchos árboles secos con sus grandes ramas levantadas como brazos que piden socorro. Más de una vez tropiezo contra troncos que vienen flotando entre dos aguas, y esto me retrasa. Se me aflojan un poco los brazos, porque mi esfuerzo máximo es continuado, los dedos se me abren y tiran de los remos como ganchos a punto de zafar. En mi deriva vertiginosa me acompañan tantos objetos, que por momentos tengo la sensación de que el río está quieto y que es la costa la que escapa rápidamente hacia arriba. Montones de camalotes, islotes verdes de plantas acuáticas, con flores, víboras y hormigas; leños de todos los tamaños; tablas de aserradero, y otras pintadas, que han pertenecido a muebles o a embarcaciones; canoas o piraguas casi destartaladas que realizan su descansado viaje final con la oculta intención, quizá, de llegar a Buenos Aires; trozos de techos y de ranchos; animales ahogados, con la panza enormemente hinchada y un par de patas en alto, rígidas, sirviendo de sostén a los buitres que esperan su putrefacción para darse un banquete; barriles, damajuanas y botellas; cajones, basuras y todo lo que dormía en los arroyos, lagunas y terrenos bajos de las riberas. Pero al fin alcanzo el remanso, entro en él con velocidad, y la “Saxi” vira de golpe, como en un remolino. Entonces abandono los remos y me quedo quieto, para descansar un rato, mientras la corriente me lleva, ahora río arriba.

El agua ha cubierto la pequeña isla que viene formándose y creciendo año tras año en el centro del remanso. Apareció hace un lustro, y recuerdo que yo varé en ella antes de que aflorara. Dicen las gentes de la región que es la tumba de un barco que se hundió aquí años atrás. Cada vez que reaparece después de las crecidas, se la ve más grande. Ahora ya tiene vegetación y han prendido unos gajitos de sauce que traje de Posadas expresamente para plantarlos en ella; el agua los cubre, pero sólo se perderán si el río tarda mucho en bajar.

El paisaje está distinto; las costas presentan otras formas, los cerros se ven más bajos, el río entra profundamente en muchas partes y parece una inmensa sierra doble.

Si continúo dejándome ir a la deriva, la corriente del remanso va a darme contra el rápido transversal formado por la corriente de la ensenada en la “restinga de Bade”. Empuño los remos y, cuando con mucha cautela, me acerco a la línea en que ... una corriente se rompe contra la otra

-¡Eh, César! –me grita una voz amistosa.

Es Borwin, uno de los muchachos Bade. Está apostado con su canoa sobre la copa de un naranjo que aflora en la esquina de su chacra, al lado de la “corredera”. Me acerco e instálome yo también sobre la copa de otro árbol.

-¿Muchas cosas? -le pregunto, casi a gritos para vencer el fragor de los remolinos.

-Muchas –contesta; y mirando significativamente mi canoa, que es de poco puntal, agrega-; Pero cuidado; que está fea el agua.

A dos metros de nosotros comienza la línea de intersección de los planos diferentemente inclinados del remanso y de la corriente que viene de la ensenada. Los maderos que tocan esta línea se ponen de punta y giran como trompos mientras se alejan río adentro. Remolinos de todos los tamaños se forman y desaparecen y se desplazan a la velocidad de la corriente; son como embudos por los que el río engulle las cosas que tratan de salvarse flotando desesperadamente. La “Saxi” podrá hundirse en uno de ellos pero no creo que habré de ahogarme. Por otra parte visto sólo un pantalón corto, y sabré defenderme.

Frente a nuestras canoas, las cosas pasan vertiginosamente de derecha a izquierda. De repente, mi compañero se larga tras una bolsa de yerba.

Entra en la “corredera” embicando de frente, y al primer choque el agua se abre a ambos lados como dos grandes bigotes; luego él y la bolsa se alejan río adentro y aguas abajo. Cuando la alcanza, la iza a bordo; rema hacia el remanso, desembarca en su puerto, descarga y regresa a mi lado.

-La bolsa de yerba está seca en el centro - me dice, contento del hallazgo.

En eso viene acercándose una damajuana, excelente para el boliche. Con mi canoa no conviene imitar la maniobra de Borwin, porque es muy baja, y si embico un poco de costado, al inclinarse ante el choque, el agua la cubriría. Prefiero hacer lo contrario: remo, primeramente por el remanso,en el sentido de la corriente y entro, así, amortiguando el choque. El único peligro que subsiste es el de que se abra algún remolino bajo el casco.

Rápidamente me acerco a la damajuana y la levanto; contiene unos cuatro o cinco litros de vino agrio. En seguida vuelvo al remanso.

Antes de llegar a mi puesto, veo salir a mi compañero tras un gran bulto. Doblo entonces hacia la línea divisoria del remanso y la corriente para verlo de cerca al pasar. ¡Es una casa! Techo de paja y paredes de cedro; quizá también tenga piso y objetos adentro. Observo que Borwin le ata una piola al techo, y se larga a gran velocidad hacia la costa mientras la canoa va soltando piola; suelta cien, doscientos, trescientos y más metros; hasta que alcanza el cerro de Roger. Allí lo pierdo de vista, sobre todo porque en ese momento he descubierto, en el mismo remanso, una rueda de hierro asomando por entre un montón informe de tablas. Trato de levantarla, ¡y con ella viene toda una carretilla! La acomodo, al fin, en la popa, y me dirijo a mi puesto de la “corredera”.

A poco aparece mi compañero.

-La até a una piedra y se cortó la piola -me cuenta.

Pero no tenemos tiempo de seguir comentando. Una espléndida viga aparece por la derecha, y mi amigo se lanza tras ella, profiriendo el grito de júbilo de los indios.

Escudriño el horizonte y veo venir otras, muchas vigas y rollizos. Se ha roto una jangada, sin duda.

Observo a Borwin que ha atado la viga con la cadena de amarre y está tirando hacia el remanso.

Ya van llegando los palos y pasan frente a mí con un ímpetu que da miedo. Hay para elegir. Me conviene un cedro, labrado, una viga lista para aserrar y obtener buenas tablas.

En eso, algo toca la borda de mi canoa: es Roger. En su fina cara se pinta el asombro, y sus ojos no se apartan de los rollizos que pasan entre torbellinos de mil otras cosas.

-Esto sí que está lindo! -exclama, mientras se pone de pie sobre un asiento de su canoa para ver más lejos. Bajan cientos y cientos de palos; y yo que venía a buscar una tablita!

El sol ha salido de detrás de los cerros y comienza a hacerse sentir. Me decido por una larga viga y me despido de Roger. Entro bien en la correntada, alcanzo la viga elegida, la ato con la cadena, y luego pongo proa al Paraguay. Mi desplazamiento con relación al agua es mínimo, pero con relación a las costas voy bajando rápidamente; sin embargo, calculo que la resultante de estos dos movimientos ha de llevarme a mi puerto, que dista unos dos mil metros de la “corredera”.

Logro salir de la corriente, esto es, entrar en las aguas muertas de los terrenos inundados, unos cincuenta metros más arriba de mi casa. Busco el lugar donde ha de hallarse el cauce del arroyito, porque por allí se puede llegar hasta muy lejos, y consigo arrastrar la viga trescientos metros adentro. Cuando baje el río, las autoridades no la descubrirán, y podré hacerla aserrar sin dificultades, coimas, ni peligros.

Al amarrar en el horcón de la cocina, noto que ya sólo faltan unos pocos centímetros para que el agua entre en la casa. Pero no ha de subir más, sería demasiado.

Kalevala me ayuda a desembarcar la damajuana y la carretilla.

-Después del almuerzo -me dice, entusiasmada, iré a buscar unas cuantas de esas plantas acuáticas que están pasando.

Regresa a la caída de la tarde. Trae la “Saxi” cargada de flores y plantas acuáticas tropicales, y una canoa a remolque, bastante nueva, ganada también a la corriente. Pero en su cara no canta la alegría; sus grandes ojos, más azules que nunca, están redondos de espanto. Señala un punto del revuelto Paraná, y me dice:

-Ahí va un hombre flotando con un machetazo en la frente! ¡Los buitres le están comiendo los ojos!...

Germán Dras

El relato es parte del libro Aguas Turbias. Dras publicó Alto Paraná y Apuntes del Alto Paraná (1939); Tras la loca fortuna (1940). Germán Laferrere, su nombre verdadero, residió en la zona San Ignacio varios años.

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