Un chancho, un perro y la muerte

domingo 05 de septiembre de 2021 | 6:00hs.

Amanecía en un ignoto lugar del municipio de San Vicente, a mitad de un cerro, sentada sobre un enorme cañafístola, que sucumbió para dar paso al rozado, estaba  sentada La Muerte. No como un espectro, sino, físicamente presente. Con una túnica negra y los ojos rojos de fuego en las oscuras cavidades de la calavera descarnada. El sol lo iba iluminando todo, La Muerte veía un amplio sector de aquella comarca, los plantíos y los asentamientos de varias chacras. Bostezó con cierto aburrimiento, tenía sueño, a pesar que La Muerte nunca duerme, desde allí entre otras se veían las fincas de Pedro Olivera y Juan Chimiski.

Pedro Olivera sintió el gorjeo de los pájaros en las plantas que rodean su casa, el canto de los gallos y todos los ruidos típicos de las chacras al despertarse.

Llamó a su esposa y esta a su vez despertó a sus hijos para que vayan a la escuela. Se lavó la cara, en la palangana del corredor, con agua fresca recién bombeada de la vertiente lejana. Prendió el fuego avivando sus inicios con chalas y ramas de pino Paraná, estos últimos adornaban lujuriosos los costados de la humilde vivienda rural, puso la pava sobre la cocina, llenó el mate de calabaza con yerba, le agregó flores de marcela y un poco de azúcar, abrió la ventana y la luz hizo huir en forma precipitada del lugar a las sombras, remanentes de la noche. Su perro “Guacho”, un enorme ovejero, saltó a saludar a su amo, lamiéndole la mano y el le correspondió con unas caricias en la cabeza y el cuello, luego “Guacho” como si presintiera peligro, pero más que nada para agradar a su dueño salió corriendo por la estancia a los ladridos, luego como lo hacía siempre se sentó al pie del portón del corredor, por donde solía diariamente salir Pedro y juntos se iban a las labores de cada jornada.

Pedro tomó el mate, se sirvió un fuerte desayuno, de mandioca frita, pan y huevos con matecocido y leche. Se calzó las botas de goma, buscó, su viejo sombrero de chala, se ajustó el machete en el cinto, hizo recomendaciones a sus hijos, dio un beso a su esposa, llamó a “Guacho” con un silbido y alegremente ambos se fueron a ver la plantación de tabaco y planificar las tareas que correspondieran para los próximos días.

Juan Chimiski, se levantó como era habitual muy temprano, tras el desayuno bebió una buena medida de caña para espantar los males y matar los bichos del cuerpo, se puso los botines de cuero con punta y talón de acero, buscó su vieja gorra de boca y rumbeó al galpón. Hoy no iría a ver el rozado, estaba muy entusiasmado con la cría de cerdos que a través de un programa de diversificación productiva le proponía la Cooperativa Tabacalera. Al rato llega Romilda, su esposa con el mate tempranero y un plato de pan casero con dulce artesanal de frutas y crema de leche. Juan le comentaba a su mujer, que este año no tendría tanto esfuerzo y tal vez mayor ganancia con los cerdos.

Pedro Olivera, estaba en su plantación de tabaco, observando las plantas con hojas inmensas y sanas, “Guacho” ladraba a las palomas y cuanto bicho se moviera, de pronto salió corriendo como alma que lleva el diablo a los ladridos desesperados, Pedro no le hizo mucho caso, “Guacho” solía asediar a chanchos, gallinas, patos y a otros perros de los vecinos a los que ahuyentaba extrañamente hasta el límite de la chacra de su amo, a pesar que en el lugar no había mayores señales físicas de la divisa.

Pedro sintió el gruñido furioso de “Guacho” y el chillido desesperado de un chancho, pero no le dio importancia.

Al rato Guacho llegó alegre y juguetón, como siempre lo hacía, sin llamar la atención de su amo, quien no notó que sus ojos estaban enrojecidos por la furia y su boca tinta en sangre.

Juan Chimiski afilaba sus herramientas, machete, azadas, hachas, foizas, hoces, en una piedra que giraba a manivela Romilda, cuando escuchó los ladridos del perro y el chillar de un cerdo. Contuvo el trabajo y agudizó el oído, los gruñidos del perro le erizaron la piel. En ese momento sus hijos Juancito, María y Elena que salían para la escuela, le avisaron que faltaba el chancho más grande, se había escapado durante la noche.

Juan exclamó –¡Maldito perro del vecino, malacostumbrado a correr chanchos, patos y gallinas, si hizo algo a mi chancho yo le voy a denunciar en el  Juez y la Policía y hacer pagar el daño!

Tomó el machete y salió corriendo hacia el lugar de donde provenían los ladridos del perro y los chillidos del chancho, llegó jadeante, la densa transpiración, le mojaba toda la camisa y hasta los pantalones en la parte delantera a la altura de las piernas. El rostro enrojecido por la corrida. Al ver un bulto blanco entre los arbustos sospechó lo peor, llegó al lugar, el enorme cochino yacía inerte, sobre un charco de sangre, en el cuello, unas dentelladas salvajes y precisas le cortaron la yugular. Juan tiró la gorra al suelo, se arrodilló al lado de su producto, el chancho que había criado de pequeño y cifraba en su crecimiento mayores ganancias, estaba muerto. Realizó un juramento y lanzó al viento un llanto de desconsuelo.

La muerte se sacudió, desde el lugar en que estaba de vigilia lo vio y escuchó todo, cruzó el mango milenario de la afilada guadaña sobre sus blancas y flacas piernas y desde la calavera se pudo apreciar claramente una sonrisa. Un pájaro al verla, chilló espantado y se alejó del lugar a la mayor velocidad que sus alas le permitían. El sol arrancó un destello del filo de la hoja.

Juan volvió a su casa, buscó  el tractor con el cachapé y llevó a su vivienda los despojos del cerdo. Su esposa le recomendó –Juan no te metas en lío, carneá y vendé el producto-. Pero Juan estaba irascible, ya tenían una pica con Pedro Olivera por el fútbol, en una ocasión el último oficiaba de árbitro y le anuló un gol y solía mofarse de él en el bar del lugar, donde siempre asistía acompañado del enorme can, que lo esperaba perezoso y en silencio en la puerta del bar, sin molestar a nadie. Pero si alguien tan solo lo tocaba, el perro se ponía furioso y quería atacar al eventual agresor. Por eso Juan no se animaba a plantársele y bebía en silencio su cerveza a pesar de las mofas y risas de todos los presentes. Pero esta vez estaba decidido, e iría a reclamarle lo ocurrido. Romilda le pidió que no lo hiciera, que anoche tuvo un sueño feo que no podía precisar, que tal vez  solo era para enterarse de la muerte del chancho, pero que no se sentía bien y tenía un mal presentimiento.

No obstante Juan estaba decidido, carneó el chancho, lo pesó y guardó en el freezer, al día siguiente lo llevaría al pueblo a venderlo, pero de todos modos haría el reclamo a su vecino.  Se bañó, ostentó una camiseta de Boca para ofender a su vecino que era de River, puso la cabeza y cuello del chancho con las marcas del ataque del perro sobre el cachapé del tractor y a las 3 de la tarde, antes que su vecino fuera al rozado llegó al patio de la casa de Pedro Olivera.

Quien estaba en el corredor escuchando los epílogos del programa chamamesero que le agradaba, invitó a su vecino a pasar, pero este se plantó al lado del tractor y le dijo: -Vine a reclamarte que ese perro de m... que tenés mató un chancho mío.

Pedro Olivera se levantó perezosamente y replicó -¿Cómo sabés que era un perro?, pudo haber sido una víbora, si tenés mucha capuera en tu chacra.

Juan tomó la pesada cabeza del chancho y se acercó. Debió quedar petrificado porque “Guacho”, le gruñó y se le erizaron los pelos, quedando en posición de ataque. El visitante dijo, guardando respetable distancia: -Mirá acá están las dentelladas del perro.

Pedro Olivera, con parsimonia criolla le respondió:

- ¿Cómo sabés que era mi perro, polaco pavo?

-Porque es un perro malacostumbrado a correr los animales de los vecinos, seguro que ni comida le das.

Cada frase intercambiada era un insulto que ponía fuego a la sangre del otro.

El rostro moreno de Pedro, se enrojeció y afloró el insulto:

 – Rajá de acá polaco fedido, antes que te pique a machetazos.

Pero Juan estaba decidido a sostener el reclamo.

-Si no me pagás lo que vale el chancho voy a ir a la policía y al juez-.

Fue la gota que colmó el vaso, Pedro Olivera, de un salto asió la escopeta y haciendo oídos sordos a los gritos desesperados de su mujer –No Pedro, no lo mates-. Disparó, la perdigonada dio de lleno en el rostro de Juan que cayó fulminado, “Guacho” lanzó unos ladridos, la mujer de Pedro arrodillada a sus pies lloraba y el chancho y su dueño miraban al sol de la tarde con ojos fijos y brillantes.

En su casa Romilda, al escuchar el tiro solo atinó a decir –Juan-  y se puso a llorar, abrazando a sus hijos. “Guacho” seguía en posición de ataque, los ojos rojos y la piel erizada. En el borde del cerro La Muerte, dio una carcajada que estremeció a todo ser vivo del lugar y hasta las plantas temblaron de miedo.

—Valió la pena esperar -masculló- coseché una vida-. Largó una cuenta negra en su bolsa y se marchó, los huesos de cuerpo se golpeaban entre sí al caminar, sin embargo no hacían, ruido, y tan pronto como había aparecido, se diluyó en el éter de abril.

El sol ignorante de lo ocurrido siguió alumbrando fuerte en la tarde del otoño temprano. Recién entonces Romilda recordó lo que había soñado:  era con la muerte, que estaba sentada en un cañafístola caído en un rozado lejano. Dicen que Guacho también murió de pena, al esperar a su amo en la escalera del corredor.

Sartori es abogado, docente. Tiene publicado 14 libros, entre testimoniales, de poemas y cuentos. Ha participado en varias antologías. Prepara su nuevo libro, Semblanzas.

Diego Luján Sartori

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