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Galope en el río

domingo 13 de junio de 2021 | 6:00hs.
Galope en el río
Galope en el río

Los rayos de este sol demasiado joven que lamían perezosamente el paisaje, iluminando el disco de agua con su beso mojado. La jangadilla seguía dando vueltas pero siempre en forma lenta, con una lentitud medida, con la persistencia de la fatalidad. Presentaba al este su parte ancha, luego ese costado donde más maltratada había sido y donde colgaban de los isipós algunos restos de cañas rotas y en seguida el otro extremo donde aparecían los desnudos pies del hombre dormido y el otro costado inmediatamente, y luego recomenzaba la vuelta bajo el sol que ahora tenía una cara redonda y colorada, de incorregible borracho.

La jangadilla parecía ir palpando las puertas del agua como para encontrar la salida de la jaula y en su búsqueda recorría todo el vasto círculo hasta volver al punto de partida para empezar otra vez como si fuera la primera vez; y en ese incesante palpar la acompañaban unas cuantas naranjas podridas y una gran cantidad de hojas desparejas, anchas algunas, otras chiquitas y redondas y otras alveoladas y otras puntiagudas o con los bordes dentados, pero todas juntas, estrechamente unidas por los desperdicios y la basura y el agua sucia como si estuvieran unidas desde el comienzo y como si todas pertenecieran a la misma planta; y todas esas cosas arrojadas por el río al remanso para conservar su pureza cristalina, y ese leño medio negro y medio quemado, esas naranjas y esas hojas reunidas como obedeciendo a un solo tallo, giraban lentamente junto a la jangadilla que seguía dando su interminable paseo por el petrificado espejo; y pasaban las horas y la aburrida danza no era alterada mientras el sol cumplía sin prisa su camino por el cielo cada vez más amplio y luminoso que echaba su luz a raudales, como un enorme balde de agua, sobre el hombre dormido y exhausto, que con la ayuda del sueño y del instinto iba alejándose cada vez más seguramente de la derrota total, es decir, de la muerte.



Hacia mediodía esa calma ejemplar fue quebrada de pronto. El hombre abrió repentinamente los ojos y tomó conciencia inmediata de lo que lo rodeaba. Sentía el cuerpo molido, pero ahora podía manejarlo, como si esas ocho o diez horas de sólido sueño hubieran ido encajando cada miembro y cada nervio y cada hueso y cada músculo en su exacto lugar; y todo era maravillosamente real y en lugar de estar ahogado y partido se hallaba con sus muslos y su culo sólidamente asentado sobre las tacuaras, y la jangadilla era la misma que había fabricado apenas la noche anterior y estas cañas tan empapadas que el sol iba secando con pequeños y curiosos chasquidos, eran las que él había cortado con sus propias manos, con esos dedos gruesos y morenos y nudosos como diminutos troncos, gruesos y cortajeados y cubiertos de heridas y de sangre seca; y de pronto lo invadió un torrentoso júbilo al encontrarse vivo aún, y al parecer a salvo, y todo le pareció sorprendentemente familiar y amigo como sus antiguas manos trabajadoras con sus uñas chatas y terrosas, y la catarata de esa pelambre en su pecho desnudo y esos grandes pies sólidos como barcos que erguíanse allá, al extremo de la jangada, con los dedos machucados y mordisqueados por los peces; todo era familiar como ese divertido y un poco mareador juego de las costas que variaban con el continuo rotar de la jangadilla en el remanso y… Pero no. Había algo diferente: el río. Este tan chato y dormido río, este apacible buey de agua que procuraba pasar desapercibido tras su tímido balanceo entre las orillas, no era el que había conocido vertiginoso y brutalmente varias horas antes; ni la rabiosa perra cuyos dientes amarillos lo habían triturado durante minutos que valían por años; ni la delirante tromba que lo arrastraba como una hoja desprendida y sola por los cerrados caminos del agua. No. Ya no creía en esto que ahora se presentaba como una caricia de aceite lustroso ni podría creer nunca más. Aunque continuara viéndolo así, domesticado y bonachón, en la paz de sus amplias canchas, en la premura jubilosa de sus correderas o en la suavidad viscosa con que lame las costas cercanas, ya no podría confiarse jamás sin recelos a su abrazo siempre dispuesto. Ahora había visto su rostro tormentoso y esa boca alucinante en la locura del remolino, recordaba cómo había abierto repentinamente su abismo de piedra para envolverlo en su oscuro abrazo. Recién ahora media la exacta identidad del río. Nunca más podría engañarlo.



Y entonces pensó en salir del remanso y le sorprendió ver que lo conseguía fácilmente y fue orientándose hacia el canal hasta que una violenta vaharada de agua lo tomó por su cuenta, arrastrando velozmente las tacuaras río abajo. Le costaba conservar el equilibrio al principio, pero pronto estuvo de pie mientras la balsa seguía descendiendo con rapidez entre las verdes costas. Y recién entonces se dio cuenta que estaba completamente desnudo, porque la ropa había sido arrastrada por las aguas en la furia del torbellino y los calzoncillos habían sido rasgados como tiras de papel hasta desprenderse en una de las etapas de la lucha contra el enemigo de agua. Bulliciosos espumarajos iban a golpearlo en la cara descubierta, en las rodillas gruesas como raigones, en los testículos de bronce bañados por esa caricia negra que surgía como un monte de las ingles, en la barba caudalosa que parecía haber crecido con más fuerza en las últimas horas y en esos labios endurecidos que ahora se abrían en una amplia sonrisa coma para abarcar la gloria del horizonte. Él no se dio cuenta cómo había sido, pero súbitamente fue creciendo en alguna cueva de su cuerpo, ganó la sala sonora del pecho, alzándose ágilmente con la garganta y de pronto el grito jubiloso estalló ampliamente, haciendo una fuerza terrible para abrir paso por la boca de anchos labios y expandirse entonces hacia afuera, hacia la inmensa claridad del día. Fue un grito humeante, con alas, que parecía arrojado por diez hombres a la vez, como si él lo hubiera ido criando desde gurí, durante meses y años espesos, en su tenaz estatura de hombre callado; como si lo hubiera ido alimentando con sus silencios y sus pausas para que surgiera en el momento oportuno:


-Pi… pi… piú… JUUUUU!!

Atrás quedaba la mueca de Santa Cruz y los restos de Frutos y los martirizados yerbales silvestres; atrás el pavor del remolino y el chasquido de la guacha sobre las espaldas mojadas y el bulto anónimo del hijo que no había llegado a ser suyo; y la caza frenética del hombre y la tos seca de la Amelia. Dejaba a sus espaldas nada menos que una época y marchaba raudamente hacia la otra conducido por esas frágiles tacuaras, viajaba hacia los yerbales de cultivo y el Sindicato, hacia allí donde los hombres son igualmente explotados pero luchan unidos en defensa de su dignidad, y donde él tenía seguramente un puesto reservado porque estaba dispuesto a hacer pata ancha allí como en todas partes. Viajaba como un oscuro ramalazo, como un golpe de viento, por las correderas amigas del Paraná, de pie, en pelotas, iluminado plenamente por el sol violento del mediodía.


-Pi… pi… piú… JUUUUU!!

El grito salvaje conmovía hasta sus raíces a los árboles costeros, rebotaba en las resbaladizas rocas y erraba por el cielo abierto que seguía derramando su luz a raudales sobre el exuberante mensú. Abierto de piernas sobre las delgadas cañas, Ramón seguía su viaje río abajo, abandonando una época y yendo al encuentro de la otra. Pero él no lo sabía. Sólo abarcaba una confusa sensación de su triunfo sobre las emboscadas del hombre y de la naturaleza, y una alegría gigante que únicamente podía expresarse con ese alarido triunfador que lanza el hachero ante el árbol derribado:


-Pi… pi… piú… JUUUUU!!

El canal viboreaba sorpresivamente acercándose a peces a la costa. Desde allí, tres chinas lavanderas levantaron la cabeza y soltaron la risa ante el espectáculo desacostumbrado. Sólo veían a un mensú desnudo y ridículo, gritando como un loco entre la mansa quietud del mediodía. Pero él no se dio cuenta y cuando quisieron mirar de nuevo ya había desaparecido en otra vuelta del río, Paraná abajo, dejando como una estela su grito de victoria.

Fragmento del libro El Río Oscuro. Varela (1914/1984) investigó como periodista para el diario Crítica los explotados trabajadores de los yerbales del noreste argentino y del Paraguay.

 

Alfredo Varela

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