Lagartija

Amapola súbita Salamandra garra amarilla.
domingo 23 de mayo de 2021 | 6:00hs.
Lagartija
Lagartija

Fue el mismo día en que entró la lagartija en la casa. Lo recordaríamos después, claro. Porque también había coincidido aquel momento con la llamada empalagosa de Merina, peor que lagartija. “Esta al menos es simpática. Nada más que no quiero bichos en casa”, nos dijo Sorio que le había dicho ella al verlo. La llamada había sido al mediodía: casi media hora hablando boludeces, Merina convenciéndola de que fuera a su casa esa noche y ella apretando con el zapato la cabeza de la lagartija para que no se escapara. Y no se escapó, no. Pero costó bastante atraparla. “Nosotros la ayudamos ya que llegamos en el momento justo en que el reptilcito huía, por suerte demostrándose en la lisura del piso de cerámica”, nos contaba Sorio. “En la juntura de la puerta con la pared pudimos apretarle el cuerpito huidizo y partirlo por la mitad. Recuerdo cómo la cola seguía moviéndose, separada, de este lado de la puerta”. Y Sorio evocaba la mirada casi desolada de ella mientras le decía que se fijara bien, que tenía un color extraño, que parecía pintada o embadurnada con tierra. Y Sorio la vio verde como lo son todas las lagartijas. “Son tus lentes rojos, Salita, nada de sangre caliente con estos saurios...”

En el fondo, algo cómico. Nos reímos fuerte y después nos tomamos un jugo de naranjas con hielo, porque hacía un calor infernal.

Impredecible para la época. “Calor y toco”, decía Sorio, con su manera siempre particular de inventarse y de inventarnos.

El toco fue a la noche. El apagón empezó a las cuatro y a las seis chorreaban las heladeras, las conservadoras, los frigoríficos, las fábricas de helados y las personas. Un malestar cundía por el pueblo, una histeria de trópico desencajado y a destiempo. “Un tiempo de ventosas mortíferas”, otra de Sorio. Y hasta alguien atribuía los cortes de corriente eléctrica a la influencia maléfica del cometa Halley, que volvía a pasar por el cielo de este hemisferio después de un siglo de ausencia.

A la noche, nos derretíamos enteros. Nunca se sabe, decía ella, mientras subíamos las escaleras hasta el piso catorce, minga de as censores, el apagón iba para largo, y allá arriba el festejo prometía, tan bien previsto y provisto. Todo para nada, se lamentaba Merina siempre cargosa cuando llegamos por fin con la lengua afuera, porque al final una prepara tanta cosa para comer y ni una mísera cubetita de hielo, ni fiambre en estado puro resisten con esta canícula de la gran siete.

Ya sé, me estás reclamando lo de la lagartija. Y bueno, ya vas a sacar tus conclusiones, tené paciencia. Un bicho de esos es lindito en las ruinas, verlo correr graciosamente entre las piedras después de haber estado como espiándote un cacho. Pero es bicho de ruinas, “Vive entre los escombros” dice el diccionario. Por algo anda trepándose por los muros derruidos y las higueras bravas. Te repito que eso lo pensamos después. Cuando descubrimos el llavero. ¿Qué? ¿Vos no sabías lo famoso que era su llavero traído de Alejandría? Anda a saber qué caimán sagrado representaba, pero siempre la cargábamos por su yacaré (así le decíamos) porque al final, viste, la forma es casi la misma, bah, estos saurios, batracios o como se llamen. Para llavero era llamativo. Largo, de un metal pesado, rojizo. Los ojos eran agujeritos y la cola muy aguda. No sé cómo nunca se lo viste. Puesto en el auto, casi tocaba el piso. Bueno, exagero...

Te sigo contando. Durante la fiesta ella se portó bien. Al menos mientras duró el apagón. Porque cuando a las dos de la matina se hizo la luz la algarabía fue general. Al menos podrían bailar y sacudirse. Merina se moría por el baile y tenía discos de locura. Por algo le aguantaban los berrinches. El aire acondicionado empezó a funcionar y todo anduvo de perlas. Ella, dicen, se lamentaba por un amor perdido, como siempre, era su costumbre, vos sabés, rasgueando unos tangos desentonados. Pero no lloró como otras veces. “Lágrimas de cocodrilo”, solía repetir en esos trances, “cocodrilo, caimán, yacaré, lagarto, salamandra”. Lagartija, en fin. Bicho mítico del fuego venido a menos en todo caso. ¿Podría pasar el fuego sin quemarse? No era una obsesión, no. “Yo te juro que ni entonces me acordé de la lagartija” me dijo después Sorio, “había sido algo para reirse y punto”. Qué ibas a relacionar con que ella se llamaba Salamandra, nunca le había dado la menor importancia al nombre. Por otra parte, para nosotros era Salita, y ni pensar en lagartijas. Aun cuando ella colgaba de su living aquel inmenso tapiz persa en el que un llameante reptil salía al rojo vivo de entre cenizas ardientes. ¿Y su manía de vestirse siempre de rojo? Bueno, son cosas que después uno las va atando como cabos sueltos.

El incendio se declaró en el subsuelo. Ella bajó vaya a saber por qué. Tal vez para buscar su famoso llavero. Eso al menos contó Felicito, el mayor de Merina, que justo estaba en el pasillo con su guaina y al parecer la vio tomar el ascensor y bajar como loca tras el llavero escurrido por el hueco ese que queda entre el ascensor y la pared. Cosas que después se comentan. Del piso catorce al subsuelo, viajecito la salamandra esa ¿no? Y todo, porque volvió la corriente, que si no, no hubiera pasado lo que pasó. Vos dirás que hay un destino, las Parcas que tejen los hilos fatales y eso. Debe de ser así nomás.

Que por qué bajó sola es lo que nadie pudo imaginarse, porque todo ocurrió en un cuarto de hora en que los demás se habían puesto a jugar al piolín y ella aburrida se levantó y, anda a saber, tal vez quería ir a la terraza a tomar un poco de aire. Tal vez ahí se le cayó el llavero, ya que nadie va a pensar que lo tiró a propósito. O el maldito bajó con ella directamente y, por algún oscuro designio quedó colgado. Justo donde lo encontraron, en el recinto que echaba humo. Debió de ser un cable de muy alta tensión. Carbonizada, pobre Salita. Y la conmoción en el edificio —todos creyeron un nuevo apagón de la usina, por eso no le dieron mayor importancia al principio, hasta que olieron a quemado y entonces fue demasiado tarde.

De lo que jamás podré olvidarme es del llavero. La larga figura de la salamandra metálica clavada en el hueco fatídico. Como un dedo eléctrico. Parecía más colorada, serían efectos de los kilowatios.

Algo que Sorio dice haber visto y no puede comprobarlo (ni loco hubiera permanecido en ese lugar por más tiempo) es que la lagartija -o bicho como sea, estaba partida por la mitad. Y de que la cola, chiquita, caída sobre el piso del ascensor, todavía se movía cuando él llegó. Se movía, dijo, pero yo no puedo creer tamaño embuste. “Igual a la que matamos esta mañana”, lloraba Sorio. “Igualita” Entonces fue cuando me enteré de que ese mismo día había entrado una lagartija en la casa. Hace un año, mirá vos. Verano y apagones. Un año justo.

Del libro 10 cuentistas de la mesopotamia. Olga Zamboni fue declarada miembro de la Academia Argentina de Letras en 2002.

Octavio Paz

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