La puerta sin llave

domingo 19 de julio de 2020 | 4:30hs.
La puerta sin llave
La puerta sin llave

Es lo único que faltaba! ¡Me tienen repodrido! Nadie mueve un dedo para hacer algo, pero basta que yo ponga en algún lugar un vaso para que inmediatamente alguno me diga: ¡No! ¿Por qué ponés ese vaso ahí? Y sobre todo, vos. ¿O no te acordás que no estuviste cuando lo enterramos al viejo?                                                                                       

-No pude. Si vos sabés como ando mal de plata.                              

–Mirá, hermano, en un caso así, cuando uno quiere, siempre puede. Tienen todos ustedes que entender, que a mí no me quedó más remedio que alquilar la casa para sacarme de encima todos los problemas que trae tener una vivienda desocupada. ¡Si hasta se me quisieron meter unos linyeras! Habían acampado en la galería. ¡Con la policía tuve que sacarlos! ¿Y con los gastos? ¡Nadie me pasó un peso de lo que me cobró la funeraria! ¡Y somos siete hermanos!

Al teléfono celular le hablaba de frente, aullando de rabia, conteniendo apenas el impulso de estrellarlo contra la pared.                                                                      

José, con las venas del cuello hinchadas como gruesas cuerdas a punto de cortarse, terminó bruscamente la charla diciendo a su hermano:

 -¡No me jodas más!- Y cortó la comunicación.

-¿Qué pasa, José? Tus gritos se escuchan desde  la calle –dijo su mujer acercándose por el pasillo en el que estaba su iracundo marido.

¿Qué me pasa? Lo de siempre. Nadie hace nada, pero para criticar nunca se les acaba la pila.

-Bueno, ya pasó. Relajate y no le des más bola. Ya preparé el mate. Te espero en la galería. No tardes mucho.                                                                                     -Está bien, termino de acomodar estas cajas y voy. 

Una delgada y resignada figura fue desandando el pasillo hacia el vano de la puerta, tomando de la última claridad de la tarde una presencia esfumada de hada buena.                                 Viéndola así, José  tuvo la certeza de que mejor mujer no podría haber conseguido en la vida.

Durante la mateada, ya aplacados los ánimos beligerantes, ella se animó a preguntar:                                                               

 -Esas mujeres, son algo más que amigas, ¿no?

- ¿Y cuál es la importancia  que tiene eso?  Son honestas, me van a dejar la casa mejor que como está ahora. ¡Qué me importa lo que hagan con su vida!

-Yo te preguntaba, nomás, para saber si vos conocías cómo están las cosas.

-¿Por qué? ¿Has visto algo?

-José, en lo que atañe a las mujeres estoy convencida de que nunca aprenderás que nosotras, no tenemos necesidad de ver para conocer. Con nuestra intuición nos alcanza.

-¡Ah sí! ¡Muy bien! Preguntale a tu intuición entonces, qué número sale esta noche en la quiniela.

Las sonrisas cómplices de los dos acompañaron la llegada de la noche y el final de la mateada en ese domingo agitado por las rencillas familiares.

Inés y Sofía estaban alborozadas.

-¿Te podés imaginar? –decía Inés- Hasta que terminen las clases podremos viajar todos los fines de semana. Y, ni bien podamos, nos instalamos allá por todo el verano. Hemos visto que un palacio, no es, pero comodidad para nosotras dos no le falta. Y si hacemos los arreglos que ya hablamos va a quedar bien linda. ¡Estoy tan ilusionada!

-Yo también, pero pongamos los pies sobre la tierra. Allá, vamos a encontrar tantos prejuicios como acá.

Un manto de tenebrosa realidad empañó ese momento de felicidad.

A pesar de que eran pareja de hace tiempo y que para no incomodar, guardaban las formas sociales de una buena amistad, tanto en el barrio en que vivían en Iguazú, como en los distintos colegios secundarios en los que impartían clases como profesoras, los rumores y las miradas de los demás, firmemente asentadas en una cultura machista y patriarcal, parecían estar siempre al acecho de alguna indiscreción.

La oportunidad de alquilarle la cabaña a José, antiguo vecino y condiscípulo de la escuela secundaria, en un encuentro fortuito de esos que marca implacablemente el destino, surgió como la posibilidad cierta de despegarse de un entorno que, a veces, las ahogaba.

La pequeña cabaña, en medio de una parcela que otrora albergó una plantación de yerba mate, ahora abandonada de mejoras y cuidado, a mitad de camino entre el centro de San Ignacio y la ribera del Paraná, con el Peñón del Teyú Cuaré tan cerca de la casa como un fuerte y perenne  vigilante  de la naturaleza y de las precarias criaturas humanas, las hizo entrar con un atropello de ilusiones, en la áspera  búsqueda de un espacio de libertad que pocas veces lograban.

De algarabía en algarabía se sucedieron los fines de semana hasta que en los primeros días de diciembre de aquel tórrido verano en misiones, al llegar de Iguazú y después de descargar las cosas del coche, se encontraron con que la puerta que daba al patio de atrás de la cabaña estaba sin poner la cerradura.

-¡Inés, te olvidaste de poner llave cuando nos fuimos!

-¿Cómo? –Preguntó  dubitativamente su compañera -¿Yo fui la que cerré antes de irnos?

-¡Claro! Si  siempre sos vos la encargada de cerrar y guardar las llaves.

-¿No fuiste vos acaso que sacó el trapo de piso, a última hora, porque estaba húmedo?

-Eso fue antes. Pero bueno, ya está. Hemos tenido mucha suerte. Porque por lo visto, no falta nada. No nos atormentemos entonces por un olvido que a cualquiera le puede pasar –consoló Sofía.

-El lunes, antes de irnos yo cierro todo y vos, desde afuera de la casa, controlás que todo esté bien. ¿Qué te parece? –dijo Inés, acompañando el tono bienhechor de las palabras de su compañera.

Así quedaron las cosas. Como un olvido grave que no pasó a mayores gracias a que las acompañó la suerte, hasta que llegó el tan esperado día de instalarse en la casa por todo el verano.

De ahí en más, se fueron sucediendo jornadas maravillosas y plenas de dicha en que el mágico encanto  de la selva misionera que rodea al peñón del Teyú Cuaré, adquiría entornos de ensueño en sus paseos, y que sumando a ello la calidez de los habitantes de la comarca, convertía a ese lugar en un soñado paraíso terrenal.

La entrañable amistad surgida con sus vecinos más cercanos, Aída y Carlos, escritora ella, fotógrafo él que en el otoño de sus vidas a pesar que sostenían ideas para nada cercanas a las que marcaban la existencia de Inés y Sofía pero cuya discreción, amabilidad y don de gente las reafirmaban en el concepto compartido por ambas de que, en realidad, las personas bien pueden dividirse, no por el color de su piel ni por sus ideas políticas, sino entre la buena gente y la mala gente. Entre aquella que vive su vida y deja vivir al resto, teniendo siempre a mano la bondad del precepto bíblico  que  dice: ¨Quién esté libre de pecado, que tire la primera piedra”.

Sucedió entonces que una mañana  al descubrir el supuesto olvido de cerrar una ventana, este hecho,  envolvió a la pareja en nuevos reproches y reparto de dudas sobre  responsabilidades varias que terminaron en un precario armisticio que incluía vigilar ambas por la seguridad de la casa y que terminó al cabo de pocos días en bromas sobre el avanzado progreso del alzhéimer en sus locas cabecitas.

Algunos inexplicables sucesos de la vida cotidiana son eso: misterios  que se tornan difíciles  develar,  a los cuales es mejor aceptarlos como tales o, si resultara imposible, apartarlos de nuestro diario vivir a la mejor manera de un agnosticismo aplicable a quehaceres mundanos.

Claro está, no todos tienen la misma intensidad.  Y la intensidad y preocupación de las chicas fue en aumento a medida que puertas y ventanas aparecían a la mañana sin cerrojo. 

A finales de enero se propusieron pasar  las noches despiertas, ayudándose una a otra en la vigilia pues cuando se propusieron esa tarea por separado y a la mañana siguiente encontraron una puerta sin llave, surgió la duda en cuanto a que en sólo un breve pestañeo de la vigilante, hubiese bastado para que alguien lo aprovechara para descorrer los cerrojos.

Con la férrea vigilancia, las mujeres se sintieron más seguras pues por varios días no pasó nada raro hasta que a la séptima noche de vigilia, casi llegando la madrugada, las aterrorizó un agudo grito venido desde el monte. Dándose fuerza una a la otra, se asomaron a una de las ventanas del frente de la casa, tratando de avizorar en la negra noche la fuente de su preocupación. Largo rato estuvieron inmóviles viendo sólo la oscuridad que reinaba en la selva hasta que un viento helado les llegó por la espalda haciéndolas girar y volver sus miradas espantadas hacia la puerta del fondo abierta de par en par y que en un vaivén sin fin daba por tierra con sus esfuerzos.

Al rato, con las primeras luces del alba y recobrada a medias la calma, Inés, sacando  del fondo de sus flaquezas un poco de coraje dijo: -Quien quiera que sea, no nos va a ganar. Este paraíso nos pertenece- Mientras Sofía no salía de un cerrado mutismo que amenazaba envolverlas a las dos.

Del paraíso al infierno suele mediar sólo unos pequeños pasos. Pequeños pasos que fueron dados por las dos mujeres después de esa horripilante noche, como envueltas en una tragedia de la cual no podían emanciparse.

Como una relativa calma se acentuó en los días siguientes, planearon una nueva forma de control, anotando en un cuaderno abierto de par en par sobre la mesa del comedor, rigurosamente cada media hora la revisación de puertas y ventanas.

El travieso destino quiso que ni bien comenzada la noche, unos golpes en la puerta de entrada pusieron en alerta a las dos mujeres que sólo quitaron de sus rostros la angustia, al reconocer la voz de Carlos anoticiándolas de que Aída se sentía descompuesta y quería pedirles que llegasen hasta su casa para verla.

Prontamente acudieron al llamado munidas de un botiquín de remedios que siempre llevaban consigo.

Al volver al cabo de un par de horas y traspasar la puerta de entrada, notaron una atmósfera pesada y maloliente en la cual se sintieron ahogadas. Era como si una manada de animales salvajes hubiese contaminado el ambiente hasta volverlo irrespirable.

Como conectados y dirigidos por un poderoso imán, cuatro ojos desmesuradamente abiertos, miraron al mismo tiempo que sobre la mesa no estaba el cuaderno que, ahí, habían dejado. Se abrazaron temblando, encontrando cada una en la calidez de la otra, una fuerza para moverse y encerrarse en el dormitorio, poniendo en puertas y ventanas  cuanta traba y ligadura que encontraron disponible.

El alba las encontró todavía abrazadas infundiéndose valor. Con el tardío desayuno llegaron las palabras que habían huido, pareciera ellas también, presas del terror.

-Pensemos en la parte positiva –empezó diciendo Inés- Sea lo que sea la cosa que nos visita, si tuviera la intención de hacernos daño físico, le han sobrado las oportunidades para realizarlo. Porque si bien a cualquiera de las dos nos cuesta dormirnos, después tienen que venir con estruendo de cañones para poder despertarnos.

-Tal vez somos raras, por eso quizá sólo le gusta mirarnos y asustarnos.

-¡Sofía, eso, ni lo pienses! Somos como todo el mundo, mezcla de santos y pecadores. Y nada tienen que ver nuestros gustos particulares con este misterio que nos tiene desveladas.

-Entonces ha sido Carlos. En el momento que llegó, vos te fuiste a la pieza a buscar una campera y yo entré al baño a traer el botiquín. Habrá visto el cuaderno y se lo llevó. Es probable que tenga las llaves de la casa y nos lo ha ocultado.

-No, Sofía, no. El bueno de Carlos es incapaz de robar ni andar haciendo maldades. Aparte, ¿qué fue ese olor horrible que nos aterrorizó al entrar?

-Lo ignoro Inés. Yo sólo sé que quiero irme a Iguazú. A nuestra casa. Necesito un poco de paz.

-¿Y vamos a dejar que nos corran así como así? ¿Cómo sabemos que no nos seguirá hasta Iguazú? –dijo una aguerrida Inés.

-No me hagas tener más miedo. Déjame pensar que eso que nos está atormentando, sea lo que sea, sólo quiere corrernos de esta casa. Bien has dicho que oportunidades de hasta matarnos le han sobrado. Quizás no es que no nos quiera a nosotras, tal vez no quiere a nadie habitando en esta casa. Y se me ocurre pensar que menos aún  de ver felicidad en una pareja. Siempre pensé que las malas vibras permanecen largo tiempo en el aire. Acordate de todo lo que nos contó tu amigo Ángel de sus hermanos. ¡Y no te rías de mí! Yo desde chica que creo en esas cosas y a partir de ahora, más que nunca. Siempre me has dicho: ¨Hay que elegir qué batallas dar¨ Esta, Inés, la hemos perdido.

-Aguantemos Sofía, aguantemos un poco más. El amor vence al odio, eso también te repito siempre. Yo no voy a darme por vencida hasta que caiga la última trinchera. Que a nadie se le ocurra corrernos con ¨guacha e¨ trapo¨ como decía mi viejo.

-¿Y cuál es tu última trinchera? ¿Que una mañana amanezca muerta alguna de las dos?

-No, Sofía, mil veces no. Eso no va a pasar. Sólo nos quieren meter miedo.

-Bueno, conmigo ya lo han conseguido. En estas últimas noches he juntado miedo para todo lo que me quede de vida. Es tanto, que cien años voy a tener que vivir para gastarlo.

En ambas se insinuó una sonrisa ante una de las clásicas humoradas de Sofía que a sus desventuras siempre buscaba encontrarle el lado cómico de la vida.

Se creó entonces un ánimo distinto que le permitió a Inés decir enfáticamente:

-Quisiera pedirte algunas cosas. La primera, es que pongas tus manos en las mías. La segunda, es que me mires a los ojos. La última es: dame una semana más en esta casa, las dos juntas, como siempre. Como si nada  nos hubiese sobresaltado. Vamos a cubrir esta cabaña, del piso al techo, de amor del bueno.

Después, sólo después, si vos seguís pensando igual que ahora, nos vamos a Iguazú. Pero juntas. Porque si bien algo o alguien me puede llegar a correr de algún lugar, nunca lo hará de tu lado.

El otoño era aún un pariente muy lejano en la selva misionera, de esos que parecen que nunca nos visitarán. Sin embargo, esa mañana de los primeros días de marzo, una suave brisa acariciaba las copas de los árboles que rodeaban la cabaña infundiéndole al entorno una agradable frescura.

El coche ya estaba cargado con todos los bártulos y las llaves de la cabaña, según habían acordado con José, escondidas bajo el ladrillo flojo de la entrada.

Aunque la noche anterior habían tenido su cena de despedida con los viejos y nuevos amigos cosechados a lo largo del verano, una cálida emoción las recorrió a las dos al ver a  Carlos  y Aída que tomados de la mano, caminaban hacia ellas atravesando el corto sendero que unía ambas casas. 

Al término de los besos y abrazos, estos sí, los últimos, antes de subir al coche, ambas mujeres miraron al unísono la morada en que con tantos tropiezos se habían alojado. Sus ojos asombrados vieron con nitidez un extraño resplandor que surgía desde adentro que nunca antes habían notado.

Se miraron entre sí y en los ojos de ellas, en cambio, vieron el amor de siempre.