Hideaki

domingo 23 de agosto de 2020 | 0:30hs.
Hideaki
Hideaki

Olga Zamboni

Llegaba impecable a la escuela, era uno de los pocos que tenía guardapolvo, blanquísimo, a la plancha, gracias al esmero maternal de María: entre risas y trabajos duros de la chacra, ella no hubiera dejado jamás que su hijo causara una mala impresión a las maestras. Temprano, era de los primeros; se lo veía venir cruzando el rozado en medio del cual se alzaba su casa, de madera, como todas allí, cerca del aserradero. Llegaba y permanecía quietito, silencioso, entre sus compañeros que con gritos y juegos atronaban el piso de tablas de la galería, en la que desembocaban las dos únicas salas que hacían de escuela.

María tendría tal vez unos veintiocho años. Del tipo físico criollo, vivaz y atenta, trabajadora como pocos; tal vez esta última circunstancia había sido la causa de que, cosa extrañísima en toda la Colonia, se hubiera casado con un japonés, una unión en verdad no frecuente. Masao era japonés nativo, que a duras penas había aprendido algo de castellano y algunas palabras en guaraní. Y a tomar mate, eso sí, con verdadera fruición. Hideaki era el hijo mayor, lo seguían la hermanita de tres años y un bebote que empezaba a gatear. María fue de las primeras que se acercó a las nuevas maestras portando, en prueba de cordialidad amistosa, una fuente con blanquísima y tierna mandioca recién hervida y una bolsa de naranjas.

- Me llamo María- dijo entre una carcajada y otra.

Porque María reía siempre, ruidosamente, o si no con los ojos, que no paraban quietos. Alta y delgada, puro nervio, era frecuente verla empuñando la azada y trabajando en el rozado a la par del marido. Plantaban yerba. Era la época en que las autoridades dieron piedra libre a la expansión del producto que durante años estuvo constreñido a cupos en su producción y cosecha, vaya a saber por qué cuestión de convenios internacionales. En ese momento, los colonos aprovechaban los buenos aires y la buena tierra. Todo sitio libre, recién desmontado, era propicio para depositar las preciosas mudas que se vendían por miles en los viveros. Hasta de noche se los veía con plantines en una mano y la petromax en la otra, algo que dejaba azoradas a las maestras que jamás habían visto cosa igual.

El hijo le había salido a María japonesito puro, su nombre ya lo decía y su aspecto lo confirmaba. En realidad, en los tres había ganado la sangre oriental presente en los ojos oblicuos, detalle que especialmente en la nena llamaba la atención, la hacía aparecer exótica, pues su pelo, en contraste, había heredado un rubio oscuro de vaya a saber qué ancestro.

Hideaki cumplió edad escolar el año en que se abrió la escuela; su padre había estado entre los que la solicitaron a las autoridades y no se limitaron a ello: con un grupo de vecinos (la vecindad se extendía a ocho o diez kilómetros a la redonda) la habían levantado, improvisado bancos de troncos, pupitres, pizarrones y hasta labrado, con golpes de pala en la tierra, lo que sería después la huerta de la escuelita. Ese año, para orgullo de todos, cosechaban hojas de acelga gigantescas. Con algunos huevos que traían los chicos ya estaba listo el almuerzo de todos los mediodías: antes de la salida, una buena tortilla. Las dos maestras se turnaban en la organización de la comida que se cocía en el patio bajo un techito.

Habían repartido a los alumnos en dos grupos: los más chiquitos fueron con Dora, que tenía aptitudes para enseñar a leer y escribir; Mercedes se quedó con los mayores, pero debió unir en un solo grupo grados diversos: tercero, quinto y sexto, algo que jamás había figurado en sus clases de Práctica de la enseñanza en el coqueto colegio de la capital en donde ambas habían estudiado. Ahora, una realidad-real diferente se les imponía. La necesidad de hacerle frente en el ejercicio de la vocación elegida les estaba dando, con la experiencia, técnicas más útiles para el caso que aquellas vislumbradas en las todavía cercanas lecciones escolares de Pedagogía y Didáctica.

Hideaki se distinguía de sus compañeros por hablar correctamente el castellano, aprendido de su madre, a diferencia de los otros, que en su mayoría apenas lo balbuceaban y sólo se expresaban fluidamente en japonés o guaraní, lenguas absolutamente extrañas a las maestras que se vieron en figurillas al principio para intentar clases de lengua y expresión. Después se las ingeniaron.

Pronto Hideaki llenó cuadernos con una letra parejita y prolija. Al segundo año de ir a la escuela leía correctamente; aunque tímido –herencia del padre, pero a diferencia de éste, muy serio- cuando se trataba de hacer o decir cosas para la escuela se las arreglaba bien, aun en situación de declamar alguna poesía memorizada para un día patrio o bailar alguna danza folklórica, de coreografía improvisada por las maestras, que tampoco eran expertas en esas lides pero ansiaban cumplir con el programa con nociones prácticas del folklore nacional. El japonesito, por lo demás, era escolta de la bandera en los actos patrios y, frecuentemente, el que la izaba. Serio y bien peinado, su figurita hierática sujetando las correas caseras que transportaban la enseña nacional a lo alto de una tacuara, siempre tenía el poder de emocionar a Dora. Era uno de los primeros alumnos, sino el primero, en su recién iniciada carrera que la hacía sentirse casi una heroína émula de Sarmiento.

Mercedes no experimentaba esas ternezas. Varios de sus alumnos eran más altos que ella y a veces le costaba hallar a alguno digno de ser abanderado. Todavía guardaba rastros de la severidad con que la habían educado, que intentaba repetir con sus alumnos. Justamente a ella se le había ocurrido imponer en toda la escuela el uso de algo tan peregrino como el “justificativo”. Les había hecho copiar el formulario básico: sus nombres y las causas de la inasistencia a clase debían ser colocadas por los padres o por los mismos alumnos en el lugar de la línea de puntos, antes de la firma. Así, figuraba en todos los cuadernos el siguiente modelo:



JUSTIFICATIVO

Señorita maestra

Comunico a Ud. que el alumno...........................

ha faltado a clase el día.............

del mes de........................

por causa de: .............................................

Saludo a Ud. muy atentamente.


......................................................
firma del padre



A la hora de completarlos, el tono formal dado a la redacción del documento se veía contrastado en la línea donde debían exponer los motivos de cada falta a clase. Allí, expresiones en media lengua escritas por los padres o por los propios alumnos hacían sonreír a las maestras. Escribían, por ejemplo, en el espacio destinados a “por causa de” cosas como estas:

llovía (o “lluvía”) mucho; tiempo feo; cosecha-té; cayó gripe; junta tung; rompió pie;

ayuda papá; fue pueblo, etc, etc

Hideaki era el único que nunca se olvidaba de presentar el justificativo las pocas veces en que por una u otra causa no concurría a clase.

Un día Hideaki faltó y al siguiente también. Esa semana les tocaba a los mayores izar la bandera de modo que no se notó mucho su ausencia; no obstante, Dora pensó en llegarse hasta la casa a charlar con María y ver qué pasaba. No fue necesario. Al tercer día Hideaki apareció como siempre, calladito, bien peinado pero sin guardapolvo (en realidad muchos de los otros chicos jamás vestían delantales). Cuando sonó la campana de la entrada a clase, se acercó a la maestra con su justificativo. Ella sonrió pensando en que tendría alguna de las pintorescas leyendas a que estaba acostumbrada pero que siempre la divertían. Desdobló el papel y leyó:


Señorita Maestra:

Comunico a Ud. que el alumno Hideaki ha faltado a clase los días 5 y 6 de octubre a causa de: murió mamá-picó víbora.

Saludo a Ud. atentamente.

De “Relatos Sencillos”. La autora ha sido Miembro de la Academia Argentina de Letras.