Lágrimas de cartón

domingo 18 de febrero de 2024 | 3:00hs.
Lágrimas de cartón
Lágrimas de cartón

Promediando la media mañana del domingo, Mario se despertó confundido. Los parlantes de los vecinos golpeaban cruelmente su cabeza mixturados en compás tropical y reggaetonero. Se sentó unos minutos en la precaria cama. Parecía que su espalda aún soportaba los incómodos esqueletos de madera. El viejo colchón que había encontrado hace una semana en cercanías de la Terminal de Retiro no le garantizaba un descanso reparador. Gestando una migraña intratable, observó con atención su diminuto habitáculo. El carro que le regaló su hermano estaba ahí, vacío, inmóvil, en reposo, a la espera de ser arrastrado con cartones y residuos de utilidad. Para silenciar por un rato su concierto estomacal buscó en una bolsa arpillera retazos de pan. Sin embargo, sólo encontró migajas y un grillo deshidratado. Suspirando, estiró su brazo derecho sobre la ventana para correr la bolsa negra que oficiaba de cortina. Un valioso periscopio hacia los interminables pasillos. Con atisbar unos segundos le bastaba. Y allí la vio, la escuchó y olisqueó: la Villa 31 latía vigorosamente en su aglomerado panal.

Camilo rodó dos veces en el “súper king size” hasta alcanzar su celular. La alarma del dispositivo se activó a la hora programada. Aún somnoliento, encendió el televisor y bajó la temperatura del split. El calor intensificaba su furia en el barrio porteño de Belgrano. Procuró entusiasmado el canal deportivo. No quería perderse la previa de la final del mundo. Su mamá golpeó la puerta de la habitación. Tenía preparado el desayuno para sus hijos en la planta baja. Lo trasladaría al patio en cercanías de la pileta si así lo prefiriesen. Camilo decidió no ingerir alimentos. En una hora llegarían sus primos y juntos mirarían el partido entre picadas, aperitivos, vinos finos y buena carne asada. Fue hasta su vestidor y eligió la camiseta argentina que había usado en el mundial de Brasil 2014. Esa casaca tenía historia y presenció la semifinal contra Holanda donde el seleccionado nacional consiguió una heroica victoria desde los doce pasos en el Arena Corinthians de San Pablo.

Mario sacó el carro cartonero de su cuchitril: un cuadrado de hierros oxidados, tablas y cuero, cuyo desplazamiento era gobernado por dos cubiertas de automóvil unidas a un eje. Portaba un aspecto irreprochable para la función de carga. Una herramienta fundamental para su labor callejera. Mientras controlaba el aire de los neumáticos con reiterados puntapiés, sus vecinos se aglutinaban en el bar “los verdugos” portando banderas y camisetas celestes y blancas. Argentina jugaría la final del mundo en un rato. Era conciente que, independientemente del resultado, los simpatizantes “coparían” las calles. Una oportunidad tentadora para hacerse de unos kilos extras de material corrugado en cercanías del obelisco. Cuatro kilómetros y medio lo separaban de ese destino. Su traslado significaría resignar la visualización de casi todo el encuentro deportivo. La necesidad de generar ingresos para alimentarse lo oprimía. Sin opciones se colocó la faja de seguridad lumbar, cargó un botellón de cinco litros de agua en el carro y comenzó a tirarlo con dirección al centro de la ciudad.

Camilo se preparó un trago liviano. En la barra abundaban las bebidas blancas. Sus primos prefirieron cerveza mexicana. El quincho acondicionado era el lugar perfecto para la reunión familiar. Los más pequeños disfrutaban de la pileta y sus tíos no paraban de reír y beber en la parrilla. Su papá alzó el volumen de la TV. Cien pulgadas de alta definición acaparaban las miradas. La final ya se jugaba en Doha y los nervios rondaban como mariposas en primavera. Los comensales disfrutaban su banquete: carne de novillo a las brazas, chorizo parrillero con chimichurri, matambre de cerdo a la pizza, gran variedad de ensaladas mixtas y una abundante mesa de dulces para la sobremesa.

Mario caminó sin descanso. Las calles y avenidas pintaban un paisaje desolador. El partido se había llevado todas las almas. El sol le pesaba en la mochila. Escuchaba sus propios pasos sobre el asfalto caliente y el sonido chirriante del eje reseco. En una pendiente, tropezó con la rejilla de una boca de tormenta y golpeó su cabeza con los hierros del carro. Planeó sin escalas sobre el cordón cuneta y quedó tendido boca arriba con un fuerte dolor en la nuca. Exhausto, intentó levantarse. El mareo le negó reiteradas veces la petición. Permaneció en el suelo por una docena de minutos con sus ojos achinados mirando el celeste del cielo. Imploraba a Dios por su salud.  Cuando recuperó el aliento giró su cuerpo para ubicarse en posición fetal. No había nadie para auxiliarlo. Sólo un gato vagabundo pasó indiferente por la vereda meciendo su cola en sinuoso viboreo. Finalmente se puso de pie.  Aturdido, llevó la mano derecha a su cuero cabelludo. Un chichón asomaba en franco crecimiento. Nada que no pudiese soportar en su andanza. Con cuidado se sentó en la vitrina del primer negocio que encontró: una casa de indumentarias deportivas. En su descanso contemplo un maniquí negro que exhibía acabadamente una camiseta de la selección Argentina. Parecía hecha a su medida. Desde adolescente anheló lucirla con orgullo. Sin embargo, el precio de la indumentaria repelía sus fervientes intenciones, un costo vedado para su economía doméstica. Una verdadera utopía para magras billeteras.

El calor lo agobiaba. Se quitó la remera y con el torso desnudo encontró en esa sombra un poco de alivio. Minutos más tarde estaba listo para emprender nuevamente la peregrinación. Antes de partir, el silencio fúnebre de las calles porteñas se transformó en una horda de gritos alocados que festejaban con éxtasis el triunfo del seleccionado nacional.

Los penales le quitaron el aliento. Camilo pertenecía a la generación argentina que jamás había celebrado la consecución de una copa del mundo. Todavía recordaba con desazón aquella final perdida contra el seleccionado alemán en el Maracaná. De espaldas al smart imploraba incesantemente al Altísimo que “el Dibu’ se inspirase y que los jugadores no marrasen la ejecución. Las promesas afloraron como estrellas en la noche. Se tatuaría en la pierna una cruz y la copa del mundo si Argentina conquistase el campeonato. Al verlo sumido en aflicción, su madre le acercó una porción de “lemon pie”. Él simplemente meció la cabeza sin pronunciar palabras. La histeria lo abrazó en plenitud. En el pico máximo de angustia, el disparo cruzado de Gonzalo Montiel desató las amarras de las bestias.

El tifón festivo sumó la sonrisa de Mario que, entre miles de aficionados, empujaba su carro en procura de cartones. La música, los gritos, los llantos y el comportamiento cuasi primitivo de los simpatizantes anestesiaron los dolores del recolector que, a pasos tardos, avanzaba entre la multitud.

Camilo no paraba de llorar abrazando a sus primos. La descarga emocional se hizo ver en cada hogar del barrio. Planificaron sumarse a la caravana circulando en el Audi E-Tron GT negro. Su padre les aconsejó no exponer el vehículo de alta gama. Existía el riesgo de desmanes en los festejos. Les sugirió trasladarse en uber hasta el Obelisco. En concordancia llamaron una unidad. Con demoras evidentes descendieron en cercanías del monumento y la algarabía fue total.

Caminando con efervescencia por la avenida 9 de Julio Camilo vio al cartonero tirando del carro en una esquina. Evidenció en su rostro agotamiento y una vida cargada de miseria, rudeza laboral y escasas oportunidades de progreso. Valoró la actitud del recolector: priorizar el trabajo en momentos de celebración. El joven no dudó un segundo. En la cresta de la ola de felicidad que sentíamos los argentinos fue a obsequiarle su camiseta nacional al cartonero. Consideró que se la merecía. Debía usarla en su viaje laboral por la desbordante marea albiceleste que se expandía por las calles como un afluente del Río de la Plata. Ambos se fusionaron en un abrazo. Un apretujón de campeones, carente de clasismos y preconceptos. Un gesto afectivo, espontáneo, sincero y conmovedor donde dos mundos se amalgamaron sin siquiera conocerse. Una comunión emotiva y sin grietas que el plantel nacional logró en cada uno de los partidos. 

A Mario lo sorprendió la actitud del joven. Emocionado, no podía respirar. Trató de colocarse la prenda, sin embargo, el alborozado llanto lo arrojó de rodillas sobre el asfalto. Besó la camiseta argentina con pasión sublime, vistió con ella su torso desnudo y como un musulmán orando hacia el oriente agradeció a Dios y a Camilo por el anhelado regalo. Los numerosos hinchas presentes aprobaron el gesto con aplausos y cánticos. Un momento memorable que fue captado por las cámaras de un celular y que resume, en unos pocos segundos, la concordia que logramos los argentinos disfrutando la Copa del Mundo de Qatar, sin egoísmos, sin politiquería, sin diferencias sociales. Cada familia se identificó íntegramente con este plantel de jugadores y su equipo técnico. Gladiadores imbatibles que en tierras lejanas han conquistado, con valentía y entrega, el sueño dorado de toda selección. Una experiencia deportiva extraordinaria que, por treinta días, nos ha regalado  imágenes esperanzadoras de una Argentina unida, alegre y en paz.

 

Juan Marcelo Rodríguez

 

El relato es parte del Libro "La Tercera Estrella". Rodríguez ha publicado además Cuentos con Esencia Misionera y Poemas con Esencia Misionera.

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