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(segunda parte)

La República Socialista de las Misiones Jesuitas

miércoles 27 de septiembre de 2023 | 6:00hs.

De la carreta que los transportaban bajaron funcionarios de la Corona con instrucción de inspeccionar el poblado. Terminado el recorrido el padre Juan, Principal de la Misión, les dijo: -Vosotros llegasteis sin preaviso a examinar los lugares habidos y por haber. ¿Encontrasteis presos en la cárcel? No. Y la explicación se debe a que aquí no hay peleas, rencillas, ni odios, y que los pueblos se han unido en pos de un destino común. Por eso no hay enfrentamientos entre ellos como sucede en la vieja Europa, o aquí en el nuevo mundo con los desencuentros de los imperios en pugna de españoles y lusitanos. ¿Os han dicho que azotamos? Ahí está el rollo inhiesto a un costado de la plaza sin mancha de sangre alguna y, si algunas notaran, observareis que son de vieja data. Ante el relato de los azotes el gran Mburuvichá siguió impertérrito sin hacer gesto alguno, pero su mente retrocedió años atrás al momento de la llegada de cuatro forasteros bien vestidos de a caballo seguidos de un cortejo de indios de a pie, armados, descalzos y cubiertos con camisón hasta las rodillas. −Queremos que nos atienda el Padre Principal− expresó el capanga de los forasteros en tono tajante, un hombre vestido a la moda europea, calzado con altas botas y pañuelo al cuello. Se trataba de un mestizo de tercera generación de piel morena y rasgos de hombre blanco. Su pelo renegrido terminaba en una coleta. Los otros tres presentaban fisonomías parecidas y vestían de igual manera. ¿Serán hermanos de sangre? Se preguntaron los nativos. La respuesta vino del capanga cuando estuvo frente al Padre Juan y demás caciques: −He venido por mandato del Teniente Gobernador a reclamarles por veinte indios escapados de nuestras encomiendas que hallaron refugio en esta reducción. −¿Son siervos o esclavos? −preguntó el Padre Juan tímidamente. −Ni lo uno ni lo otro. Los teníamos en encomienda como manda la ley. −Muy bien. Si están en encomiendas deben saber leer, escribir y rezar en castellano como manda la ley −continuó el sacerdote. −Lo que dice Usted es de nuestra exclusiva competencia −contestó el jefe con altivez En ese momento intervino el gran Mburuvichá expresándose en tono severo: −También es de nuestra competencia dar asilo y proteger a los desamparados según las leyes emanadas de la Corona; y es en nuestro cabildo, integrado exclusivamente por hermanos, donde se toman las decisiones políticas y se analizan los casos a resolver como el que ustedes plantean. Por tal razón, padrecito −dirigiéndose al Padre Juan−, queda usted liberado de tratar este desagradable entuerto, pero no del compromiso de asistirlos espiritualmente. Mañana −prosiguió− el cuerpo de cabildantes resolverá la situación. −¡No es posible!, ¡esos son nuestros indios! −contestó el capanga amenazadoramente− ¡Nos los deben entregar ahora! −Imposible, porque “ahora” está terminando la tarde y se viene la hora de la cena −contestó el jefe de jefes sin hesitarse−; por lo tanto, vuelvo a repetir que mañana el cabildo resolverá su pedido, y como “ahora” no hay alojamiento disponible dormirán en la cárcel que, por otra parte, está vacía. Allí le servirán la cena y un guardia cuidará de ustedes. En cuanto a los hermanos que los acompañan, estos serán alojados en el pabellón de los solteros. El capanga intentó contestar y el Mburuvichá le cortó en seco: −Sus caballos ya están en el establo comiendo y descansando. “Ahora” es nuestro turno. Pueden retirarse que los guardias los acompañarán. Ni bien terminó de hablar, los forasteros fueron rodeados por un grupo de hermanos que, lanza en mano, los condujeron a la celda. El Mburuvichá tiempo hacía que había analizado y comprendido las palabras proféticas del viejo Chamán cuando se refería a la “nueva raza morena”. En este sentido, su instinto le decía que estaban representados en estos altivos sujetos, mestizos refinados que por absorción de dos o tres generaciones tenían los rasgos del español incorporados, ¡pero seguían siendo mestizos! Erigidos en nuevos señores de tierras y haciendas, venían a reclamar el vasallaje de los hermanos indígenas que lograron escapar de sus garras. Seres humanos convertidos en objetos de uso. La nueva raza, en lugar de conservar las costumbres de los antepasados de la selva, adquirió prácticas que proporcionan avaricia por la explotación de los más débiles, como estila el hombre blanco. −Resulta −se dijo para sí el Mburuvichá− que vencimos a los despiadados bandeirantes ¡y ahora debemos soportar esta nueva plaga en nuestra propia tierra!

A la mañana siguiente, después del desayuno y de asistir a la santa misa, los cabildantes se reunieron por no más de una hora. Al concluir el cónclave y salir a la plaza ya estaban más de cuatrocientos refugiados formados en hilera codo a codo. Por su parte, los refinados mestizos, descansados y peinados como para una fiesta de gala, se dispusieron frente de ellos. Entonces el Mburuvichá les preguntó a boca de jarro: −¿Quiénes de estos hermanos son los que ustedes pretenden? El jefe indicó con el dedo índice a una veintena de indios que por instinto de grupo se ubicaron en la fila uno al lado del otro. −¡Los señalados den un paso al frente! −sonó imperativa la voz del Mburuvichá. Veinte indios con la cabeza gacha se adelantaron. −¡Levanten la mano los que entienden el idioma español! −ordenó siempre a viva voz. Los veinte levantaron las manos. −¡¿Quién de ustedes habla español?! Uno solo mantuvo el brazo en alto. −¡¿Conocen los hermanos el catecismo y la palabra de Cristo Nuestro Señor?! El indio contestó por él y los demás movieron la cabeza en forma negativa. −Hermano −le dijo suavizando la voz a uno de ellos−: ¿tú sabes leer y escribir? Este indio volvió a negar con la cabeza −Hermano, ¿por qué se escaparon? −Tratar mal −contestó. −Hermano: ¿cuántas horas trabajan por día? −Sol a sol, lluvia y viento, si no castigar −respondía en castellano mal hablado. −¿Y cuál es el castigo? El indio se dio vuelta y mostró la espalda marcada por viejas cicatrices y algunas recientes empastadas con ungüentos contra las bicheras. Cuando el Mburuvichá vio esto terminó con las preguntas y dirigió la mirada a los caciques, quienes movieron la cabeza afirmativamente. Entonces dijo: −Hermanos lanceros, tomen a estos sujetos, desnúdenlos hasta la cintura, átenlos en el rollo y que cada uno de los veinte asilados les propinen tres latigazos por cabeza, y den refugio a los estos nuevos hermanos que vinieron ayer. Anonadados por el giro final de la reunión, los forasteros quisieron escapar, pero ya era tarde. Sin camisas, los cuatro representantes de la nueva raza morena fueron arrastrados y atados al humillante rollo para recibir el castigo lacerante. Y la sangre de sus heridas que salpicó al poste de madera, fue lo que observaron los inspectores del virrey; vestigios de la última tanda de azotes dados en la misión. Al otro día temprano, sin camisas y con heridas embadurnadas de ungüentos en la espalda, se retiraron cabizbajos y humillados. El Padre Juan, complacido, miraba con ojos cómplices desde la ventana de su cuarto.

Paulatinamente la lluvia que había comenzado a caer horas antes, empezó a disminuir de intensidad hasta convertirse en una suave llovizna. Los vientos del sur empujaban las nubes en claro indicio de que el buen tiempo se aproximaba. A las dos horas, como había vaticinado el Padre Juan cesó de llover; se acomodó en su sillón de ruedas  y expresó −me tienes que llevar a misa− el joven que lo atendía, sonriente, asintió con la cabeza. 

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