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El héroe misionero Andrés Guacurarí (segunda parte)

miércoles 12 de julio de 2023 | 6:00hs.

¿Y en cuanto de cómo se conocieron Artigas y Andrés?, preguntó don Secundino Gauna.

Escuche, don Secundino. La historia es medio larga y trataré de sintetizarla y contarle a mi manera –contestó Quiroga-.  Resulta -continuó– que allá por la frontera de Uruguay y Brasil en lo que hoy serían los departamentos de Rivera y Tacuarembó, el negro Joaquín Lencina vivía del abigeato cuando fue cazado por una partida bandeirante que lo vendieron a una fazenda como esclavo. El encuentro ocurrió en los últimos años del siglo XVlll, cuando el Blandengue José Artigas en una de sus partidas persiguiendo contrabandistas fronterizos lo vio, simpatizó con él, lo compró y le dio la libertad. Desde ese día el negro estuvo a su lado en las buenas y en las malas, acompañándole hasta el exilio obligado de Artigas al Paraguay como fiel y único ladero hasta su muerte. Él lo sobrevivió por varios años más, falleciendo a los 100 años de edad.

Joaquín Lencina -prosiguió Quiroga-, más conocido como el Negro Ansina, sabía leer, escribir, redactaba poemas y además, ejecutaba el arpa, la guitarra y payaba mejor que nadie improvisando versos que transcribía memorioso en apuntes que guardaba como un tesoro. Allí contaba en descriptivas estrofas los acontecimientos desde antes del sitio a Montevideo, pasando por el éxodo, o la “redota” como él llamaba, hasta el período de acampe en Purificación del Hervidero, la capital de hecho de la Liga Oriental, para luego describir el penoso cruce del ostracismo por el río Paraná al Paraguay. Precisamente en Purificación, Artigas pudo tener de ladero a nuestro Andrés Guacurarí. Sin embargo, en los documentos escritos por el Negro Ansina jamás lo recordó. Yo, por lo pronto conservo un verso del Negro titulado La Libertad, refiriéndose a su protector.

 

Llegó el bendito día

Cuando uno de ojos celestes,

Mirándome, decía:

Pagaré lo que me cuestes.

¡Con tal que me sigas!

¡Te haré libre de verdad!

-Así me dijo Artigas-:

¡Amarás la libertad!

 

Cuando Belgrano después de su frustrada incursión al Paraguay acampó en Candelaria, recibió la orden de marchar hacia Montevideo para sitiarla con su menguada tropa. Fue así que tuvo la necesidad de llamar a la conscripción de reclutas para sumar a la incursión que se venía, donde se presume se presentó Andrés Guacurarí. 

Cuenta la leyenda que Belgrano, parado bajo la sombra de un sarandí, dio la orden de formar la tropa de reclutas. Tal vez por ser católico practicante, de entre todos ellos le llamó la atención un mestizo “medio petisón” por tener colgado del cuello el Santo Rosario como si fuera un amuleto. Era el único, y se trataba de un joven con el rostro picado de añeja viruela, pero exhibía contundente aspecto físico y exuberante musculatura que al momento de que pronunciara su nombre contestó:

-Me llamo Andrés Guacurarí, mi general, provengo de Santo Tomé de las Misiones y soy de la aguerrida estirpe de los Ñaró.

La fluidez de sus palabras y la buena pronunciación del castellano, dicción de la que carecían los otros, fue lo que sorprendió al general, y con la finalidad de alargar la conversación, le preguntó:

-¿Sabes leer y escribir?

-¡Sí, señor! - fue la contestación, -y además hablo muy bien el portugués y sé algo de latín. Fui educado por los franciscanos, que sustituyeron a los jesuitas después de la expulsión.

-Me parece perfecto- dijo el general, y agregó: -Has dicho con orgullo que desciendes de la estirpe de los Ñaró, supongo que ha de ser una línea de hombres valerosos.

-Así es, mi general. Precisamente, Ñaró en avañe-é quiere decir bravo, pues nuestra raza no recula ante ningún peligro jamás de los jamases.

Belgrano lo miró por un instante sopesando la bravura e inteligencia de su interlocutor, y dio por terminado el diálogo con el escueto:

-Subordinación y valor, soldado. Puede retirarse.

-Como usted ordene, mi general- dando la media vuelta para perderse entre los demás reclutas que ya rompían fila, se retiró Andrés exponente altivo de la nueva raza americana, con la cabeza bien erguida.

Lo insólito fue que en pleno sitio de Montevideo las autoridades de Buenos Aires lo llamaron a Belgrano para rendir cuentas de su derrota en Paraguay, imputación de la que sería librado meses después. Es por eso que lo designaron a José Artigas en su reemplazo y, en el mientras tanto de tanto disparate, se firmó un armisticio entre el virrey Francisco de Elío y la Primera Junta por el cual las tropas enviadas a la Banda Oriental debieron abandonar el territorio levantándose así el sitio de Montevideo.

A José Artigas no le causó gracia alguna tal dislate y se retiró rumiando bronca hacia al Salto Chico en la orilla entrerriana del río Uruguay. En aquel octubre de 1811 se hallaba al frente de sus tres mil guerreros y de las familias que lo seguían en el peregrinaje cansino del desarraigo obligado. A medida que se alejaban otros contingentes de paisanos se acoplaban al destierro hasta sobrepasar las quince mil almas entre caminantes, hombres de a caballo y los que viajaban en carretas. Se alejaban del resabio omnipotente de los últimos realistas acantonados en Montevideo, bastión español en el Río de la Plata que los emigrados habían mantenido sitiado hasta el momento del cese de hostilidades acordado por el Virrey y el Triunvirato. El armisticio estipulaba que debían retirarse del asedio a cambio de que el Virrey desbloqueara con sus poderosos barcos el puerto porteño. Artigas no estaba convencido, pero lo acató imaginando que volvería con sus paisanos a liberar su pago oriental.

En camino al éxodo, acompañado por su ahijado Andrés Guacurarí, recibió la notificación de que se lo designaba Teniente Gobernador de Yapeyú de las Misiones, lugar donde comenzaría el relato de su historia y la ponderación por su claro pensamiento sobre la libertad, la democracia y el federalismo. Trípode que sostuvo en su vida revolucionaria como principios rectores. También allí, a su ahijado Andrés Guacurarí, de 33 años de edad, lo nombraría comandante general de Misiones, precioso terruño que el misionero defendió con bravura, por el cual la historia lo convirtió en leyenda.

Aquí concluyo mi relato -le dijo Horacio Quiroga a don Secundino-, presumo que otros tendrán sus propias versiones y las relatarán.

Pues entonces tomemos unos amargos –contestó el correntino- mientras armaba un cigarro con tabaco picado envuelto en chala de maíz.

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