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El héroe misionero Andrés Guacurarí (primera parte)

miércoles 05 de julio de 2023 | 6:00hs.

M
is padres se conocieron cuando ingresaron a cursar el primer año del magisterio en la vieja Escuela Regional de Corrientes. Desde ese momento jamás se separaron hasta que se recibieron de maestros. Luego se casaron y se largaron para Misiones contratados para ejercer de maestros en una escuela rural en el centro del territorio. Lugar inhóspito en el medio de la selva, pero tan bello que mi madre se encargó en relatar con encanto y soltura el paisaje del lugar, ya sea en forma de prosa o en versos de singular armonía.

Misiones, escribía, es espectacularmente bella y sus paisajes naturales insuperables, pues pareciera que Dios tomó pedazos del Paraíso y los trasplantó en cada rinconcito de su frondosa espesura, serpenteadas en su interior por innumerables arroyos y cascadas.

Luego del desembarco y ya afincados en el lugar, llegué yo al mundo y en escalerita siguieron mis tres hermanos menores, agrandando con cristiana alegría el hogar. En tal sentido y de acuerdo a la enseñanza de mis padres, la esencia de la vida radica y se nutre en el núcleo familiar, testimonio afectivo que heredan los hijos.

Pues bien, debo decir que de esa primera infancia guardo pocos recuerdos debido que, al cumplir los cinco años de edad, mis padres fueron trasladados a otra escuela rural cercana al pueblo de San Ignacio, donde nos afincamos definitivamente. Y digo definitivamente ya que en ese rincón, también solitario y pintorescamente hermoso, se decidieron a construir ellos mismos su casa de madera ayudados por dos serviciales vecinos, erigida sobre tocones de troncos de diferentes tamaños a fin de nivelarlos al terreno.

En esa superficie de veinticinco hectáreas araron la tierra, plantaron yerba, ordeñaron vacas, construyeron corrales, dieron de comer a los animales y, encima, mi madre, se daba tiempo para lavar y planchar, preparar la comida y las clases para sus alumnos, tal cual hacían otros maestros y los colonos migrantes que vinieron a poblar Misiones.

En ocasiones íbamos al pueblo los fines de semanas y en otras a las famosas ruinas jesuíticas, que a decir verdad estaban bastante abandonadas. Caso contrario, nosotros visitábamos la chacra de nuestros vecinos o, a la inversa, ellos venían a la nuestra, confirmando la regla de los clásicos griegos quienes definían que el hombre, inexcusablemente, es un ser social y no puede psicológicamente vivir aislado a no ser que sea un cenobita u homofóbico. Pero si bien esa condición saludable de intercambio vecinal revestía el carácter social de la sana convivencia, las visitas que más apreciaban era la de don Secundino Gauna, como ellos, maestro correntino, pero de avanzada e incierta edad que en sus años mozos supo conocer a Horacio Quiroga, el genial cuentista uruguayo con quien mantenía largas conversaciones de temas generales y uno en especial que lo mantenía, con fruición expectante, en torno al general Artigas el caudillo oriental.

Y como en un ida y vuelta las conversaciones de don Secundino y Horacio Quiroga sobre Artigas les fueron transmitidas, por el colega correntino a mis padres, despertó en ellos gran interés por la vida del caudillo de manera que comenzaron a estudiarlo adquiriendo libros, visitando bibliotecas en los viajes que salieron del pueblo, principalmente en sus viajes a Corrientes. También se relacionaron con los eruditos del país oriental manteniendo correspondencias. Lamentablemente mi padre falleció cuando ocurrió la revolución del 4 de junio de 1943, no obstante, mi madre, tomó la posta y realizó un ensayo de estos estudios que los tengo en mis manos y que pasaré a exponerlo. Pero antes debo decir que mi madre falleció hace dos años y, a consecuencia, sus hijos cumplimos con los deseos que anhelaron desde que llegaron a Misiones: ser enterrados en el cementerio de Caá Catí, el pueblo donde nacieron.

El ensayo comienza con dos preguntas de Secundino Gauna a Horacio Quiroga ¿Andrés Guacurarí, es indio o mestizo de la nueva raza? ¿Conoció a Artigas antes o después de Belgrano? Quiroga, autor de tantos cuentos de la selva meditó un instante y contestó:

-Escuche, amigo. Fermín Pampín, su enemigo ideológico, lo conoció a Andresito cuando fue a reponer al gobernador federal de Corrientes Juan Bautista Méndez, depuesto por el golpe dado por José Bedoya. Él lo describió como de 35 años de edad, baja estatura, fornido y el rostro picado de viruela. Por este aspecto sostengo que es mestizo, puesto que si no lo fuera hubiera perecido. Esa enfermedad la trajeron los conquistadores españoles cuando arribaron a estas tierras, y se expandió de tal manera que exterminó a la mayoría de los aztecas e incas, y diezmó a los habitantes de la isla La Española. Aquí, en las reducciones jesuitas, el relato de un cura cuando la viruela atacó la población de las reducciones conmueve. Explica en una carta que las muertes cuantiosas nos obligaron a cambiar las costumbres de separar a los difuntos por secciones, niñas por un lado, varones por otro, mujeres aquí, varones allá. A cambio los enterrábamos en una fosa común apenas se morían, y no hay manera de que los aborígenes se acostumbren a resistir el mal como los hombres de piel blanca.

Pongo de ejemplo a Amadeus Mozart -continuó Quiroga-, fue el músico más influyente y destacado de la historia, contrajo viruela cuando tenía once años de edad. Se salvó de la muerte y pudo curarse, pero su vida posterior fue penosa físicamente, pues quedó sumamente débil y expuesto a contraer toda clase de males patológicos. Murió a los 35 años de edad debido a problemas orgánicos secuencia de la viruela que se fueron agravando. No sólo él, todos los que contrajeron esta terrible enfermedad y sobrevivieron llevaron vidas débiles y penosas, y fue la bomba biológica que destruyó Tenochtitlán.

Andrés, jamás se hubiera curado de la viruela negra cuando niño si no fuera mestizo. Y si se salvara siendo indio puro, habría quedado débil y no tendría fuerzas para forjar ejércitos, cruzar ríos, luchar en cruentas batallas por la redención de los pueblos misioneros, amén del penoso peregrinaje de a pie cuando cayera prisionero desde las Misiones hasta Porto Alegre, atado de manos y enlazado el cuerpo con lonjas de cuero crudo que se ajustaba dolorosamente al secarse.

Por todo esto sostengo que Andrés Guacurarí jamás se hubiera curado de la viruela negra cuando niño si no fuera mestizo.

Continuará

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