Alas de ilusión

domingo 04 de junio de 2023 | 3:52hs.
Alas de ilusión
Alas de ilusión

La bicicleta amarilla rodaba su aventura una vez más por las calles de Rosario. La hoja de ruta hacia el predio de las inferiores indicaba un trayecto de alto voltaje: ripio, empedrado, asfalto, ripio… El rodado cargaba en el frío invierno tres pasajeros: una madre presente, una pequeña de 5 años y un niño de 8 que, entusiasmado, abrazaba la ilusión de ser un jugador de fútbol profesional. Tiritando en la parte trasera, el niño observaba detenidamente sus diminutas manos: embolsar carbón con su padre le dejaba huellas insalubres entre las uñas.

Con signos de agitación, la mujer forzaba sus piernas. Mecía, en cada uno de los desgastados pedales, la esperanza de un futuro promisorio para su hijo. Sin intervalos, ella seguía pedaleando…

Pasando la villa más próxima, una jauría aterradora de perros cruzó la calle polvorienta para desatar, con ingente furia, ladridos insolentes con gruñidos que exhibían punzantes colmillos. La madre, en defensa de los suyos, sostuvo firme el manubrio, tomó una bocanada explosiva de aire, y como un tanque panzer en plena batalla, disparó una munición potente de cinco letras que estremeció la tierra como un trueno: “¡¡¡Fuera!!!”. Los inocentes niños reían al ver confundidos y temerosos a los canes que, en silencio, miraban su alejamiento. Sin miedo, la mujer seguía pedaleando…

La inquieta canasta delantera portaba los botines lustrados y una bolsita de empanadas caseras que más tarde se convertirían en el almuerzo de la familia. En algunos tramos, el sendero apuñalaba los pulmones de la madre. Las pendientes la dejaban sin aliento. La tracción se tornaba lenta. “Como una tortuguita vamos mamita”, comentaba tiernamente la niña que, sentada sobre caños e improvisadas tablas, masticaba a modo de juego la bufanda que le tejió su abuela. Sin rendirse, la madre continuaba pedaleando…

Después del vértigo del último “bajadón”, la mujer se tomó un respiro. Detuvo la bicicleta en la vereda de una plazoleta para que los rayos del sol mañanero entibiaran a sus hijos. Todavía restaba derrotero, pero ya menos.

Pasar por esa columna interminable de añosos fresnos era divertido. Aún se desprendían sus hojas resecas cual lluvia de verano. Un espectáculo único y estrafalario con auras paisajísticas asombrosas capaces de provocar la inspiración magistral de Vicent Van Gogh.

Después de una curva cerrada la artería se ensanchaba. La llanura de asfalto destilaba peligro. Circular entre vehículos de carrocería pesada requería precaución y equilibrio extremo. Con todos los sentidos en alerta, la madre se encomendaba a Dios sin perder el ritmo acompasado de su marcha. Pasando una estación de servicio abandonada, la colectora les permitía escabullirse definitivamente de ese tórrido mar de adrenalina. Con fe, la mujer seguía pedaleando…

Después de hora y media de rodaje emergieron al fin los eucaliptos centenarios, guardianes pretorianos del complejo “canalla”. Pero la previa era distinta en esta oportunidad. Banderas azules y amarillas se agitaban en la cabecera. “Trapos” rojos y negros flameaban en el extremo sur. Una multitud de padres, familiares y simpatizantes le otorgaban un marco excepcional al encuentro deportivo. El clásico infantil rosarino latía en cada ángulo de la cancha.

El niño abrazó a su madre raudamente y partió al encuentro sus compañeros de equipo de la “categoría 88”. El precalentamiento fue prolongado y la charla técnica breve. No eran momentos de palabras sino de actitud, corazón y buen juego.

El partido tomó un trámite intenso. Con la camiseta número 11 el niño corría por la banda izquierda con gambetas monumentales que dejaban a sus marcadores derrapados por el césped. Su pierna zurda dibujaba talento y un estilo “maradoniano” que arrancaba aplausos en las tribunas. No había desarrollado un físico extraordinario. Sin embargo, su delgada estampa imponía respeto en el campo rival.

El partido ya agonizaba. El empate sólo beneficiaba a los “leprosos” que seguirían en la cumbre del campeonato. Pero en cuestión de segundos, el niño trazó una diagonal con pelota dominada, ingresó al área grande, eludió a dos rivales y con su pierna más hábil golpeó con fuerza el esférico. El viaje del balón fue veloz, placentero y sin inhibiciones hasta que un retén de piolines romboidales, de esos de doble nudo, lo detuvieron sin una orden judicial en el fondo del arco. El grito estridente de la celebración canalla fue unísono, desenfrenado y emotivo. La salvaje onda expansiva fue derrocando silencios como lo hace una explosión nuclear.

El pitazo final del árbitro cortó las amarras de la pasión futbolera, convirtiendo el gris invierno en una primavera azul y oro. La orgullosa madre, detrás del alambrado, dejó caer por varios segundos el salitre de felicidad que bullían en sus ojos. El esfuerzo y la constancia habían sido coronados con un gol lírico y una importante victoria.

 Preocupada por la hora, llamó al niño. No había tiempo para extensos festejos. Debían emprender el extenuante regreso a su hogar en la bicicleta amarilla.

Con el velocípedo ya en movimiento, un hombre de saco elegante y zapato espejado corrió detrás de ellos para formularle una breve pregunta:

—¿Cómo te llamás hijo?

El niño aferrado a su madre y girando la cabeza hacia atrás, le respondió tímidamente:

—Ángel señor, Ángel Di María. Pero me dicen “Fideo”.

 

 

Juan Marcelo Rodríguez

El cuento es parte del Libro "La Tercera Estrella" de reciente aparición. Rodríguez tiene publicado además "Cuentos con Esencia Misionera" y Poemas con Esencia Misionera.

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