Tatú, el hombre que fue engullido por un hormiguero

domingo 06 de noviembre de 2022 | 6:00hs.

F
rancisco Eugenio Artaza era el mejor hachero del obraje de Caraguatay en los años 20 del siglo pasado. Era admirado por sus compañeros de desmonte y valorado por sus patrones y capataces por dos cualidades. Era el mejor buscador de árboles de preciada madera y el hachero de mayor habilidad. Por estas cualidades lo apodaron el Tatú, espejando la imagen de este animal de duras pezuñas y doblemente duro caparazón.

La experiencia en la selva en el Alto Paraná lo hizo experto en descubrir y marcar los “palos”, así llamaban a los grandes árboles de madera codiciada que crecían en medio de los cerros. Los capataces tan solo le tenían que señalar el rumbo y partía él con su machete, con su provista y el hacha al hombro. A veces pasaban días sin saberse nada de él, hasta que después de semanas aparecía sonriente entre los guembé y los isipós.

—Patrón siete palo rosa, unos cinco lapachos, pero yo le aviso, allá en el filo del cerro, ahí se los dejé todos marcados, prepare nomas el cachapé y la matraca, que mañana salimos a buscarlos.

Una vez que estaba al pie de los palos despejados de lianas, helechos y capuera se ponía a golpear con el hacha, tenía la constancia que sobre pasaba a la de cualquier otro peón del obraje. Golpe a golpe no dejaba de darle a la dura madera hasta que no lo veía caer y celebrarlo con un reverberante sapucai, que se replicaba en eco por entre los cerros.

La fiera y sacrílega muerte lo encontró un atardecer de verano. Fue ahí donde ahora hay una cruz de piedra, cerca del puente viejo del Itá Curuzú y es precisamente por esta cruz que el arroyo recibió este nombre.

La única versión es la que nos dejó su hijo Eusebio, que dicen que esa vez

lo acompañó para aprender a reconocer a los palos. Cuenta que en ese día habían hecho varios kilómetros de picada, habían marcado varios cedros, dos petiribíes y como cinco guatambúes. Al terminárseles el agua, el Tatú decidió bajar al arroyo, su hijo lo seguía sigiloso, muy atrás, para evitar los golpes de las ramas y asegurar sus pisadas entre los helechos, cuidando de no pisar alguna víbora, de esas que te dejan con tan solo cinco minutos de vida.

Cuenta que escuchó maldecir a su padre, se adelantó y lo vio manoteando a las lianas mientras se iba hundiendo en el suelo. Se acercó con cuidado pensando que se había caído a la ciénaga de una vertiente. Cuando quiso tomarle la mano para ayudarle a salir, sintió el latigazo del ácido fórmico entre sus dedos. Se percato que su padre estaba cubierto de miles de pequeñas hormigas que iban invadiendo brazos, cuello, boca y ojos. Todo un oleaje de diminutos y acéticos engendros iban pintando de negro y de muerte su cuerpo.

—Volvé para atrás Gurí. —Alcanzó a decir cuando ya se le llenaba la boca y estaba siendo engullido por las hormigas más allá de la cintura. Los manotazos, los movimientos desesperados y los estertores por querer liberarse de los insectos, de este monstruoso socavón que lo estaba deglutiendo, solo lograba que se hundiera cada vez más. De la garganta del Tatú broto un grito de dolor ahogándose en millones de punzantes picaduras bañadas en ácido. Dice Eusebio que el olor acido, con mezcla a carne desgarrada, a sudor y sangre que le invadió la nariz no se lo pudo desprender nunca más.

Desde una distancia y con su mano quemándole, vio como su padre desaparecía lentamente entre la hojarasca, tragado por un hormiguero. Tomó conciencia que el tiempo transcurrido había sido lo que dura el canto de un zorzal. Lloró lo que tenía que llorar y luego se volvió al campamento del obraje para contárselo a su patrón y a la peonada.

El administrador del obraje le pagó los últimos jornales, le descontó la provista y tan solo comentó:

-Ya van dos en este año, gente ignorante, ¡por qué no se fija por dónde camina!

Inédito. Von Hof publicó los libros De letras y tierra roja, Siesta en el río de los pájaros, De letras chicas y anotaciones al margen, entre otros.

Waldemar von Hof

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