Siete muertos bajo la luna

domingo 09 de octubre de 2022 | 6:00hs.
Siete muertos bajo la luna
Siete muertos bajo la luna

Eran siete cuerpos tendidos sobre unos matorrales. Paralelos, como rollizos de una jangada. Con los pies en dirección a la calle débilmente iluminada por el farol de la esquina lejana. La luna lamía los cuerpos con su lengua congelada.

Un sargento inexperto había maniobrado su tanque sobre la vereda -inexistente- derrumbando un muro de ladrillos que cercaba aquel baldío que, hacia el fondo, carecía de límites definidos. Todos los curiosos que se habían encaramado a la tapia para ver los desplazamientos de las tropas fueron aplastados. Estos accidentes ocurren cada vez que en un golpe de Estado los militares salen a la calle dejando un tendal de víctimas aunque no se dispare un solo tiro. Son más los muertos por manipular mal un arma o una bomba que los que mueren en combate. Sobre todo en aquella ocasión en que los dos bandos -colorados y azules- negociaban más que peleaban.

Un teniente se acercó al lugar donde montaba guardia un soldado que no se animaba a mirar a los cadáveres.

-Soldado, ¿cómo se llama?

-Barbera, mi teniente.

-¿Sabe escribir?

-Sí, mi teniente.

-Bueno, busque papel y una birome y haga un informe de estos cuerpos.

—¿Qué tengo que poner?

-Lo que se le canten las pelotas, pero no deje ningún detalle afuera.

Leandro Barbera, delgado, enjuto, y tembloroso, apoyó el fusil sobre las ruinas del muro y cruzó la calle en diagonal hacia una casa iluminada. Era una típica calle de suburbio que alguna vez había tenido asfalto y ahora lucia cráteres de bordes sinuosos. En la casa donde brillaba una pequeña tortuga de luz nadie respondió. Pero el muchacho vio movimiento tras una ventana. Golpeó las manos repetidas veces sin éxito. Camino varias cuadras hasta encontrar un bar abierto y desolado. Alguien en el interior escuchaba por la radio bandos y marchas militares. Cuando obtuvo finalmente unas hojas de papel con un membrete de un vino famoso y una birome azul, de cuerpo masticado, regresó al baldío y recibió la reprimenda del teniente por haber dejado el fusil abandonado.

Cuando el oficial se fue, quedó solo con los muertos. Le pareció que a lo lejos y desde unos arbustos cercanos algunas sombras indicaban la presencia de testigos.

Con enormes dificultades para observar detalles por la casi exclusiva luz lunar, comenzó su informe: “El tanque conducido por el sargento Rogelio Ismaelí realizó una maniobra que finalizó tirando abajo el tapial de un terreno baldío. Arriba de la pared o al lado de ella había siete personas de ambos sexos. La pared cayó sobre ellos y hubo que trabajar un rato para separar los cuerpos del montón de ladrillos.

“Luego se pusieron los cuerpos en fila y como los vecinos huyeron o se encerraron en sus casas, no se pudo conseguir con qué cubrirlos. Se colocaron unos diarios que al rato se volaron. Se pensó poner la lona de uno de los camiones pero después se pensó que iba a ensuciarse demasiado. Todos los efectivos se retiraron varias cuadras quedando la cola de la columna en la esquina.

“El primer cuerpo es el de una mujer de unos treinta años, morocha con canas en la frente. La cara está cubierta de tierra. Tiene una pollera negra y una blusa rota en el medio, de color entre rojo y otra cosa. Está descalza. Hay un montón de zapatos muy cerca del grupo. Busco los zapatos y creo haber encontrado los de esa mujer. Cuando quiero colocárselos descubro que tiene un pie aplastado. Desisto de volver a hacer eso con los demás.

“El segundo es un hombre de la misma edad que la mujer. Tiene un bigote finito, una camisa a cuadros, un vaquero, y los ojos abiertos. Me acerco con la intención de cerrárselos pero no me animo. Sin embargo, no puedo dejar de intentarlo. Aprieto con fuerza pero los ojos están muy duros. Busco mi caramañola y me lavo las manos una y otra vez. Siento náuseas.

“El tercero es un hombre gordo de unos cincuenta años, está boca abajo. La luna se refleja en su pelada. No tiene camisa. Sólo unos pantalones de fútbol y unas medias grises. De la cintura le cuelga un pañuelo blanco.

“El cuarto es un chico. Dejo los papeles en el suelo, los sostengo con un ladrillo por el viento y me voy hasta la esquina donde están mis compañeros dormitando en un camión. Uno consiguió una petaca de cognac. Tomo un sorbo y regreso. Pero a mitad de camino me paro a vomitar.

“El pibe tenía también sólo un pantaloncito deportivo y nada más. Parece dormir tranquilo. Pero tiene todo el pecho hundido. La frente está manchada de sangre. Es una mancha negra.

“El quinto es una mujer mayor. Tiene un vestido negro subido hasta la mitad del pecho. Se lo estiro hacia abajo. No tiene ropa interior. Lleva el pelo con un rodete. Es muy canosa. La cara está muy deshecha.

“El sexto es el de una mujer joven, de unos quince o dieciséis años. Está vestida con un traje que parece un buzo de mecánico, entero y con tiradores. Está boca abajo. La doy vuelta. Tiene la cara tranquila y también los ojos abiertos. Se los aprieto con todas mis fuerzas y esta vez tengo éxito. Como el buzo tiene varios bolsillos los reviso uno a uno. No hay nada, pero en la muñeca de la mano izquierda tiene una pulsera de plástico rojo.

“El último es un hombre de unos cuarenta años. Lleva una camisa blanca, muy sucia, y unos pantalones de color arena, también llenos de tierra. Es el único que tiene zapatos puestos.

“Ninguno parece tener documentos u otro tipo de pertenencias. El muro caído tenía unos dos metros y medio de altura. Estas personas debieron ver al tanque que se acercaba, saltaron al baldío, y la pared los aplastó.

“Es difícil imaginar o saber quiénes estaban sobre el muro y quiénes escuchando debajo los relatos de los otros.

“Todo el barrio está muy tranquilo, hay silencio, y la luz de luna está ahora alumbrando con mayor intensidad los cuerpos. Fin del informe”.

A la madrugada apareció el teniente, recogió los papeles y los fue a leer bajo el farol de la esquina. Luego regresó indignado.

-Pelotudo de mierda, esto es una novela que no sirve para un carajo. ¡Cómo vas a poner lo del tanque! y... ¡ni siquiera dice una sola vez que esta gente está muerta!

-Sí, mi teniente.

Roberto Abinzano

El relato pertenece al libro Esquirlas y Perdigones, Editorial Universitaria. Abinzano es docente emérito de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Unam

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