Contra la muerte

domingo 02 de octubre de 2022 | 6:00hs.
Contra la muerte
Contra la muerte

¿Qué es la muerte?, se preguntó Josecito K la tarde del 12 de julio de 2015. Y conviene ponerle fecha exacta a esa interrogación, porque fue la primera vez que, a raíz de una visita al médico, se lo preguntaba de verdad, en serio, a fondo, sin vueltas, y como un problema a solucionar en forma urgente. Una pregunta concreta, digamos, palpable. Contactos menos estrechos con la muerte ya había tenido muchos, como todos los otros mortales, si me perdonan esa expresión “mortal” que, por desgracia, nos define a todos sin eufemismos. Como le sucede a cualquier hijo de vecino que supere los sesenta años de edad, a Josecito K ya se le habían muerto los abuelos, los padres, casi todos los tíos, y al menos un par de amigos cercanos. Si eso también cuenta, de niño perdió un canario, varios pececitos y una tortuga (quizá la desgraciada no se murió y justamente, a la manera de las tortugas, se fue caminando despacito hacia ningún lado, nunca pudieron saber adónde). Lo de las mascotas creo que se debió a descuido o negligencia; las otras fueron muertes naturales de humanos, de ésas que se producen por el mero paso del tiempo. Cuyos estragos en los cuerpos y en las mentes han dado en agruparse primero bajo el nombre genérico de vejez, para luego devenir en una muerte esperada o al menos anticipada por todos.

Sólo un amigo muy cercano de Josecito no murió de muerte natural, sino artificial. Fue artificial pero no violenta, como suele decirse. Más bien fue apacible: Eduardo se estaba duchando en un baño en el que había un calefón a gas que perdía, así que se durmió o desvaneció y nunca más volvió. Claro que esta diferencia conceptual entre lo natural o artificial de una muerte es completamente, si me disculpan la “mise en abyme”, artificial. Porque, si aceptamos la existencia de algo que podríamos llamar, como dice el vulgo, “destino”, todas las muertes serían naturales. Desde la perspectiva del destino, digo. Que -en el caso de existir- determinaría tanto las muertes por vejez (previo paso del tiempo y degradaciones del cuerpo y de la mente), como las muertes por calefón a gas, o por suicidio o asesinato.

El asunto es que el 12 de julio de 2015 algo sucedió que le hizo pensar a Josecito en las injusticias de la vida. O de la vida y de la muerte. Y ese día empezó a investigar de verdad el sentido de la muerte, o su sinsentido. Y cómo pelear con ellos. O cómo aliarse a ellos.

Ya antes había tenido otros acercamientos circunstanciales, pero anecdóticos, al tema. Por ejemplo, algunas veces, boludeando en internet, se había ido enterando de casos de muertes poéticas, como la del poeta chino Li Po, que borracho cayó de su bote y se ahogó en el río Yangt-ze al intentar abrazar el reflejo de la luna en el agua. Lo más triste es que la luna ni se mosqueó. O muertes exageradas y en etapas, como la de Grigori Rasputin, al que primero envenenaron con cianuro, después le dispararon varias veces, después lo molieron a palos, y finalmente lo lanzaron al agua helada del río Neva. O quizá algo que a Josecito se le quedó grabado desde la niñez, la muerte que en ese momento le pareció la más triste de todas, si de animalitos hablamos: la de la madre de Bambi, vilmente baleada por un cazador.

Por supuesto, muchas de las muertes más dramáticas de las especies animales y humana han tenido lugar en una novela o un cuento o en un set de filmación, y nunca sucedieron así en ninguna realidad, fueron ficciones. Así que quizá podrían haberse evitado o al menos moderado con elegancia, con un mero cambio del guión. Lo importante es que Josecito, así como antes había registrado, gracias a su experiencia más cotidiana, parentescos muy obvios entre muertes naturales y artificiales, debido a la implacable autoridad ejercida por el destino sobre ambas variedades de decesos, ahora alcanzó a percibir, a raíz de los vagabundeos por internet, dimensiones que, si uno pregunta por ahí y al azar, la gente, quizá por un excesivo apego a lo que llamamos la realidad, no suele asignarle a la muerte. Esas dimensiones eran las de lo poético y lo ficcional. Porque los sentimientos de tristeza o de impotencia eran los predominantes a lo largo de esas búsquedas, eran los lugares comunes en relación con la muerte. A Josecito le sedujeron sin embargo esas muertes poéticas o ficcionales, aunque después, como suele suceder, siguió tan ocupado en vivir que enseguida se olvidó de esas reflexiones surgidas al voleo durante sus mortales correrías por Internet.

Pero el 12 de julio de 2015, Josecito cambió. Resulta que tenía turno con el médico, para recibir una noticia que todavía no sabía si sería buena o mala. Y habitualmente esas esperas duran una hora o más. Sobre la mesita de la sala de espera vio, perdida entre antiquísimas revistas médicas, un ejemplar medio deshojado de “Las mil y una noches”. Leyó lo que pudo durante esa hora, y después de la consulta con el médico salió algo shockeado y bastante acelerado, pero llegó a agarrar el librito al paso y se lo llevó casi sin pensarlo. Su vida estaba por cambiar. O, mejor dicho, su relación con la muerte era lo que estaba por cambiar.

¿Por qué cambiaron las cosas ese 12 de julio de 2015? Aunque les parezca mentira, hasta ese momento Josecito no tenía ni idea acerca de qué trataba “Las mil y una noches”. El personaje de Scheherazade estaba ahí adentro del libro engañando a la muerte, porque intentaba prolongar su vida mediante un cuentito contado cada noche a su esposo el Sultán, lo que aplazaba infinitamente su ejecución, porque resulta que el sultán, algo exagerado, tenía como norma matar a sus esposas después de la primera noche. Pero los cuentos de Scheherazade por suerte le entusiasmaron demasiado, y eso prolongó la vida de la niña noche tras noche.

A Josecito por supuesto empezaron a resucitarle en la memoria ciertas ráfagas de pensamientos que lo habían atravesado a lo largo de los años en relación con el tema de la muerte. En especial, cómo vencerla. Y rebobinó sobre muertes artificiales o violentas versus muertes naturales, y se dio cuenta de que ninguna le hacía la menor gracia, el asunto era seguir vivo. Esa noche fue probablemente la más larga de la vida de Josecito… bueno, supo vivir otras de amor salvaje iguales de largas, pero que ya estaban tan lejos en el tiempo que a Josecito le parecían vividas por otros. Pero esta fue larga y sobre todo difícil.

Porque primero pensó en las opciones de muertes artificiales que uno podría tener a mano. Se le ocurrió la del calefón a gas, pero la descartó porque el suyo no estaba dentro del baño y era eléctrico; quizá podría intentar meter la cabeza en el horno, se dijo, pero recordó que ahora su horno también era eléctrico y como máximo se iba a quemar las orejas con el grill; pensó en emborracharse como el poeta chino, salir al río en un bote a abrazar el reflejo de la luna en el agua y ahogarse de un saque. Pero no tenía bote, morir ahogado le hacía sentir por anticipado algo que debía parecerse a la claustrofobia, y cuando se emborrachaba se ponía más bien melancólico, así que iba a terminar suspirando sentado a la orilla del río.

En cuanto a la muerte de Rasputín le parecía excesiva, Josecito podría ser neurótico o narcisista u obsesivo pero para nada masoquista, prefería morirse de una sola vez y no en varias etapas sanguinarias y violentas. Por más que una muerte como ésa, exagerada y sanguinaria, quizá lo hacía quedar en la historia. Por lo menos iba a tener un gran éxito en las redes, se imaginaba a la gente (incluso a la muy cercana) leyendo con morbo los detalles. Y quizá a alguien, un pariente o un amigo, se le ocurriría escribir una necrológica o hasta una elegía, y eso sería más duradero que una efímera publicación en las redes, quizá hasta entraba en alguna antología de cualquier sociedad de escritores. Es que recordó que una tribu del África consideraba que uno se moría no con la muerte “natural” o “artificial”, sino de una manera mucho más amigable: uno estaba muerto de verdad recién cuando se moría la última de las personas que lo recordaba. Pero no valía la pena tanto sufrimiento, para qué pasar por tanto tormento y dolor solo para que alguien lo recordara por más tiempo, si al fin de cuentas él no creía en la supervivencia del alma después de la muerte, y entonces ni se iba a enterar de nada, no iba a saber quién lo recordaría y quién no (cosa que ya empezaba a atormentarlo). Para qué, se dijo Josecito, y descartó sin más una muerte a lo Rasputín

¿Y las muertes naturales?, se le ocurrió después de varias horas de buscar alternativas de muertes artificiales o violentas. Bueno, pensó, la muerte natural siempre la tenemos como alternativa. Mejor dicho, es la alternativa básica que todos tenemos, la violenta les toca solo a unos pocos, salvos en épocas de guerras o genocidios. Ésa, la natural, ya la tengo garantizada sea como sea, se dijo entonces Josecito con una especie de alegría bastante estúpida, digamos, si consideramos que la filosofía, llena de angustia, viene tratando el problema desde hace siglos. Incluso un filósofo dijo sin vueltas que los humanos somos seres para la muerte, nada menos. O sea, seres que sabemos que la muerte es nuestro único horizonte seguro. Vivimos para la muerte, la puta madre, se dijo Josecito, que recién se daba cuenta de verdad de que ése era un problema real, ahora que los zapatos de pronto le apretaban. Y que nuestra muerte sea natural no la hace más digerible, para nada. Al contrario, ésa sí que está preanunciada, estamos recontra avisados desde que somos chiquitos, y el que avisa no traiciona, se dijo un poco decepcionado.

Así que después de esa ridícula alegría que le duró unos pocos minutos, la de saber que tenemos con nosotros esa posibilidad cierta de una muerte natural, Josecito se dio cuenta de que estaba pelotudeando. En principio, se dijo, está bien, voy a hacer todo lo que el médico me recomiende para prolongar la cosa, por ahí me sirve. Claro que más que eso no se podía hacer, y eso también era un poco -bastante, digamos- artificial, o sea, eso que él podía hacer -o eso que le iban a hacer con aparatos y sustancias metidas en el cuerpo- para prolongar su vida. Y todo para así tener una muerte que en realidad ya iba a ser bastante menos natural que si se tiraba en una cama simplemente a esperar el momento, o si se dedicaba a chupar y coger y fumar de nuevo y leer y escribir y escuchar música, y charlar con su mujer o sus hijas o sus hermanos, o a jugar con los nietos, y a viajar y vagar por ahí, y en especial a cumplir todos sus deseos y a cometer todos los excesos que se le ocurrieran, hasta que llegara ese momento más o menos naturalmente. Por otro lado los tratamientos no eran cien por ciento garantizados, cada tratamiento tenía sus porcentajes de sobrevida, todavía a Josecito le daban vueltas en la cabeza los tiempos y porcentajes que le había informado el médico con una voz demasiado neutral, aunque el tipo parecía más nervioso que él.

En fin, Josecito tenía un problema.

Y de tanto darle vueltas al asunto, llegó a algo que estaba ahí como esperándolo. A “Las mil y una noches”, olvidadas por un rato sobre la mesa de la cocina bajo unos papeles. Y por supuesto recordó lo de las muertes poéticas y ficcionales, y enseguida se le mezcló todo. Pensó por ejemplo que si el sultán hacía tantos siglos compartía el libro con Scheherazade y no se aburría de los cuentos que ella le fue leyendo durante más de mil noches, a él, a Josecito, también le podían funcionar, y es probable que el sultán los quisiera escuchar de nuevo con él, así que no estaría mal pasarse mil noches los tres, él, Scheherazade y el Sultán, leyéndolos. O mejor, se dijo, si estoy confiándole mi muerte a la ficción, sería lindo que los cuentos me los leyera mi nieta que ya cumplió 9 años y lee muy bien, y seguro que ella me va a recordar mucho más así, entremezclado con esos mil cuentos y con Scheherazade y el Sultán, los cuatro alrededor de la mesa de la cocina.

Decidido entonces, de día me voy a dedicar a satisfacer todos mis deseos incumplidos y todos los excesos que se me vayan ocurriendo, y de noche voy a escuchar a mi querida nieta leyéndome los relatos, y después si tengo suerte voy a soñar con Scheherazade.

Quizá también, pensó Josecito en un último esfuerzo reflexivo, esta decisión de confiar mi inevitable trámite final a la ficción sea una manera de darle pelea a la muerte, una pelea digna. Una pelea que podría llamar también poética, porque sería como la poesía que siempre está perdida de antemano, pero igual siempre vale la pena hacerla. Hasta creo que una muerte excepcional como ésa la soportaría con cierta gratitud, pocos gozan de ese beneficio. Todas las otras maneras las acabo de descartar, por ineficientes o insulsas o exageradas o dolorosas, o demasiado convencionales. Y probablemente, vaya a saber, hasta alguien alguna vez llegue a escribir un texto como éste, en el que recuerde ésta mi muerte que ya no se sabrá si es ficcional y poética o real y verdadera, pero que sea como sea quedará por un buen tiempo inscripta en el recuerdo de algunos de los que lo lean.

Y entonces yo voy a vivir un poco más, se dijo Josecito K animado por un cierto espíritu tribal, y con la hermosa sensación de que estaba matando dos o tres pájaros de un tiro, marcó sin dudar el número de su nieta. Ya estaba anocheciendo.

Osvaldo Mazal

Inédito. Mazal es profesor de Teoría Literaria de la Unam. Publicaciones: Mundos-Diálogos-Silencios (poesía), Darwin poeta (novela) y Andrés vuelve (novela) que representó a Misiones en la Feria Internacional del Libro 2022

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