Tinta revelada

Un tributo a Ana María Cires (1890-1915)
domingo 25 de septiembre de 2022 | 6:00hs.
Tinta revelada
Tinta revelada

Los pájaros negros habían golpeado más fuerte que nunca contra los ventanales que dan al río, en esa noche de febrero. Ana María tomó consciencia, a partir de estos sordos golpes, el dolor que le produjeron los gritos de Horacio. Ese dolor la sumió en este sinsentido, en este socavón de locura, en esta desesperada ganas de huir de la vida, aunque su amor por Horacio no se había diluido, aguado ni desvanecido. Un amor que de plumas, carne y corazón se había transformado en puño, piedra y hojas secas. Es más, ese amor se le transformó en locura, una locura que la sumía en este estado solitario y desesperante. Un amor que nunca se trasformará en letras, porque en esa noche tomó la determinación de beberse toda la tinta que pudiera. 

Los pensamientos se le agolpaban en la cabeza, ¿Qué sería de Eglé y de Darío? ¿Por qué ese amor tan temprano con este profesor querido, que había significado tantas luchas, se transformó en este infierno? Un averno de calor, de soledad, de lejanía, de gritos y de negros pájaros golpeando, una vez más, esos oscuros y negros ventanales.

Ella lo amaba, también sabía que él nunca la iba dejar de amar. Ese amor, que nació allá en la escuela siendo casi niña, no se iba a acabar, era eterno, uno de esos amores que quedan en el inconsciente de la historia.

El insomnio torturaba, el grito de algún Urutaú y el chillido de los grillos eran el concierto de todas las noches, constante crispar de nervios y desgastador taladro en los oídos. El verano estaba en todo su fragor, Horacio iba y venía entre sus actividades en la chacra, soñando y creyendo que pronto haría una gran cosecha de yerba mate. Las visitas a la casa eran seguidas, a ellas Horacio le dedicaba toda su atención exigiendo que sean atendidas y servidas como si esta casa de piedra fuera uno de los palacetes de la gran ciudad. Es cierto, Ana María se esforzaba, dejaba a los niños jugando en el patio, se encerraba en la pequeña cocina con la sirvienta a preparar escones con té y panecillos salados que eran servidos sobre la amplia mesa en la baranda que daba hacia el río. Dejaba todo bien dispuesto sobre la mesa de mimbre, en la veranda donde los hombres quedaban conversando de proyectos, de sueños y de escrituras por concluir.

En las noches Horacio le agradecía con miles de caricias al reflejo de la luna, que se espejaba en el Paraná y jugaba a las escondidas en el peñón, que vigilante controlaba como ella se desvestía lentamente sobre la arena colorada. Hacían el amor una y otra vez, con esa pasión de un profesor enamorado de su alumna y de ese arrebato de niña adolescente que se pone a disposición en los brazos de su adulto maestro para que le enseñe nuevas experiencias en cuestiones del dios Eros. Pero la angustia, el vacío y la soledad volvían a hacerse carne cuando apenas consumado el endiosado encuentro, Horacio se quedaba cavilando, mirando a lo lejos y soñando con nuevas quimeras, o tal vez luchando con torturantes fantasmas que se le hacían letras en la mente. Al terminar la noche y subir lentamente la barranca del río otra vez estos pensamientos que la torturaban. Había emprendido un camino, dejando Buenos Aires que no tenía vuelta atrás. No, no podía volver a la ciudad para contar a sus amigas la desazón y el fracaso del matrimonio. No podía darles la razón a sus padres, que tanto insistieron, en que no se embarcara en semejante aventura. Pero seguir viviendo con esta frialdad, indiferencia y pausado amor, era una realidad irreverente a la que no estaba dispuesta.

Lo que más le angustiaba era esa poca atención que Horacio le dignaba y dolían esos gritos autoritarios. No, él no tenía tiempo para ella, el día en que el padre Kassab, este anciano y sabio sacerdote de barba larga, había llegado desde Santa Ana, ella corroboró su soledad. El padre tan solo le habló de obediencia y de sumisión, mientras degustaba con Horacio su licor de naranjas.

Después del grito agudo de uno de los pájaros nocturnos, que venía de la honda oscuridad de la selva, despertó bañada en pegajoso y tropical sudor. Su hinchada almohada, a la que todas las noches revisaba por temor a los parásitos tropicales, estaba empapada de su salada transpiración, o tal vez de las muchas lágrimas que había derramado soñando un sinsentido. Miró a Horacio que estaba acostado a su lado, estaba dormido con esa inquietud y ese desasosiego del que está soñando niños que se degüellan cual gallinas. Se levantó, tomó un sorbo del agua del recién cavado pozo. Comenzó a hurgar entre los cuchillos de cocina pero ninguno estaba en condiciones de cumplir con su meta. En la sala de estar tomó la escopeta, guardada detrás de la puerta de entrada, la manipuló, comprobó que estuviera cargada y la comenzó a acariciar, como quien acaricia el objetivo de todo su amor. No, el ruido, el estallido o el estruendo asustaría a los niños y ellos recordarán eternamente el momento trágico, doloroso y punzante de su decisión. No podía quitarse la vida con una bala que le hiciera estallar su cara. El solo imaginarse a sus niños viendo su rostro destruido y ensangrentado hizo que desistiera de esta idea. Horacio la encontró esa mañana sentada en el patio, bajo la palmera, muy cerca de las cañas que hacía poco había plantado. El estío arreciaba con todo el furor infernal sumiendo a la casa, al patio, al yerbal y al río en un lúgubre, incendiado y paralizado aletargamiento.

Horacio había partido temprano al pueblo. Dijo unas palabras de unas fotos en el puerto y de una reunión en el bar de Vanhutten. Ana María recordó la firmeza de su familia francesa, en que su decisión de unirse a Horacio no podía tener un fin, a no ser que la muerte los separe. Recorrió lánguidamente la casa, volvió a acariciar los cuchillos y la escopeta de detrás de la puerta. En el taller, una a una fue tomando y sopesando las herramientas de trabajo, ninguna podía cumplir con su cometido. Volvió casi inválida de calor y extenuación a la casa, hasta que descubrió las tintas de revelado de Horacio. No dudó un instante, tomó sorbo a sorbo el químico que le fue quemando primero la lengua, después el esófago y uno a uno los intestinos. El mundo fue oscureciéndose levemente y en sus ojos el lóbrego infierno de la muerte se le fue revelando. Ocho días la sostuvo su amado profesor, solícito, en silencio y sin comprender el por qué, ni el para qué. Ocho días la llevaba desde su cama hasta la reposera a la sombra de las enredaderas. Ocho días de tintas y lágrimas, donde este amor, que había sido una locura de niña, se transformó en una locura diabólica e infernal. Pero también en letras que quedaron escritas a gritos en la selva, en el río y en las ensangrentadas arenas del Paraná allá en Iviroraimí.


Inédito. El autor publicó los libros De letras y tierra roja, Siesta en el río de los pájaros, De letras chicas y anotaciones al margen, entre otros.

Waldemar von Hof

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