Yerbales

domingo 21 de agosto de 2022 | 6:00hs.
Yerbales
Yerbales

Don Manuel Romero hijo, me invitó a hacer una gira de ochenta leguas a caballo, ida y vuelta, para visitar los yerbales y los indios Cainguás del interior, magnífica proposición que acepté gustoso. Resolví entonces que mis dos compañeros Methfessel y Beaufils, me esperaran en el Puerto Francés en casa de los señores Blosset y se ocuparan mientras tanto, en averiguar la procedencia de los fragmentos de alfarería, que en tan gran cantidad habíamos hallado sobre la barranca a nuestra llegada.

A las dos de la tarde llegaron los caballos, me despedí de los compañeros y con mi peón Ambrosio, llevando tan solo lo más indispensable, empezamos a trepar la barranca, con no poca fatiga y trabajo, para los que no estamos acostumbrados a esas ascensiones.

Ensillados los caballos nos pusimos en marcha, atravesando una ancha picada, bastante barrosa a causa del mucho tránsito de las carretas.

El terreno de monte no dura mucho cuando se transita con carretas. Como la tierra es muy fofa, las llantas abren profundos surcos que a las primeras lluvias se llenan de agua, e infiltrándose ésta poco a poco en la tierra próxima, la mantiene constantemente húmeda y fácilmente descortezable por la pezuña de los bueyes.

La picada ocupa casi todo el trayecto que separa el puerto del pueblo y en ella se empiezan a ver algunas matas de yerba.

A la noche me separé de mis nuevos amigos y me retiré a casa de Manuel Romero, para marchar a los yerbales al siguiente día.

Temprano estuvimos listos, agregándosenos a última hora el señor Eloy Rodríguez, yerbatero que también debía hacer el mismo viaje.

Manuel Romero, Eloy Rodríguez y yo, íbamos montados en caballos, mi asistente Ambrosio y dos peones más que conducían cargueros, en mulas.

Pronto salimos del pueblo y entramos en el campo de Tacurú, extensa abra limpia de bosque, de pasto duro, llena de tacurús pequeños de 0.50 a 0.80 céntimo de alto, de tierra colorada, en tanta cantidad que de lejos parece un campo lleno de hacienda. La única planta alta que allí predomina es una palma baja, llamada impropiamente Yatay, de 1.50 a 2 metros de altura, que crece en matas de tres, cuatro o cinco plantas que salen de una misma raíz.

De tanto en tanto, se notan en el campo grandes y extensas depresiones circulares, que concluyen en un piso inferior pantanoso, lleno de plantas herbáceas llamadas Ipageres, lugares, temibles por ser verdaderas barreras que impiden el paso.

Animal que allí entra no sale más, se empantana y muere. Solo los tigres y algunos indios los cruzan, estos últimos doblando con los pies los pastos para pasar por encima y corriendo muy ligero para disminuir con la velocidad el peso del cuerpo.

Estos ipageres inutilizan gran parte del campo, pues nunca se secan, no solo recogen las aguas de las lluvias, sino también tienen numerosas vertientes de aguas que los mantienen constantemente barrosos.

En muchos de ellos se notan tacurús de tierra negra, cuyas hormigas fabricantes están inconscientemente elevando el terreno.

Casi todos los ipageres tienen la misma forma circular y sus bordes no son cortados a pique, sino que tienen una pendiente suave, que concluye en el piso pantanoso, cuya vegetación herbácea presenta por la abundancia de agua, un precioso color verde.

Pronto pasamos el arroyo Itá (piedra) por un puente rústico de madera, y entramos en el Campo Grande, segunda abra después de Tacurú, mayor que la primera y más o menos del mismo aspecto.

Sobre el arroyo Aguaraibá, en casa de Juan Velloso, almorzamos. Mientras estuvimos allí apareció una familia Cainguá, primeros indios que ví. No dejó de causarme una agradable impresión la vista de ese matrimonio. Iban casi desnudos, vestido apenas el marido con una baticola y la mujer con una frazada, ostentando el primero como un gran lujo un tembetá de ámbar en el labio inferior.

Cambié algunos objetos con ellos y seguimos viaje. Atravesamos el arroyo Aguaraibá y entramos en el campo del mismo nombre. Una hora después de cruzar el arroyo Mbaracamuă penetramos en la picada del monte de ese nombre, que lo atraviesa en una extensión de siete leguas.

La picada es carretera, pero bastante gastada por el tráfico continuo. El monte es en general alto y bastante tupido de trecho en trecho, con tacuarales y matas de tacuarembó.

En esta picada nos tomó la noche que se acercó poco a poco, dándonos el desconsuelo de tener que marchar a oscuras hasta llegar al rancho de Domingo Piris en Lobo cuá.

Las curiosas iridiscencias de la luz crepuscular y la invasión paulatina de las sombras en el monte tupido; la claridad difusa de la picada oscureciéndose cada vez más; los tintes melancólicos y por fin la oscuridad completa de la selva, hacían imponente y lúgubre nuestra marcha.

El hombre desaparecía en nosotros, que por prudencia teníamos que andar echados sobre el animal para evitar las ramas, cuyas caricias nos podían costar caro. Los caballos dejados casi a su voluntad marchaban lentamente.

Entre tanta sombra apenas podíamos distinguir la masa más negra de los isipós y demás ramas que se cruzaban de un lado a otro, aumentadas fantásticamente, que sin necesidad ya agachados, tratábamos de evitar.

Y así sin ver nada, volviéndonos todo ojos, en una especie de ansiedad angustiosa, bajando cuestas, subiendo otras, cruzando puentes que nos indicaban el ruido de los vasos de nuestras cabalgaduras sobre las maderas; tropezando muchas veces, resbalando otras y experimentando a cada momento un nuevo sobresalto, marchamos por espacio de dos horas mortales, hasta que el ladrido de unos perros y más tarde una alegre fogata, nos hicieron respirar con holgura: estábamos en Lobo Cuá.

Me desperté temprano, habiendo pasado la noche dentro de la máquina de moler yerba, y como llovía mucho, decidí visitar el campamento yerbatero.

Acompañado de Domingo Piris, joven simpático, argentino, a quien debo muchas atenciones, recorrimos todo.

Los yerbales paraguayos de Tacurú Pucú son en general de los llamados de campo; es decir, no se hallan en montes altos ni las plantas de yerba tampoco lo son; forman matorrales o fascínales de arbustos bajos y muy tupidos, mezclados con otros más o menos iguales, mientras que el suelo está materialmente cubierto de espinosas Caraguatás, llamados irónicamente espartillo y por los yerbateros.

Los yerbales están divididos en grandes secciones bien limitadas, las que se trabajan cada tres años. Cada gran sección o yerbal está a cargo de un habilitado, que lo explota por cuenta de otro o de la Empresa, a un tanto la arroba en el rancho, corriendo él con todos los gastos de la explotación.

Este es el convenio general. Hay además otros, pero no vienen al caso.

Una vez que el habilitado se ha hecho cargo de la explotación del yerbal, se instala en él, en una posición ventajosa y da principio a la construcción del rancho principal o perchel, el barbacuá y la máquina de moler la yerba.

Los ranchos principales o percheles son altos, de construcción pasajera pero sólida, con techo de dos aguas con mucha caída que llega casi al suelo.

La hoja de palma pindó se emplea generalmente para construir los techos y cuando escasea se usa paja.

En el rancho se destina una parte grande, según la cantidad de yerba que se piensa explotar, para el perchel o lugar donde se deposita la yerba, molida o canchada generalmente a máquina llamada mborobiré.

El resto del rancho sirve para depósito de víveres y vivienda del habilitado, aun cuando, en general, se prefiere vivir aparte en un rancho frente al perchel y cerca de la cocina.

Alejado de estos se construye el barbacuá u horno de tostar la yerba, para evitar los incendios, que desgraciadamente no son pocos en los yerbales.

Los barbacuás se hacen dentro de otros ranchos más altos que los anteriores y con los dos frentes abiertos.

La forma general es la de una parrilla arqueada, hecha de troncos delgados que se clavan en el suelo por un extremo y se curva el otro para atarse con el otro extremo, del que también se clava enfrente. Las ataduras se hacen con isipós o enredaderas, que abundan mucho en todos los montes.

Sobre los troncos arqueados, que ocupan unos tres metros a cada lado, se colocan otros más delgados atravesados, de modo de dejar solo pequeños claros entre sí. El alto del barbacuá es de unos dos y medio a tres metros desde el suelo a su parte más alta.

Hay también otro barbacuá llamado de horno o de fuego indirecto, que es mucho menos peligroso que el anterior de fuego directo.

En lugar de colocar el fuego debajo del barbacuá se coloca fuera a corta distancia, en hornallas que se cavan a un metro o más de profundidad, estando en comunicación por túneles socavados con una boca o dos que se abren debajo del barbacuá.

El macheteo o corte de la yerba, llamado trabajo de mina, está a cargo de peones especiales que toman el nombre de mineros. Estos son los verdaderos héroes del yerbal.

Los mineros se dividen en grupos que se hallan a cargo de un capataz de Caatí (de monte) que es el encargado de dirigir y fiscalizar el corte de la yerba, dividir el yerbal en secciones pequeñas, que reparte entre los mineros para su aprovechamiento total y descubrir la continuación del yerbal.

Las secciones de los mineros están separadas entre sí por simples picaditas hechas a machete que terminan todas en una picada ancha transversal, llamada picada hacienda, donde los mineros entregan la yerba en hoja.

Bien temprano los mineros van a sus respectivas secciones y desgajan los arbustos de yerba. Luego que tienen una buena cantidad, hacen un gran fuego y tomando rama por rama de yerba, la pasan por la llama; esto es lo que se denomina overear la yerba.

Después de overeada se separan los gajos gruesos, colocándose los finos con las hojas en un tejido de cuero, que se llama raído, formando un paquete cuadrado y de peso variable, según la fuerza del minero.

El raído se ata entre pecho y espalda y se lleva a la picada hacienda, donde es entregada al capataz de Caatí, previo romaneo.

Hay mineros que cargan hasta 14 y 16 arrobas, pero estos son pocos. Los más cargan de 6 a 8 arrobas. En los piques cortan de trecho en trecho un árbol a cierta altura para descansar sobre el tronco el raído, sin sacárselo de la espalda.

De la picada hacienda, la yerba se conduce a los barbacuás en carretas sin toldo, tiradas por dos o mas yuntas de bueyes, que tienen las astas agujereadas, y provistas de un cencerro para poderlos encontrar con más facilidad entre el monte, cuando se recogen. Curiosas son también las picanas que se usan: sumamente largas, adornadas de trecho en trecho con plumas vistosas de las aves que cazan, y el turú o corneta de cuerno de buey, al que dan un simple corte oblicuo en la punta, que deja una abertura elíptica para apoyar los labios y soplar.

A la tarde los mineros cesan su trabajo de cortar yerba para overear al día siguiente. Esta dura sin overear hasta tres días después de cortada, y se retiran a sus ramadas provisorias a comer y dormir.

El menú yerbatero es digno de mención; regularmente debe ser charqui, grasa, porotos, maíz y sal; pero el principal elemento es el maíz y es el que más consumen, porque casi siempre faltan los otros.

El maíz sufre en los yerbales un sin número de modificaciones, fabricándose con él muchos platos que toman distintos nombres.

Los útiles de cocina principales son: un mortero de madera, alto con mano larga y pesada, un cedazo de tacuara y una olla.

Las maneras de comer el maíz merecen mencionarse por ser en su mayor parte de origen indio: los principales son:

Abatí mbichi—Maíz blanco o amarillo en espiga, asado al fuego.

Abatí meimbé—Maíz blanco desgranado, frito con grasa.

Abatí pororó—Maíz picingallo frito con grasa o con arena, con ceniza o sin nada.

Mote—Maíz sancochado o hervido en agua, sin pisar.

Mbeyú—Torta de maíz blanco pisado, frito con agua, sal y grasa.

Vorí—Maíz blanco pisado amasado con agua, sal, y grasa, hecho en forma de bolitas y hervido luego en su caldo.

Rorá- Afrecho de maíz blanco con agua, grasa y sal, todo amasado junto y calentado,

Locro morotí—Maíz blanco pisado a punto de descascarar hervido con agua y sal.

Locro de lujo- Lo mismo que el anterior agregando pedacitos de carne o charque.

Mbai pujhú—Maíz duro, bien tostado. Se pisa bien, se amasa con agua, sal y grasa y se hace calentar.

Mbai puij—Masa de maíz blanco con agua, sal, grasa y a veces queso (lujo inaudito en los yerbales.)

Mbai puij Zoo- Lo mismo que el anterior con pedacitos de carne o charqui.

Caguy-yú— Mazamorra con legía de ceniza.

Guaymi atucupé - Choclo o maíz verde rallado o pisado, se hace una pasta que se envuelve en chala y se cocina entre las cenizas calientes.

Chipá Turú— Maíz pisado, amasado con agua y sal y colocado en la punta de un palo para asarlo en las brasas dándolo vuelta.

Chipá guazú- Choclo pisado o rallado. Se hace con la pasta una torta que se pone en un sartén, cubriéndola con hojas de guembé y colocando sobre estas algunas brazas para que reciba fuego de arriba y abajo.

Chipá abatí- (Plato de lujo.) Maíz pisado con grasa, sal, queso, leche y cocido en horno de pan.

Chipá cuajada- Harina de maíz amasada con cuajada, huevos y azúcar cocida al horno.

La bebida general de los yerbateros es el tereré o mate frío. Todos tienen un jarrito de asta de buey lleno de yerba y una bombilla. Cuando tienen sed llenan el jarro con agua que absorben por la bombilla, después que ha pasado por la yerba.

Los aficionados al tereré pierden el entusiasmo por el mate caliente y dicen que aquel posee grandes ventajas sobre éste, sobre todo su preparación se hace con más rapidez y es más medicinal.

Estos hombres, cuya mayor parte no son de lo mejor en el sentido moral, en los yerbales se transforman. Allí todos son sumamente mansos. El pendenciero, el heridor, el asesino mismo, vive allí trabajando terriblemente, bajo un sol ardiente, entre nubes de insectos molestos, mal comido, sin proferir una queja y sin que una mala idea de rebelión, de robo, etc., le cruce por la imaginación.

Es curioso el hecho de que en los yerbales, refugium pecato rum de cuanto bandido se escapa del Brasil, la Argentina o Paraguay, no se cometan hechos de sangre, tan fáciles en una región aislada, mal vigilada y en donde la naturaleza es por demás apta para ayudar a cometer fechorías.

Este hecho positivo, que recomiendo a los criminalistas, solo me lo explico por la alimentación casi exclusivamente vegetal, el clima deprimente y los trabajos rudos más deprimentes aún, a que están sometidos y que les impide la comisión de delitos, no dándoles tiempo de pensar en cosas malas.

Doy mucha importancia al alimento vegetal cuya influencia se patentiza por la gran cantidad de anémicos que se hallan en los yerbales.

He notado también la falta de pelagrosos y eso que se come mucho maíz en mal estado. En cambio, tengo conocimiento que ha habido casos de escorbuto.

A las 9 nos pareció que el tiempo quería componerse y resolvimos ponernos en marcha. Volvimos atrás una legua hasta la encrucijada de la otra picada que atraviesa el monte Mbaracamua y sale a Campo Limpio.

El terreno húmedo por la lluvia, se hacía cada vez más resbaloso, dificultando y retardando considerablemente nuestra marcha.

El monte en esta parte, es un inmenso palmar de pindó (cocus campestris) entreverado con árboles altos pero escasos. El suelo se halla cuajado de bromeliáceas, caraguatás, que muestran en su centro el ramille de sus frutos amarillos, frecuentados por un enjambre de insectos.

La abundancia del caraguatá en esta región, tan próxima a la costa, hace que en un día no lejano se convierta en un artículo de exportación considerable, cuando se sepan aprovechar sus fibras excelentes para la cabuyería.

En cuanto al pindó, otra riqueza, a causa del aceite que se extrae de su fruto y que se emplea en grande escala en el Paraguay para la fabricación de ricos jabones, es objeto allí de una bárbara devastación, tanto por los civilizados que los voltean para dar de comer sus hojas a los caballos, forraje excelente sin duda, — cuanto por los indios, que no solo aprovechan los volteados, sino que también voltean otros, no tanto para comer el cogollo, sino también para que se pudra y pueda criar el tan codiciado tambú, que es la larva del coleóptero curculionido Calandra Palmarum, plato exquisito para ellos, que devoran ya crudos o fritos en su propia grasa.

Estaba escrito que no debía tener mucha suerte con respecto al tiempo. Relámpagos seguidos, un formidable trueno y un gran chaparrón que cayó sin piedad, nos puso a la miseria, a pesar de los ponchos que llevábamos.

Don Eloy Rodríguez, a quien estoy sumamente agradecido por su buena voluntad, me ayudó a cargar mis maletas y me prestó su poncho patria con el que medio me remedié.

Todos llevábamos algo y para no dejarlo mojar nos mojábamos nosotros.

Si hay algo triste y fastidioso es la lluvia en el monte. La vista no puede expandirse, el cielo se oscurece cada vez más, los árboles toman tintes melancólicos y se transforman en fuentes que derraman sobre el viajero grandes chorros de agua, el piso barroso, los ponchos mojados que dificultan los movimientos y aquel andar uno tras otro, sin poder hablar, recibiendo la ducha continua que le llena las botas de agua y con la poca esperanza de que cese, es insoportable.

A la derecha del camino vi un aparato alto, angosto y corto, en forma de parrilla, que Romero me dijo era para dormir, por causa de los tigres que andaban por allí. Efectivamente hacía un rato veníamos observando los grandes rastros frescos del terrible carnicero, que más adelante espantó una noche en la costa de un arroyo, que también pasamos, a una tropa de mulas, de las que se perdieron nueve. El arroyo se llama del Susto, nombre bien puesto sin duda.

Del Susto fuimos al paso del arroyo Itá y al anochecer llegamos al rancho de don Eloy Rodríguez situado en Campo Limpio después de pasar el arroyo del mismo nombre. Campo Limpio es otra abra grande pero desprovista de capa vegetal y solo con alguna vegetación raquítica e inservible. Poco después, rodeando un gran fogón dentro de la casa de don Eloy, secábamos como podíamos nuestras ropas, previa una buena torcedura.

Esa noche don Eloy tuvo la amabilidad de contarme la leyenda que tienen los mineros de la Caá-yarí (abuela de la yerba). Esta leyenda debió ser india en su origen y modificada después en la época de la dominación jesuítica.

Dios acompañado de San Juan y San Pedro salió a viajar por la tierra. Un día, después de una jornada penosa, llegaron a casa de un viejito que tenía una hija joven y bella a quien quería tanto, que para que se conservara siempre inocente, fue a vivir con ella y su mujer en medio de un bosque espeso, donde aún no había penetrado hombre alguno. El viejito era muy pobre, pero tratándose de viajeros, mató la única gallina que tenía y se la sirvió de cena.

Al ver esta acción, Dios preguntó a San Pedro y a San Juan que harían ellos en su lugar, a lo que contestaron ambos que premiarían largamente al viejito. Dios entonces, llamando al viejito, le dijo: Tú que eres pobre has sido generoso, yo te premiaré por esto. Posees una hija que es pura e inocente, a quien quieres mucho, yo la haré inmortal para que jamás desaparezca de la tierra.

Y Dios la transformó en yerba, y desde entonces la yerba existe y aunque se corte vuelve a producir.

Pero los mineros dicen que en vez de transformarla en yerba, la hizo dueña de la yerba y que existe aún en los yerbales, ayudando a los que hacen pacto con ella.

El pacto con la Caá-yarí se hace del modo siguiente:

El minero que quiere realizarlo espera la semana santa y si está cerca de un pueblo, entra a la iglesia y promete que vivirá siempre en los montes, se amigará con la caá-yarí y no tratará con ninguna otra mujer.

Hecho esto, va después al monte y deposita en una mata de yerba un papel con su nombre y la hora en que volverá para encontrarse con ella.

El día de la cita, el minero debe tener gran presencia de ánimo, porque antes de verla, se le aparecen víboras, sapos, fieras y otros animales propios del monte, a fin de asustarlo para ver si es o no valiente.

En recompensa de su valor se aparece la Caá-yarí, joven hermosa y rubia. Entonces renueva sus juramentos y desde aquel día, cuando el minero va a cortar yerba, cae en un dulce sueño y al despertar encuentra el raído pronto, con 18 a 20 arrobas de peso que le ha preparado la Caá-yarí, que como solo es visible para él, lo acompaña sosteniéndole por detrás el raído y sentándose sobre él en la balanza, para que pese más.

¡Pobre del minero que le sea infiel con alguna otra mujer! La Caá-yarí despechada no perdona; mata. Y cuando algún minero guapo muere de cualquier enfermedad, los compañeros se susurran al oído: Traicionó a la Caá-yarí!! La Caá-yarí se ha vengado!!!

Esta leyenda, mezcla de profano y sagrado, salta a la vista que en su origen no debió ser así. La primera parte debe ser agregada posteriormente.

El monte se presta para las leyendas y raros son los países que no poseen algunas. Una misma se modifica muchas veces de provincia en provincia, como por ejemplo la de la Caá-yarí, que en el Brasil toma el nombre de Caipora y ésta misma con el mismo nombre varía según los puntos.

En Rio Grande la Caipora es también una mujer. Dueña de todos los animales del Monte, es una especie de Diana, que cuando quiere permite cazar y cuando no, detiene a los perros que garrotea invisiblemente haciéndolos revolcar de dolor y dando tiempo para que los animales se salven.

En el Paraná la Caipora es un hombre velludo, gigantesco, de gran cabeza, que vive en los montes comiendo crudos los animales que el hombre trata de cazar y no encuentra.

En Goyaz, según me dijo mi amigo el alférez Edmundo Barros, hijo de aquella provincia, los indios dicen que cuando encuentran una bandada de chanchos silvestres y matan a todos, se aparece la Caipora como el anterior, montada en un chancho, a cuya vista los matadores quedan idiotizados para toda la vida, así que se guardan muy bien de acabar las cuadrillas de chanchos. Siempre dejan algunos.

Esta última leyenda es siquiera sabia, por que trata de poner freno a la destrucción completa de un animal que les proporciona abundante alimento. Con estos y otros cuentos dimos tiempo a que se secaran nuestras ropas para poder dormir sin las molestias de las mojaduras.

Juan Bautista Ambrosetti

Del libro Segundo viaje a Misiones. Ambrosetti fue uno de los primeros en recorrer esta región y dejar testimonio de lo que vio, escuchó y pudo experimentar. Historiador, etnólogo, dedicado a la arqueología y antropología del Alto Paraná.

Foto: Puerto Francés, Alto Paraná

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