Los hijos del árbol

domingo 24 de julio de 2022 | 6:00hs.
Los hijos  del árbol
Los hijos del árbol

S
e arrió el vestido como si fuera una bandera, para cruzar el charco frente a la casa de él. No sabía si estaría mirándola desde la ventana, pero el solo hecho de pasar cerca le erizaba la piel. Cuando se dio cuenta que sus piernas estaban totalmente al descubierto, se murió de vergüenza y soltó el vestido, que se embarró un poco en los bordes.

Iba a ser imposible que ella pudiera seguir pasando por ese lugar que hasta hace poco tiempo había sido tan suyo. Desde que construyeron las casas del barrio donde se instalaron relocalizados de la Costanera y los laosianos que estaban en el balneario, a ella le cambiaron el paisaje.

Había pasado toda su infancia recorriendo ese camino a la siesta para ir a jugar al árbol. Le había llevado alrededor de seis años conocer cada rama y cada sombra, cada hojita y cada zona de ese enorme ser a quien sentía su amigo y a la vez su segunda casa. Las veces que se había escondido allí de su papá, cuando venía enojado porque no había cortado “ni un pasto” y no había conseguido un peso para ese día. Aunque nunca le había pegado, a ella le daba mucho miedo cómo gritaba; entonces se refugiaba en esa rama gorda que tenía un huequito en el que entraba justo. A veces hasta se quedaba dormida. Su mamá sabía que estaba allí e inventaba cualquier excusa cuando el hombre preguntaba por ella. De todos modos, entre el montón no se notaba mucho su ausencia; tenía hermanos mayores y menores, varones y mujeres, y cada uno zafaba como podía de la furia del viejo, de la angustia, del hambre, de las peleas....

Lali estaba por cumplir 15 años y ni se le ocurría dejar de ir a treparse al árbol los sábados a la tarde, para cuando se reservaba el placer de subir a las ramas más altas. Había una que tenía una horqueta donde se instalaba sin miedo, y aunque cedía un poco con su peso, ella estaba segura de que nunca la iba a dejar caer.

Desde allí veía todo el barrio y gran parte de la ciudad; hacia el norte llegaba a ver el río. Se quedaba allí hasta que entraba el sol, y cuando no había luna bajaba del árbol guiándose solo por el tacto; tanto lo conocía que sabía exactamente por dónde tenía que ir.

Desde ahí arriba había seguido la construcción del barrio desde que vino la máquina y arrasó con todo lo que había en el terreno hasta dejarlo pelado y con la tierra re vuelta. No dejaba de agradecer que los ingenieros que habían venido a medir unos meses antes hubieran elegido esa manzana y no la suya, es decir, donde estaba su árbol. Esa vez había tenido suerte.

En pocos meses las casitas pintadas de amarillo y con ventanas de distintos colores estuvieron listas, y una siesta vio una cola de gente con carpetas rojas y cara de felicidad que salían de una de ellas buscando la que les había tocado. Hacía mucho calor y los pasos levantaban tierra porque hacía meses que no llovía, pero las familias completas pululaban la zona y era inimaginable cómo podían entrar tantas personas en una casita tan chiquita. Esa vez, desde el árbol, le había llamado la atención un grupo de gente que no se mezclaba con el resto. Eran todos flacos y morenos y los cabellos negros les brillaban al sol. No eran muchos y las dos mujeres casi no hablaban. Cuando les dieron las llaves, los hombres rumbearon primero y vinieron derechito a la casa que estaba enfrente del árbol. En un momento, el muchacho que iba detrás del padre levantó la cabeza y clavó la vista en la horqueta donde Lali estaba cómodamente sentada. El impacto la hizo agazaparse y se fue para adelante, pero su instintivo conocimiento del árbol la salvó. Abajo había una bifurcación con una rama gruesa y una finita, apoyó una mano en la primera mientras se sostenía con las piernas de la horqueta de donde se había deslizado. Había dado una especie de “vira cambota” entre las ramas del árbol, a unos siete metros de altura, y cuando se estabilizó de nuevo el cuerpo entero le temblaba como si fuera solo un corazón latiendo desbocado. Hacía tiempo que Lali no se asustaba más trepando el árbol. Al principio sí, cuando era chiquita y cada rama era un desafío. Pero ahora no sabía si el estado de convulsión en que había quedado tenía su origen en el susto o en aquella mirada oscura, electrizante, que le había disparado ese muchacho del que no recordaba ni la cara.

Todo ese mes transcurrido desde que se mudaron hasta ahora, cada vez que iba al árbol pasaba frente a su casa y las sacudidas que experimentaba la desconcertaban absolutamente. ¿Que era eso que sentía? Dos veces se había cruzado con él. Una vez estaba removiendo la tierra del patio para plantar pasto, tenía una remera atada en la cabeza y cuando la vio dejó lo que estaba haciendo, se apoyó en la azada y la siguió con la mirada hasta que ella desapareció en el montecito de enfrente.

Menos mal que estaba el árbol para agarrarse porque si no Lali se hubiera derramado. Lo abrazó con codo el cuerpo y sus latidos se fueron mezclando con el árbol hasta que en ella resonó la savia, fluyendo bajo la corteza.

La segunda vez que él estaba afuera, Lali decidió mirarlo también. Por lo menos quería saber cómo era su cara. Él pintaba el portón de hierro forjado que recién habían colocado e, igual que la primera vez, se detuvo a mirarla. Lali juntó coraje y lo miró también, lo recorrió en un instante, vio su cuerpo alto y delgado, la piel tersa y brillante, el sudor que le bajaba por el pecho sin pelos y la boca indescriptiblemente rosada y hermosa. Pero otra vez la atrapó esa mirada oscura que la descarnaba, la buscaba en un lugar que ni ella conocía de sí. Era un lugar subyugante, placentero, pero tan inquietante… Lali volvió en sí y desvió la mirada. No sabía cuánto tiempo habían estado así, apuró el paso y llegó al árbol. Estaba asustada y no sabía qué iba a hacer con eso que le estaba pasando.

Esa tarde había llovido mucho y ella se había quedado en su casa pensando solamente en él. Por eso, cuando paró de llover decidió pasar frente a su casa para intentar hablarle. La calle entoscada ya estaba llena de huecos que habían juntado agua y ella iba saltando uno a uno hasta que estuvo frente a la casita, y sin pensar se levantó el vestido, demasiado para su gusto. Fue tal la vergüenza que ya no pudo seguir adelante con su plan y enfiló hacia el árbol para pensar qué iba a hacer.

Llegó y se subió a la primera rama, como siempre lo hacía. Esta estaba mojada pero no embarrada, incluso había zonas que estaban secas. Siempre era así, en algunos lugares era tan tupido el follaje que no pasaba el agua. Se dirigió a esa especie de cueva-nido que usaba los días de lluvia, y cuando se acomodó sintió que había alguien abajo. Antes de que pudiera asomarse a mirar él ya estaba arriba, parado frente a ella, que volvió a sentarse porque sintió que se iba a desmayar. Ya no podía controlar la respiración y se dejó llevar nomás por los espasmos que -estaba segura- la iban a arrasar. Después de todo iba a terminar disolviéndose y mezclándose con su árbol, y eso la consolaba un poco.

El no habló. Se acercó, se sentó enfrente y la miró. Le acarició la cara, le dio un beso en la mejilla y le acomodó el pelo. Después le tomó la mano y la puso sobre su cara. Ella acarició esa piel tersa como ninguna y supo que jamás olvidaría esa sensación en sus dedos y que después de ese día podría dibujar su cara en cualquier papel o modelarla en cualquier barro, solo con la memoria de sus manos.  Estuvieron mirándose mucho tiempo. A Lali se le tranquilizó la respiración y le apareció un cariño enorme hacia ese muchacho desconocido pero hermano a la vez. Sintió lo mismo que sentía cuando abrazaba a su árbol, que él la comprendía y la conocía también. Antes de irse él rompió el silencio. Le dijo que esperara dos años. Que cuando ella fuera más grande, él iba a ir a hablar con su padre para que los dejara casarse. Y que mientras tanto se encontrarían a escondidas en el árbol, un ratito cada día, para que nadie sospechara nada. “No te olvides que yo no soy de acá”, le dijo, y Lali entendió porque había escuchado hablar de los laosianos a su papá.

Hoy Lali y Keo viven en una casita de madera que construyeron abajo del árbol, y cada vez que quieren hablarse de amor suben al nido en donde la vida es naturalmente mágica y en donde el tiempo tiene la medida de sus aconteceres.

 

El relato es parte del libro La fiesta efímera. Ferreira, oriunda de Apóstoles, es licenciada en Comunicación Social y dramaturga.

Carmen Nuni Ferreira

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