Mi confesión

domingo 17 de julio de 2022 | 6:00hs.
Mi confesión
Mi confesión

Yo creo que fue el destino improbable, como una luz aferrada a las sombras, lo que aquella tarde trajo a Esteban a mi oficina acompañado de su asistente, que me hizo empezar a dudar de todo y de todos, pero, sobre todo, de él.

Mirá Rubén me dijo No sé si será el mejor momento, pero pienso que cuanto antes lo sepas, mejor.

Estoy de acuerdo, hablá tranquilo─ le contesté.

Inés te engañó me descerrajó de golpe –Y no supo controlar su culpa y su dolor. Si bien la situación en un primer momento fue confusa, no existe o, mejor dicho, es altamente difícil que en la habitación estuviese otra persona.

Lo miré en silencio. Mientras él sostenía mi mirada, su asistente dejaba vagar sus ojos por cualquier lado de la estancia. ¡Quién sabe! Tal vez, conocía mejor que nadie lo que pasó y, naturalmente, no podía ni debía decir una palabra.

A veces las personas y las palabras se me difuman en una atmósfera de silencio. Luego, vuelven un momento con claridad para irse de nuevo. Créame si le digo que, al recordar esa tarde, a veces no lo veo al asistente de Esteban.

─Bueno, quería que conocieras de mi boca las conclusiones del informe que, a más tardar mañana, voy a presentar agregó. Te acercaré una copia con todos los detalles. Aunque pienso que no deberías leerlo y lo mejor sería que trataras de olvidar.

Se fueron sin más y yo quedé rumiando la tristeza de mi destino. Porque, esto sí quiero que todos me entiendan:  la Negra fue la única mujer que me hizo conocer lo que es el cielo y sus nubes de algodón. Ella tenía la virtud de convertir a un simple plato de sopa acompañado de un vino cualquiera en una farra. Y al sexo, en una entrega que no sabía de pudores ni claudicaciones.

Pasear con ella tomados de la mano era ver el mundo transformado en un lugar mejor. Y mire que, en diez años de patear las calles, he visto tantas cosas horribles que de sobra hay motivos para insensibilizar al más romántico de los hombres.

Así era ella, como dice la canción: ¨Igual que una flor¨

Mis superiores deben creer que estoy algo loco, por eso me han pedido que hable con usted. Yo no tengo problemas en hacerlo. Le adelanto, en el servicio de investigaciones todos, algunos más, otros menos, estamos un poco locos. Sobre todo, aquellos que se sienten totalmente cuerdos. ¿Sabe por qué? Porque a la locura humana cuando usted se la acerca y la manosea, tratando de averiguar el porqué de tanta maldad y crueldad gratuita, se le va pegando como el hollín en las manos.

Bueno, le sigo contando. Más bien que tenía la imperiosa necesidad de averiguar con quién me metió los cuernos. Y ahí anduve, meses y meses atando cabos improbables hasta lograr certezas indudables.

Uno se pregunta ahora, para qué, ¿no? Ella, por más que, gracias a mis afanes averiguara y supiera, no iba a volver. Y yo nunca más volvería a ser feliz.

Pero en los humanos y sobre todo en los policías, cuando más sórdida es la historia, más nos intriga saber, aunque en cada paso que damos entregamos una porción de candidez mientras nos sobrecoge una nube de maldad maloliente.

Cuando al fin tuve claro lo que pasó, no sentí nada. A lo mejor fue porque no es que, como en las películas, uno descubre de pronto algo que aclara todo. No. Fueron pequeñas cosas que fui conociendo y ajustando, como si estuviese armando un avión de juguete, hasta que todas las piezas terminaron pegadas y acomodadas a la perfección.

Cuando mi investigación terminó, recién ahí me di cuenta de que era yo el protagonista. Y mi mujer, la muerta. Empecé a mentirme que tenía que tomar justicia, porque a ella la mataron, de eso no hay dudas. Una justicia que por los canales ordinarios jamás llegaría. Ahora veo con nitidez que en realidad los muertos no exigen justicia. Somos los vivos que recurrimos a la venganza y, para justificarnos, le llamamos justicia.

Y que no me vengan con ese asunto de que hay que respetar el ¨orden legal establecido¨. No hay que ser demasiado inteligente, alcanza con sacarse las anteojeras para ver con claridad, cuando se es policía, que el ¨orden legal establecido¨ es el orden de los poderosos. Acá y en todo el mundo. Establecido por ellos a conciencia y conveniencia siendo tan perfecta la trama que, de vez en cuando, ellos mismos entregan a un ejemplar del cardumen para que todos crean que la justicia puede pescar a cualquiera.

El amante de mi mujer ya tenía, igual que yo, la vida destrozada. No se sale inmune del derrumbe de un gran amor. Sobre todo, cuando estás imposibilitado de enmendar los errores del pasado.

En cuanto a la venganza, lo bueno que tiene es que le sigue dando un sentido a tu vida. Empezamos entonces a planear, esto sí, esto no. Y haciendo esas cosas nos sentimos que, aún hechos mierda, todavía nos da la cabeza para armar un juguete perfecto y lograr que todos crean que es de verdad.

Así que empecé a vigilarlo. Esteban no era un policía más. Le sobraba inteligencia. Y, frente al mínimo error mío, se daría cuenta en la que andaba y me iba a escupir el asado.

Sigiloso como gato en casa ajena me fui metiendo en su vida y sus movimientos. Los de hoy y los de su pasado. Estaba de licencia y tenía todo el tiempo del mundo. Cuando no podía hacerlo personalmente, contrataba a otros. Fui cerrando la trampa de a poquito, porque el bicho era grande y de un coletazo se me podía escapar. Lo único que me daba algún resquemor era su casi eterno acompañante. De pronto desaparecía y, cosa rara la verdad, nunca los vi hablar entre ellos. Tampoco nunca pude observar bien su cara. Como si siempre eludiera mirarme. Ahora me dicen que nunca existió. ¡Que se dejen de macanear! ¡Las veces que lo vi!

Al único lugar al que no lo acompañaba era a la azotea del destacamento. De vez en cuando, Esteban subía a fumar. Le gustaba ir allá arriba. Decía que era para pensar. Mentira. Lo que de verdad le gustaba era mirar a todos desde lo alto. Para él éramos nada más que simples hormiguitas. Y ahí, observándonos desde esa cúspide, se sentía un rey.

Así que estudié bien el terreno. Dejé escondido un palo de un metro de largo, de madera dura, junto a unas tablas viejas justo al terminar la escalera de la entrada, perfecto para mis fines.

Cuando surgió la oportunidad, subí tras él sin que lo notara y sin decir agua va, tomé el palo y de un golpe le quebré las piernas. Estábamos solos y bien sabía que la cosa iba en serio por lo que, tratando de salvar su vida, confesó todo. Fíjese que llegó a decirme que esa mañana perdió el control cuando le dijo que lo dejaba, que no quería más problemas, que la dejara en paz.

La rabia lo puso tan loco que la castigó con una trompada tan bien dada que la levantó por sobre el balcón. Claro, al llegar allá abajo, tuvo el tupé de contarme, es como si le hubiese dado mil de esas trompadas. Todo con la intención de hacer ver que no fue alevoso el castigo que le dio.

Bueno, le dije, cuando llegués allá abajo, va a ser como si te hubieran dado mil de estos palos.

Lo fulminé con un golpe en la cabeza y lo tiré.

El palo quedó escondido debajo de unos carteles, en una piecita del sexto piso, al final del pasillo.

¿Sabe una cosa, doctor? Después de aquello, nunca más vi al asistente de Esteban. Lo que me hace pensar: ¿Será verdad que nunca existió?

 

Inédito. El relato es parte del libro Cuentos Misioneros 5, que saldrá próximamente. Pomilio reside en Puerto Iguazú y ha publicado Cicatrices del alma (poesía), La licorera y otros cuentos y Los 33, (novela), entre otros.

Cruz Omar Pomilio

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