El regreso a Tacurú Pucú

domingo 26 de junio de 2022 | 6:00hs.
El regreso a Tacurú Pucú
El regreso a Tacurú Pucú

Regresamos a Tacurú-Pucú que aún no había podido observar bien por nuestra rápida salida. Tacurú tenía un gran encanto para mí: la esperanza de mejorar de alimentación, porque estaba un poco harto de tanto maíz, comido en todas las formas imaginables, nada agradable para los que no estamos acostumbrados.

A medida que nos acercábamos, pude observar los ranchos de los pobladores de sus alrededores sobre la costa del monte alto que limita una parte del campo, casi todos instalados al parecer provisoriamente, rodeados de escasas plantaciones y con muy pocos animales domésticos.

Por fin llegamos al pueblo, compuesto de una sola calle larga, con ranchos a ambos lados y separados unos de otros.

Los ranchos de Tacurú-Pucú no tienen tampoco nada de envidiables, en su mayor parte hechos a la ligera.

Lo único bueno que tiene es un gran galpón de madera y zinc, propiedad de la “Industrial Paraguaya”.

Casi a un extremo de la calle se levanta un enorme tacurú de tierra colorada de cuatro metros de alto, de forma cónica alargada sobre una base ancha.

Este es el que ha dado el nombre al lugar. Tacurú pucú— Hormiguero largo.

Este tiene una inclinación bastante pronunciada hacia un lado, de modo que parece una torre de Pisa en miniatura. Su peso debe ser de un par de toneladas o más.

Todos lo respetan y hacen bien, porque hasta ahora es el único monumento que allí existe.

Teniendo en vista estas consideraciones de orden superior me abstuve de una demolición cuyo proyecto germinaba silenciosamente en mi cerebro, a fin de ver si podía transportarlo con la menor rotura posible; y solo me contenté con pedirle al señor Methfessel que lo reprodujera en acuarela, lo que hizo espléndidamente con su mano de artista.

Después de mucho andar, visitando a algunos amigos, volví a casa de Manuel Romero (hijo), donde me hospedaba; rendido del viaje que acababa de hacer y con muchos deseos de dormir.

Dormir es una dulce palabra necesitando de reposo, pero vuélvese un martirio atroz cuando una causa inesperada obliga a hacer lo contrario. Apagada la luz y bien arrellanado en mi cama, empezaron a cerrárseme los ojos con fruición. Lentamente el bienestar me invadía y entraba en los dinteles de la mansión del bienhechor Morfeo, cuando de pronto sentí sobre mí, algo que pasaba de un peso superior al de cualquier insecto.

Luego unos chillidos, después unos saltos y finalmente una batahola infernal. Haciendo un esfuerzo terrible sobre mí mismo me desperté, encendí un fósforo, y a su luz vi un regimiento de ratones bastante grandes, -agrandados aún más por la penumbra, que corrían en todas direcciones, por el suelo, por las paredes, por el techo, sobre los muebles etc.

Un asco invencible se apoderó de mí y no pude dormir más. Encendí otra vez la lámpara y no teniendo nada que hacer ya, me entretuve en contemplar sus correrías por el techo.

Se empieza a estudiar el lenguaje de los monos, de las gallinas y de otros animales, pero creo que uno de los más interesantes es el de los ratones.

Esa noche observé y pude distinguir más de diez sonidos distintos en los gritos de esos animales, pero no pude dar con el que significase “Déjenme en paz.”

Felizmente, allá a las cansadas, un gato calavera se le antojo venir a arañar la puerta del cuarto. Inútil es decir que salté presuroso de la cama y recogí de mil amores a aquel “enfant prodige” de nuevo cuño, quien no tuvo inconveniente en acostarse sobre mi cama.

Así pude, más tranquilo, conciliar el sueño reparador que tanta falta me hacía, pero no conté con la huéspeda. Dormí, pero ¡de que modo! Contagiado con el ronquido asmático del gato, durante el sueño me parecía asfixiarme: sufría de ahogos. Mi respiración se entrecortaba a cada momento y fui presa de una espantosa pesadilla.

Cuando desperté temprano, me encontré que mi protegido, no encontrándose bien, había creído mejor acostarse al lado de mis espaldas, buscando calor, razón por la que oía y hasta sentía aquel ronquido infame.

Desde entonces me convencí que aquello de un clavo saca a otro clavo, no es exacto, porque generalmente se quedan los dos.

Los ratones son una verdadera calamidad en Tacurú y en todo el alto Paraná. Vienen del monte y anidan en las casas, destruyendo todo lo que pueden: huascas, ropas, alimentos etc.

Para conservar el maíz de sus devastaciones, se valen de un aparato especial que llaman mazhorca: plantan dos gruesos y altos horcones que sostienen una larga cumbrera a la que cuelgan dos aros de isipó fuertes y entre estos colocan las espigas atadas de a cuatro entre sí, con una parte de la chala. Como cuando se llenan estos aros no podrían resistir el gran peso, se hacen descansar sobre unos palos paralelos a la cumbrera.

Para que no suban los ratones se forran o se les ponen unos embudos de lata a los dos horcones.

Solo así se puede conservar el maíz, de lo contrario uno tiene que sembrar el doble, porque la mitad, por lo menos, es necesario dejarla comer a estos dañinos roedores.

Mis predicciones en cuanto a mejorar de comida tomaron formas reales. Mi compañero de viaje Eloy Rodríguez me invitó a cenar en compañía del Señor Lechel. A los postres, después de ese opíparo banquete, me repitieron la historia de Tacurú pucú. Antes del año 1870, como perteneciente a la República del Paraguay y sujeto a la vigilancia del Gobierno, Tacurú no era conocido ni aún por muchos paraguayos.

El Gobierno del Paraguay había abierto entonces una gran picada estratégica por el interior, la que se terminó a propósito hasta una legua de la costa, para transportar tropas en un momento dado, las que debían caer sobre la retaguardia del ejército aliado. Esta picada permanecía ignorada por todos, como que entraba en los planes secretos de la guerra.

Concluida la guerra y habiendo cesado la activa vigilancia que los paraguayos tenían establecida en el alto Paraná, por medio de ligeras canoas bien tripuladas y armadas, que lo recorrían incesantemente desde Tacurú pucú hasta Villa Encarnación; algunos hombres enérgicos y emprendedores se aventuraron, desafiando las privaciones, los peligros y sobre todo el pánico que inspiraban los feroces Tupis, y penetraron resueltamente por el gran río, en busca del precioso árbol de la yerba mate tan codiciado.

Misiones se conoce gracias a los yerbateros que a costa de grandes sacrificios han penetrado en la selva virgen, rasgando el denso velo de follaje con que la naturaleza ha envuelto, avara de tanta belleza, esa espléndida región.

Los nombres de Juan y Francisco Goycochea, Carlos Bossetti, Adán Luchessi, Pedro Paggi, Joaquín Aramburú y muchos otros, verdaderos héroes del yerbal, quedarán eternamente ligados a la historia del progreso de Misiones, al que sacrificaron sus intereses, porvenir y salud.

Don Francisco o mejor Pancho Meabe, como dicen por allí, entró el año 1871 con el vapor “Delia”, que después se fue a pique en el río Pilcomayo con el nombre de Tacurú, acompañado por 34 peones conduciendo 40 toros.

Hizo la picada hasta el campo de Tacurú y trabajó en los yerbales cercanos.

De estos 34 peones, aún quedan dos pobladores en el puerto antiguo de los jesuitas de Corpus.

A Meabe siguieron los intrépidos yerbateros de las altas Misiones: Don Juan Goycochea, Carlos Bossetti y Adán Luchessi.

Estos señores habían hecho traer a Posadas, por tierra, en carreta, una gran canoa excavada en un tronco de árbol colosal, que cargaba 500 arrobas, a la que pusieron una pequeña máquina de ruedas y titulaban pomposamente el “Vapor Mosquito”. Simultáneamente empezaron varias personas a instalarse en los campos. Entre ellas Manuel Francisco Pintos, que aún se halla allí poblando, vecino estimable, muy trabajador, a quien llaman cariñosamente el padre de Tacurú, y don Nicolás Piris que posee algunas plantaciones de caña de azúcar y un trapiche.

Mas tarde siguieron poblando don Jacinto Palacin, Federico Faleni, Joaquín Aramburú etc., hasta que todos tuvieron que retirarse por que el Gobierno del Paraguay en tiempos del Presidente Barreiro entregó la explotación de los yerbales al general Escobar por la casa de don Antonio Uribe y Ca. de Buenos Aires.

A los dos años retiróse el general Escobar y entró en las mismas condiciones el mayor Pacífico de Vargas que duró dos años mandando hacer entonces el magnífico galpón de madera y zinc sucediéndole el mayor Alfaro por otros dos años, en cuya administración se hizo el famoso aparato elevador que aún se conserva. Los señores Guimaraens y Núñez quedaron aún un año hasta la época del gobierno del general Caballero, quien dio arrendamiento libre por dos años hasta el decreto de la venta de yerbales y tierras públicas, pasando entonces por compra a ser propiedad de la Sociedad “La Industrial Paraguaya”, quien ha arrendado su explotación, primero a los señores Ayala y de los Ríos, durante seis años, y ahora a los señores Barthe y Ayala.

Tal es la historia de Tacurú pucú en pocas palabras, que con un poco de previsión por parte de los gobiernos, podría a la fecha, después de 22 años, ser un pueblo importante si se hubieran preocupado de reservarse algunos lotes de tierra para ser repartidos entre los pobladores, quienes hubieran podido formar hogar propio y plantaciones, sin peligro de que el día menos pensado se vieran obligados a salir del terreno ajeno.

Hasta ahora, Tacurú puede decirse que no tiene población fija, toda o casi toda es accidental, compuesta en su mayor parte de peones que en cualquier momento se van, porque allí no los puede hacer permanecer ningún atractivo ni aliciente.

La “Industrial Paraguaya” no solo por patriotismo, sino también por interés propio, debería dar a los pobladores actuales y a los que vengan después, algunos lotes de terrenos en propiedad para que pudieran hacer su casa y sus plantaciones en terreno propio y formasen familias como se debe, a fin de hacer adelantar aquello, no solo porque le representarían después mucho mayor valor los terrenos, sino también porque además de tener siempre allí recursos de vida abundantes, plantaciones y cría de animales de toda especie, tendrían también a mano, una cierta cantidad de peones siempre prontos para el trabajo de los yerbales, sin necesidad de traerlos reclutados desde la Villa Encarnación, expuestos siempre a huirse, dejando el clavo de sus largas cuentas.

Pero para formar pueblo estable se necesitan además tres elementos: el médico, el maestro de escuela y el cura.

El primero es sumamente necesario porque en aquellas alturas esa pobre gente se halla desamparada y muchos mueren por falta de remedios y cuidados profesionales. En el capítulo anterior al describir la farmacopea y la medicina popular, que alguno habrá creído más bien para amenizar el libro, pueden verse las nociones erradas que tienen de las enfermedades y los males que les pueden sobrevenir por su ignorancia en estas cosas.

Durante mi estadía allí he presenciado escenas terribles y gracias al botiquín que llevaba y algunos remedios que se hallaban en la empresa, pude hacer algo, en medio de las bendiciones de toda esa pobre gente que clama por un médico.

El maestro de escuela también es necesario, porque no solo cultivará los cerebros de todas esas criaturas transformándolas en hombres útiles y futuros ciudadanos, sino que también propenderá en mucho al arraigo de la familia. Un hijo que va a la escuela y aprende a leer y garabatea en un papel a pizarra, es mucho más querido por sus padres, que cuidarán y se interesarán más por él, a medida que progrese.

Porque hay que hacer constar con disgusto la falta de cuidado que por allí tienen con las criaturas.

En cuanto al sacerdote es de suma necesidad, porque a esa gente es necesario arrancarle un cúmulo de supersticiones imbéciles y solo con la religión se puede conseguir, porque extirpando aquellas, hay que sustituirlas con algo, y nada mejor que las creencias cristianas. Además un sacerdote virtuoso puede moralizar mucho las costumbres disipadas y dar un carácter solemne y sagrado a las uniones conyugales, casando a muchos para que puedan formar familia, porque francamente allí son raros los casados. La mayoría no lo son y solo viven temporariamente con una mujer hasta que rompen los platos y “don o malgré”, se separan para ir cada uno por su lado a buscar un nuevo compañero o compañera.

Esa completa falta de moral, esa facilidad de hacer y deshacer un enlace sin las fórmulas de la ley y las sagradas, hace que no haya estabilidad en la familia y por lo tanto hogar.

Las mujeres andan rodando de un lado a otro cargadas de hijos que casi nunca tienen el mismo padre y así viven y mueren en la miseria más triste.

A los partidarios del amor libre pueden servirle estas observaciones, tomadas in situ y que explican junto con las otras, el por qué un punto importante, en 22 años, donde anualmente trabajan cientos de hombres y cuyo trabajo representa una respetable suma de dinero, no sea hoy sino una triste ranchería donde es difícil hallar una planta, un sembrado o un animal doméstico, pero muy fácil encontrar en todos los ranchos una damajuana de caña que venden de a copas a sus parroquianos, constituyendo casi puede decirse, su único recurso de vida.

Del producido de la venta de la caña, a 50 centavos la copa, la familia se alimenta, se viste y hasta sobran aún un par de pesos para que el marido vaya a jugarlos en cualquier parte.

Acompañado por el Juez de Paz, don Félix Genes, a quien también fui recomendado, tuve ocasión de visitar y observar con todos sus detalles a ese curioso semi pueblo.

De noche, en un baile, al son de guitarras y acordeón y de cantos en guaraní y en un español detestable, bailaban grandes, chicos, jóvenes y viejas en una confusión admirable, con gran satisfacción de la dueña de casa que aprovechaba para vender sendas copas de caña a los bailarines, que al fin, suficientemente alcoholizados, eran conducidos por la policía a un rancho inmundo y asegurados de una pierna en un largo cepo de madera dura, que llaman viracuá y donde pasan la noche durmiendo la borrachera.

Felizmente el paraguayo no es de instinto sanguinario, así es que los hechos de sangre son raros. Tienen en medio de todos sus defectos la virtud de ser dóciles, hasta cuando están borrachos dejándose conducir al viracuá sin protestar.

El viracuá es grande: caben trece personas con comodidad. Cada vez que hay bailes amanece lleno, y no hay que extrañar si entre los hombres se encuentra también alguna ninfa que ha merecido el nada envidiable honor de ir a parar allí.

Al lado del rancho del viracuá y frente a la calle, se halla una tumba interesante.

Un techo de paja sostenido por dos horcones, protege de la lluvia una gran cruz de madera negra, adornada con un trapo blanco, el todo resguardado por un cerco de palos a pique.

Allí un rayo mató al que duerme el sueño eterno bajo la cruz. Los hombres, al pasar, no dejan de sacarse el sombrero, y más de uno reza alguna corta oración. Es una costumbre que se usa mucho entre ellos.

En otro rancho vive una vieja octogenaria, a quien llaman la madre de Tacurú, la que se ocupa en dar la bendición. Hombres, mujeres y niños van a verla, se hincan ante ella, rezan un poco y le piden la bendición que ella les da, recibiendo en cambio algún donativo de los fieles que pretenden sea una santa.

Cerca de Tacurú, perdidas en el monte espeso, se hallan unas ruinas del tiempo de los jesuitas muy destruidas en su totalidad: parecen haber pertenecido a una capilla pequeña con colegio anexo.

La muralla tendría unos 250 metros más o menos, rodeada en su parte externa por una zanja.

Se pueden notar aun el gran patio central y la indicación de donde se encontraban los cuartos. En uno de ellos, situado en el extremo norte, se encuentra un sótano.

Por el suelo abundan las tejas fragmentadas de los techos, pero es tanta la maraña que ha invadido las ruinas, que se hace muy difícil y penosa su visita.

Los habitantes creen que allí existe una gran serpiente que cuida de los tesoros que los jesuitas dejaron enterrados, y hay muchos que por nada se animan a andar por las ruinas.

Cansados de nuestra excursión, nos aproximamos a un rancho, con la intención de tomar un mate, que nos aplacara la sed, pero ¡cuál sería mi sorpresa al saber que no tenían yerba!

Parece un contrasentido, habiendo árboles de yerba delante de la casa; pero en general son tan haraganes, que por no tomarse el trabajo de cortar unos gajos, overearla un poco y colocarla arriba del fogón para pisarla en el mortero después, prefieren comprarla.

A falta de mate, me ofrecieron un té de guabiromí que aún no había probado.

El guabiromí es una planta que crece mucho en los campos de Tacurú y da una fruta muy apetecida. Cuando es la época, recogen también las cascaras que hacen secar, ya sea para tomarlas en infusión como té, ya para ponerla dentro de la caña, a la que comunica un exquisito sabor muy agradable. El té también es excelente.

Esa noche durante la cena, empecé a tomar datos sobre la extensión y disposición de los grandes yerbales de Tacurú Pucú. Los que yo había recorrido, eran una pequeña parte que se explotaban ese año, porque como es sabido, solo se deben beneficiar cada tres años.

La jurisdicción de los Yerbales de Tacurú, comprende desde este punto hasta el arroyo Itaimbé-Guazú y Ywitorocay al Norte. En esta vasta zona se hallan los siguientes: Yerbal de Mbaracá muá, Apepú, Lobo Cuá, Cacique, Campo Limpio, Mbocayati, Caremá Guazú, Caremamy, Curuzú, Ortiz, Formosa, San Vicente, Angelito, Palmira, Tercero, Bella Vista, Florido, Mbacareta, Ywitorocay, quedan, explotados convenientemente, de 40 a 50 mil arrobas por año.

Juan Bautista Ambrosetti

Del libro Tercer viaje a Misiones 1896. Ambrosetti fue uno de los primeros en recorrer esta región y dejar testimonio de lo que vio, escuchó y pudo experimentar. Autor de innumerables trabajos, folklorólogo, historiador, etnólogo, dedicado a la arqueología y antropología del Alto Paraná.

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