No te olvides de los que nos quedamos

domingo 26 de junio de 2022 | 6:00hs.
No te olvides de los que nos quedamos
No te olvides de los que nos quedamos

Estaba a punto de dormirme en el regazo de mi abuela.

Sus manos fuertes acariciaban suavemente mi cabeza y sus dedos se enredaban en mi abundante cabellera. Quería detener el tiempo. Quedarme eternamente así. Sintiendo la tibieza de su cuerpo y la seguridad de que mientras estaba junto a ella, nada de lo que habían predestinado para mí, desde que estaba en el vientre de mi madre, ocurriría.

Abrí los ojos cuando vi llegar al abuelo con un atado de caña de azúcar cargado en la espalda. Lo dejó en la sombra. Escuché el ruido de las varas del dulce jugo cayendo al suelo y al darme vuelta alcancé a ver unos gestos con el que se comunicaban los mayores, cuando los niños andábamos cerca. No entendí nada. Sentí que mi abuela se estremeció y creo que escuché un sollozo. Quise levantar la cabeza, pero ella presionó mi espalda firmemente y no dejó de acariciarme, tampoco me permitió mirarla.

Mi abuelo se sentó en un banco bajito, recostó su cansada espalda en la pared del humilde rancho, levantó su mano hasta una especie de mesa sobre la que había un cedazo con las chalas del maíz que habíamos desgranado la noche anterior, sacó de un bocó (1), un trozo de tabaco negro y con su “canivete” (2) lo empezó a cortar finamente. Tomó la suave y transparente hoja sobre la que dejo caer las finas hebras. Las envolvió. Rosó su lengua sobre uno de los bordes del casi cigarro, lo cerró y fue hasta el fuego. Tomó uno de los tizones encendidos, lo aproximó hasta cerca de su boca e hizo arder el precario envoltorio que mitigaría, en parte, su angustia. Volvió hasta el banquito y ya sentado hundió con fuerza sus talones en la tierra.

Había cerrado mis ojos y cuando estaba a punto de dormirme la escuché:

Não se esqueça de falar (3)

Dos que ficamos aqui.

Não negue de onde viemos

Para assim não me ferir.

Fala de mim para eles,

Conta pra eles de mim.

Diga que estamos aqui,

Más que nós não escolhemos,

Esse lugar pra ficar.

Que qualquer lugar é bom,

Se a gente tem liberdade.

Não assim, só fatalidade

E triste está o coração.

Desde que a gente chegou

Somente é sofrimento,

Trabalhamos qual jumento,

Desde que amanhece o dia,

E nem sequer pela noite

Recebemos a comida.

Fala de mim para eles

Conta pra eles de mim.

Às vezes você vai rir,

E outras somente chorar,

Mas não deve esquecer,

No lugar onde estiver:

Você é filha destas terras

E de nós que não tivemos

Outro solo pra escolher.

Fala de mim para eles,

Conta pra eles de mim.


El profundo silencio cortaba la respiración de todos. Solo las miradas penetrantes, esas que buscan encontrarse en el otro, parecían hablar.

Los hombres comenzaron a llegar y el encuentro en el larguísimo corredor con piso de tierra que nos fuera destinado para ahogar la fatiga cotidiana, hizo que sus blanquísimos pantalones resaltaran de sus cuerpos y de la oscura noche. La llegada, los apretones de mano y la mirada fija en los ojos del otro, los enmudecía. Ni una sola palabra. El silencio escindía cualquier sonido u otra forma de comunicación verbal y todo movimiento avizoraba el libre destino prometido desde el inicio de los tiempos.

Las mujeres en la cocina, alrededor de una vieja mesa de madera guardaban, silenciosamente, en una maleta blanca un poco de carne seca, la infaltable farofa (4), bananas que empezaban a pintar, rapadura (5) e intentaban ponerle un pedazo de soga o cordón a unas vasijas de porongo (6) que luego serían cargadas con agua y tapadas con trozos de marlo (7).

La falda blanca de mi madre dejaba notar el ruedo de una enagua (8) roja como avisando que detrás de ese cuerpo rudo también palpitaba el corazón estremecido de una mujer. En sus manos fuertes, un cuchillo grande cortaba en pequeños trozos el jugo de la caña de azúcar que fuera endurecido por el fuego (9) y los colocaba en una bolsa de tela, nívea, adentro de la maleta.

A unos pocos metros del corredor de la casa rudimentaria alcanzaba a ver a un grupo de hombres conversando. Unos estaban en cuclillas alrededor del fuego, otros, sentados en unos pequeños bancos de madera cortada con machete. La mayoría de ellos estaban parados, conversaban en pequeños grupos como esperando una señal.

De repente el filo reluciente de un machete que mi abuelo, sin querer, dejó caer sobre la hoja de otro, hizo que me levantara brusca y rápidamente de la hamaca hecha con pequeñas piezas de telas que mi abuela, tiempo atrás, había logrado hacer para que su marido descansara y en la que me había recostado. Mis manos comenzaron a sentir un calor inexplicable y una sudoración fría empezó a correr por mi cuerpo de niña.

Miré hacía la cocina y la vi. Estaba ahí con una mirada lejana. Serena. Le acercó a mi madre unas sandalias de cuero que ella misma había ablandado con un poco de cebo y ajo, durante varias tardes, cuando la rutina le dejaba libre unos minutos. Su mano rodeó la cintura de su hija que hacía esfuerzo para no soltar una lágrima. Ni un sollozo se escuchaba. Ni un: “No quiero”, era posible ya.

Mi abuela, luego, se me acercó. Me miró como quien mira el horizonte con ganas de alcanzarlo:


Vista pouca roupa em cima (10)

E não se esqueça da água.

Não coma muito na viagem,

E quando a fome apertar,

Busque folhas, e raízes,

Que a floresta vai lhes dar.

Por si acaso a água acaba;

Pela manhã, bem cedinho,

Lamba as folhas das plantas

E busque nos trilhos da mata,

Nas pisadas dos cavalos,

Ou de outras bicharadas.

Ou se o céu lhes manda chuva

E enche bem os buracos.

Acalme, então, sua sede,

Junte um pouco se puder

Que aguentamos qualquer coisa

Mas morremos sem beber.


Clavó sus dulces ojos en mis pies y se retiró sin darse vuelta. Hasta hoy la recuerdo así. Como aquella que nunca se detiene y se dirige a fundirse en un abrazo interminable con el futuro.

El cansancio me venció y me recosté en un banco de madera. Estaba a punto de dormirme cuando una mano me tapó suavemente la boca y sin hablar me dijo tantas cosas.

Súbitamente y en silencio me paré. Vi que la maleta ya estaba a mis pies. La levanté y la dejé caer sobre mi hombro. Me amarré cuidadosamente la vasija con agua alrededor de mi otro brazo. La mano de mi madre, entonces, sujetó fuertemente la mía y me dio señales de avanzar. Miré el corredor, sus bancos, la hamaca, el patio de tierra, los tizones que aún seguían dando calor.

Caminamos unos pasos. Me di vuelta. Vi el palo que recostado al techo erguía sobre sí un trozo de tela blanca. Una fuerza se apoderó de mí. Me sentí gigante, intocable e inalcanzable. En mi cabeza solo resonaban los versos que la abuela me había enseñado desde pequeña:


Oh! Meu glorioso São Sebastião. (11)

Imploro o vosso divino auxílio e proteção.

Guardai-me e defendei-me dos meus inimigos.

Andando, viajando, dormindo, acordado, trabalhando e negociando

Quebrantai-lhe as suas forças, ódio, vingança, furor.

Qualquer mal que tiverem contra mim.

Olhos tenham não me vejam;

Mãos tenham não me peguem nem me façam mal nenhum.

Pés tenham não me persigam.

Bocas tenham, não fale e nem mintam contra mim.

Armas, não tenham poder de me ferir. Cordas, correntes não me amarrem.

As prisões para mim se abram as portas.

Arrebentem-se as chaves. Que esteja eu livre de guerra.

Meu corpo esteja fechado contra todo mal que houver contra mim.

Fome peste e guerra.


Sin darme cuenta habíamos iniciado la marcha. Lo hacíamos en total silencio. Volví la espalda para ver si podía divisar a mi abuela. Solo alcancé a observar una mancha blanca en la oscuridad. Pero el calor y la fuerza con la que mi madre apretaba mi mano me hicieron contener las lágrimas y tranquilizaron mi joven corazón.

La noche se fundía en mi cuerpo y en el de mi mamá. El ruido de las ramas que se rompían debajo de nuestros pies, cortaba el silencio nocturno. De repente, unos destellos de luz iluminaron el sendero y alcancé a vislumbrar a mi abuelo. Él nos señalaba el camino. Pude ver su sombrero de paja y, cuando quise decírselo a mi madre, ella, con un dulce pero firme apretujón, me invitó a seguir, en silencio.

Caminamos, caminamos, caminamos.

La preocupación de mi mamá se dejó notar cuando el día comenzó a clarear. Los pájaros cantaban alegremente pero mis pies cansados comenzaron a dolerme. Ella, como en un susurro, me dijo:


Aguenta um pouquinho mais. (12)

O dia está amanhecendo.

O cansaço está apertando

Mas eles, atrás, estão vindo.

Temos que continuar,

Deve ser forte menina.

Se o santo nos acompanha,

Chegaremos à Argentina.


Me di cuenta de que los versos de la abuela estaban en la boca de mi madre. Ella venía en cada palabra que aparecía y se acomodaba en el lugar justo para que yo prestara atención y aprendiera de ellos. Estaba ahí, en ese ritmo repetitivo y cadencioso. En ellos, podía verla con sus pies firmes en la tierra y una ternura inconmensurable en su rostro oscuro, con esas manos que hacían de todo para que lo poco que decían que podíamos tener, lo tuviéramos. En el susurro, en el viento, en la tierra que se desgranaba bajo nuestros pies, mi abuela se hacía leyenda.

Seguimos, más calmadas. La mano temblorosa de mamá, tomó un trozo de rapadura que llegó a mitigar la preocupación de ambas. La poca dulzura de la vida que había probado a mi corta edad, se derretía en nuestras bocas y nos hacía soñar con otros posibles y alcanzables cielos. Luego de un rato paré para sacarle el marlo a la vasija y la escuché:


Tranquila, não vai se afogar. (13)

De a pouco beba mocinha.

É preciso continuar

E cuidar as nossas coisas.

Pronto vai o sol sair.

O dia vai estar quente,

Guarda um pouquinho de tudo

Pra oferecer aos parentes (14).


Bebí moderadamente y mi pensamiento se fusionó con tanto verde, la enorme cantidad de insectos y el canto, hasta entonces, desconocido de una multiplicidad de pájaros. Árboles de diferentes alturas nos cobijaban. Hojas de todos los tamaños y un verde de diferentes matices nos rodeaban. A unos metros, más allá de donde nos encontrábamos, un caraguatá (15) nos ofrecía sus frutos. Mi mamá estaba a punto de tomar su machete para cortar el cacho amarillo del jugoso obsequio silvestre cuando se detuvo para ajustarse la correa de las sandalias que la abuela le había entregado antes de emprender el viaje. Y, entonces, las dos escuchamos, al mismo tiempo, el golpeteo del filo de un machete en las ramas más finas de los árboles y arbustos. Dio un manotazo desesperado. Me tomó del brazo y me empujó a un tupido follaje. Resbalamos. Nos abrazamos y sentí los latidos de su corazón cerca de mi cara. Me agarró fuertemente del brazo e hizo que lentamente nos acurrucáramos cerca del montículo de hojas y ramas verdes. Esperamos en silencio. Recosté mis manos en la tibieza húmeda de la tierra cubierta de hojuelas amarillas. Cerré los ojos y apreté mis dientes fuertemente. De repente empecé a escuchar pasos y susurros.

Levanté mi cabeza y entre las ramas vi a un grupo de dos hombres, una mujer y dos niños que se movían sigilosamente. De vez en cuando se detenían, conversaban y se daban vuelta a mirar hacia atrás. Uno de los hombres que llevaba una escopeta en sus manos silbó como si fuera un surucuá (16). Mi madre se movió velozmente, se arrodilló primero y me ayudó a levantarme. No nos habíamos puesto de pie, aún, cuando ellos nos vieron. Se detuvieron. Nuestras manos extendidas ofreciéndoles agua hicieron que la mujer y los niños corrieran hacia nosotras.

La mujer tomó la vasija y como la prisa no le permitía abrir la cantimplora, me acerqué. Tiré del porongo el trozo de marlo. Se lo pasé. Dio de beber a los niños, tomó un sorbo y rápidamente acercó la cantimplora a los hombres. Bebieron sin decir una sola palabra, solo miraban hacia los costados y para arriba como queriendo leer el mensaje que escribían el follaje de los árboles y el calor húmedo que comenzaba a sentirse.

Mi mamá tomó de su maleta un trozo de carne seca y se la dio a la mujer. Esta cortó un pedazo para sus hijos y para ella. Lo que quedó se lo alcanzó a uno de los hombres. Miré a mi madre, vi en su semblante cansancio, sueño y preocupación. La marcha que continuaba con dos machetes más, pero con siete personas que necesitarían alimentarse, retomaba el rumbo. Uno de los hombres que llevaba un sombrero de cuero miró hacia la misma dirección que yo y de un solo machetazo cortó el cacho de caraguatá, lo llevó colgando en su mano izquierda.

Yo no podía seguir. Tenía calor, se me cerraban los ojos y mis piernas parecían estar a punto de languidecer. Pensé en el patio de tierra, el corredor y la mesa de madera con una bandeja de batatas recién hervidas, tibiecitas. Sentí cómo una se despedazaba en mis manos y mi boca comenzaba a sentir el sabor seco y dulzón del tubérculo.

Recordé que la abuela, esa tarde en el patio, estremecida me dijo:


Não vai ser fácil filhinha (17)

Mas vai ter que aguentar.

A viagem vai ser longa.

Vai ter que se acostumar.

Não se afaste de sua mãe.

Cuida dela para mim.

Escuta o que lhe diz.

Não embraveça jamais.

Que mesmo sem dizer-lhe nada.

Ela não quer é seu mal.


Intentaba reconstruir los versos que había escuchado de la boca de la anciana más querida de mi corta vida, cuando oí a mi mamá. Hasta su voz sonaba como la de la abuela. La miré y su sonrisa era igual…


Apure o passo menina (18)

Não queira me abandonar,

Já caminhamos um trecho,

Só falta um pouquinho mais.


Y en mi mano dejó caer, como si fuera la tierra que íbamos a buscar, un puñado de farofa. La fui comiendo de a poco, para que no se acabara muy pronto y no me diera tanta sed.

Recuperé mis fuerzas. Me acerqué a los niños pero enseguida nos separaron porque decían que no debíamos hablar. Al lado de mamá, iba descubriendo unas minúsculas flores de variados colores y el reflejo de los rayos del sol que se filtraba entre las hojas de los árboles me dejó ver el celeste cielo que nos acompañaba.

Los hombres que iban adelante se quedaron inmóviles. El de la escopeta levantó la mano en señal de alerta. La mujer abrazó a sus niños y yo me prendí a la pollera de mamá. Sigilosamente corrimos hacía unos arbustos y nos mantuvimos sentados en cuclillas. De lejos los vimos. Un venado hembra con su cría avanzaba hacia nosotros, olía las hojas que se encontraban en el suelo. Mi corazón que se había disparado comenzó a tranquilizarse nuevamente.

El hombre del sombrero de cuero se detuvo, tomó su cuchillo y comenzó a desgranar los frutos del caraguatá. Contó hasta 5 y nos hizo una señal para que nos acercáramos. Yo llegué primero pero él no comenzó a repartir las frutas hasta que no estuvimos los tres (19). Mi boca se llenó de saliva cuando vi los frutos en mis manos. Las dos manos llenas de jugosos y dulces frutos amarillos. El reflejo del sol los alumbró, justo cuando los miraba encantada. Parecían un puñado de bolas de oro. Mi mamá se acercó, tomó dos y los guardó en la maleta junto con las bananas. Agarré rápidamente los tres que quedaron y los devoré con muchas ansias, aunque el último me produjo un poco de picazón en la boca.

Tenía ganas de cantar, pero no podíamos emitir ningún sonido.

El miedo y la esperanza se habían hecho carne en nosotros. Todo lo que ya habíamos caminado, los sustos, el cansancio, las piernas que a veces no respondían y el hambre que comenzaba a apretar iban de la mano con el deseo de llegar al lugar donde seríamos libres. Sabíamos que había gente que nos esperaba. Que tendríamos un lugar donde descansar, sembrar y cosechar.

Recordé que mi abuela decía que, si se enterraba el cordón umbilical de un recién nacido, en una maceta, parte de él, luego de un tiempo, pasaba a fundirse con la tierra, y como miembro de la comunidad, jamás se olvidaría de su lugar, de su historia y de su gente. Siempre estaría intentando volver. Parte de mí quedó abonando esa perfumada “hierba buena” (20) que adornaba el rancho donde descansábamos y daba la bienvenida a los que estaban de paso, cansados, agobiados, o habían sido castigados. Yo también quería volver. Ya no aguantaba el cansancio, el hambre y a la mañana, cuando vi a mi mamá lamiendo las hojas de los arbustos, supe que comenzaríamos a tener sed.

Ya no quedaba prácticamente nada de comer en la maleta. La mujer que venía con nosotros tenía los ojos cada vez más hundidos y a los niños se les había borrado la sonrisa burlona, ya no dejaban asomar, tan seguido, sus dientes blancos de entre sus gruesos y negros labios. Los había comenzado a vencer el calor húmedo, el hambre y la sed. Busqué disimuladamente un cubito de rapadura y sentí los ojos censuradores de mamá.



Me acordé de cómo sabían los caldos de verduras que mi mamá solía preparar cada vez que en la casa grande comían pollo. Las patitas y las vísceras, muy limpitas formaban parte del suculento manjar y como postre el “mingau” (21). Quería comer. Cerré los ojos y busqué en mi memoria el refugio más seguro y la sabia experiencia que me fuera entregada en forma de verso, días antes de emprender el viaje:


Não façam fogo nem busquem lenha (22)

Nem nada para se alumiar.

Não percam tempo em coisas

Pelas que os podem matar.

As comidas só vão ser

As que as deixem no caminho.

Guardem tudo o que sobrar

E agradeçam aos parentes,

Nessa tarefa há muita gente

Que estão nos ajudando.

E hoje o que vocês recebem

A outro pode estar faltando.

Por isso nunca se esqueçam

De agradecer os serviços

Pois é muito bom pra isso

Cuidar tudo o que se tem

Não tirar fora a comida

Nunca jogar fora a água.

São coisas muito essenciais

E sem elas morrerão.

Sempre ao fechar seus olhos

Peçam para o criador

Na viagem força e consolo

Até chegar a esse solo

E obter a liberdade.

Porque se antes de chegar

Eles encontram vocês

Poderão ser devolvidos

Espancados, contundidos,

E o que é pior ainda,

Morrer como foragido.


1) Especie de morral

2) Corta pluma.

3) La anciana pide a la nieta que no se olvide de su historia y que la de a conocer.

4) Harina de mandioca, tostada y condimentada que sirve como guarnición o acompañamiento de otros platos.

5) Dulce del jugo de la caña de azúcar que se cocina a altas temperaturas hasta formar una melaza espesa.

6) Especie de calabaza llamada legenaria. Antiguamente, se la utilizaba para transportar agua o algún otro liquido.

7) Raquis firme y grueso que constituye el eje de la espiga que conforma la mazorca del maíz.

8) Ropa interior femenina con encajes y o puntillas que se llevaba debajo del vestido o pollera.

9) Refiérese al necesario proceso por el que pasa el jugo de la caña de azúcar antes de convertirse en rapadura.

10) La niña recibe consejos de su abuela, acerca de cómo prepararse para el viaje, que hacer en el caso de tener sed o hambre durante la huída

11) Oración a San Sebastián para proteger y cerrar el cuerpo del fugitivo, librarlo de los males, ataques o captura que en las persecuciones sufrían los/las esclavizados/as que huían

12) La madre alienta a la niña a seguir, la previene de que están siguiéndolas y le recuerda que tienen la protección del santo.

13) La niña recibe pedidos de su progenitora para beba con moderación porque tendrían un largo y caluroso día. Además deberían cuidar sus cosas por si se encontraban con otras personas que estaban en su misma situación.

14) Se consideraba pariente (familiar, par, el otro yo), a toda persona que huía en busca de libertad y por ello era perseguido/a

15) Planta de la familia de las bromiliaceae cuyos frutos son comestibles y se utilizan en forma de infusión para combatir la neumonía la tos y la gripe.

16) Especie de ave perteneciente a la familia Trogonidae de bellísimo canto y que horada los troncos de los árboles para hacer su nido.

17) La niña recuerda las predicciones de la abuela, los consejos y pedidos que ésta le entregara unos días antes del viaje.

18) La niña es invitada a seguir la marcha.

19) De esta manera el guía le enseñaba que la importancia no estaba en quien era más rápido y llegaba primero al lugar sino, en hacer lo posible para llegar todos juntos.

20) Hierba medicinal que se utiliza para ayudar a tratar el resfriado común, calmar las inflamaciones y apaciguar los problemas digestivos, ayuda a la salud bucal, el estrés y la ansiedad.

21) Especie de crema de leche.

22) Instrucciones para el viaje, recomendaciones a cerca de la importancia del agradecimiento a las personas o fuerzas espirituales de las que se recibe ayuda.

Nélida Wisneke

Fragmento de la novela “No te olvides de los que nos quedamos”, que representó a Misiones en la Feria Internacional del libro en Buenos Aires. Wisneke es docente graduada en la Universidad Nacional de Misiones, con postgrados en Derechos Humanos y Lingüística Aplicada. Activista por los Derechos de las Comunidades Afroargentinas.

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