El eterno caminante

domingo 12 de junio de 2022 | 6:00hs.
El eterno caminante
El eterno caminante

La ruta provincial 7 une las rutas nacionales 12 y 14, a la altura de las localidades de Jardín América y Aristóbulo del Valle, respectivamente.

Transitar esa arteria, es brindarse uno la oportunidad de disfrutar de un inolvidable paisaje, pues el camino, asfaltado en su totalidad, se interna en las serranías selváticas, bordeando inconmensurables precipicios, lo que en algún momento nos da la sensación de estar viendo la selva virgen desde el mismísimo cielo.

En la mitad de camino, habiendo descendido una altitud considerable, se encuentra el valle del “Cuñá Pirú” (muchacha flaca), en donde el arroyo del mismo nombre le pelea su paso a la selva y a los cerros, para llegar airoso al río Paraná, conformando en su curso innumerables cascadas y propiciando lugares a sus orillas, donde se levantan hermosos balnearios para solaz de la gente de la región y de los numerosos turistas que transitan esa ruta.

En las proximidades de ambas localidades cabeceras de esa carretera, distantes 42 kilómetros entre sí, se erigen importantes plantaciones agrícolas que enriquecen la comarca. Teales, yerbales, cítricos y mil y un productos regionales que son posteriormente cosechados y elaborados en la zona.

El lugar, en plena selva, es el hábitat de distintas tribus de aborígenes guaraníes, de las ramas “Tupí” y “Mbyá”, que en la espesura levantan sus aldeas, las que van cambiando de posición a medida que cada comunidad decide abandonar el asentamiento, que esa es la forma de vivir de estos hermanos, quienes nunca se han de quedar en un mismo lugar por mucho tiempo.

Es común ver a sus integrantes, a ambos lados de la ruta, exhibiendo sus trabajos de cestería tales como canastos, arcos y flechas, cofres, alhajeros, entre otras variedades, y ofreciéndolos para la venta. Quien se detenga a admirar estos productos, y tal vez a regalarse un hermoso trabajo de artesanía indígena, no sólo estará ayudando a estos “paisanos”, como gustan definirse, sino que estarán adquiriendo objetos de primerísima calidad, producto de manos expertas en el tejido de mimbres.

Los colonos, a su vez, manteniendo un sistema de convivencia armónica con los naturales del lugar, se dedican a la agricultura y a una incipiente ganadería, la que permite, por lo menos, cubrir las necesidades de las comunidades que allí se nuclean. Demás está decir que se trata de gente sencilla, de gran cordialidad, y que sus hijos concurren a algunas de las escuelas que existen en esas colonias.

De boca de esta gente, he escuchado el relato que trata sobre “El Eterno Caminante”. Se trata de la figura de un hombre, un anciano, vestido a la usanza de principios del Siglo 20, a quien en forma frecuente se ve caminar por los costados de la ruta, a la altura del valle del “Cuñá Pirú”, en una u otra dirección. Se desplaza lentamente y no lleva consigo ningún elemento que se distinga como equipaje o avío. Su mirada, según refieren, es distante y nunca posa los ojos en los transeúntes.

Muchos de los vecinos del lugar, y algunos turistas, al observar su figura, han detenido la marcha de sus vehículos para invitar al caminante a subir, a manera de gauchada. Pero la figura del anciano, invariablemente, se esfuma ante los propios ojos de los viajeros.

De entre otros comentarios efectuados por vecinos de la comarca, resumo el de doña Benita Santibáñez, mujer de edad avanzada, quien me refería que el fenómeno no es nuevo y que se repite desde hace más de setenta años, cuando la traza de la ruta siete aún no existía y la figura de “El Eterno Caminante”, como lo llaman, se dejaba ver en los solitarios caminos vecinales que unían las distintas colonias que comenzaban a levantarse en esas tierras.

Sobre su origen y sus causales, son muchas las teorías con que se especula, pera cada una de ellas no deja de ser eso, una teoría.

Don Julián Krakievich, anciano muy ilustrado que alguna vez, siendo niño, llegara de Europa junto a sus padres y a quien le apasionan los fenómenos sobrenaturales, me explicaba con absoluta convicción que: “...el valle del “Cuñá Pirú” forma el vértice de un cono invertido, cuyas aristas estarían conformadas por las laderas de los altos cerros que encierran ese punto geográfico, siendo la base del cono el propio cielo, o sea, el espacio sideral infinito (esta definición pertenece a don Julián, siendo el autor un mero relator de sus dichos) y que allí se da, por rara coincidencia, un fenómeno que también se repite en otros lugares del mundo, aunque no con mucha frecuencia: Un portal a la cuarta dimensión”.

“De esa manera -según don Julián- lo que se observa desde el camino, no es otra cosa que la imagen de un hombre del pasado, de quien, vaya a saber por qué, su figura ha quedado atrapada en ese “portal cósmico”, como si fuera el sonido de un disco rayado que se repite hasta el infinito, conformando algo así como un espejismo que se refleja de una dimensión a otra”.

Hasta aquí la explicación del anciano (he escuchado otras, pero las he rechazado por “simples e improbables).

Recuerdo exactamente el momento en que me despedí de don Julián, luego de escuchar su extraña teoría, porque, en verdad, ese día quedó grabado a fuego en mi memoria.

Partí de la chacra de mi anfitrión, en mi automóvil, solo y sugestionado por su relato y con la secreta esperanza de que durante el regreso a casa se materializara ante mí la figura del “Eterno Caminante”. Mi mente y mi corazón se prepararon para presenciar el extraño fenómeno de referencia. Todo me hacía presentir que ese era el momento.

El sol se ponía tras los cerros tapizados por la selva y las penumbras avanzaban a paso agigantado cubriendo el paisaje, potenciando a la noche a cada segundo que pasaba.

En esas condiciones, avanzaba a muy escasa velocidad rumbo a Jardín América, para desde allí, desviar la marcha hacia Posadas. Y viajaba lentamente exprofeso, para poder observar a la “entidad fenomenal” si esta se presentara, como estaba seguro de que lo haría.

En ese estado de autosugestión me encontraba, cuando al llegar al punto más bajo del valle, luego de una prolongada curva del camino que desemboca en una de las pocas rectas allí existentes, pude observar a un costado la figura de un hombre que avanzaba en sentido contrario al mío.

Su ropa oscura lo hacía casi invisible al contraste de la oscuridad incipiente. Su andar era lento y un antiguo sombrero cubría su testa. Tuve tiempo de observarlo hasta en el más mínimo detalle. Todo coincidía con los relatos de los pobladores. Solamente su rostro me fue vedado ver, pues se cubría con una especie de bufanda, también de color oscuro. De sus ojos, pude percibir algo así como un destello.

Pretendí sorprender a la figura, deteniendo en forma imprevista mi coche a su lado y abriendo la puerta que daba hacia él, como invitándolo a subir. Y allí, en un segundo, ocurrió lo que hasta hoy me parece un sueño del que me cuesta despertar.

En el momento en que, detenida la marcha, abrí la puerta y en el preciso instante en que, según mis cálculos, la entidad debería haber desaparecido volatilizándose “como lo determinan las leyes universales de las distintas dimensiones conectadas entre sí” (según don Julián), la figura, con el rostro embozado, se introdujo en mi auto con un “terrorífico e inmenso revólver del calibre 38” en una de sus manos, arma con la que me asaltó, despojándome de todo mi dinero, mi reloj de marca reconocida, mis documentos de identificación personal y mi automóvil importado, con el que se alejó raudamente en dirección al río Paraná, dejándome abandonado y solo, en medio de la selva.

De cómo regresé a mi hogar, es otra historia. Del extraño suceso que conmocionó hasta los más profundos cimientos de mi personalidad (y de mi credibilidad), sólo he de decir que mi automóvil fue vendido en la capital de una nación hermana (a muy bajo precio, comparado con los precios del mercado nacional).

Habiendo mi compañía de seguros, cubierto todos los gastos ocasionados por esta “extraña desaparición”, sólo me queda el consuelo de pensar que estas cosas deben ocurrir también allá, en la “Cuarta Dimensión”.

Luis Ángel Larraburu

Del libro “El regreso de Paluncho Rodríguez”. Larraburu es autor además de “El Monje Negro”, “En los pagos del Oro verde”, “Sobre duendes, mitos y leyendas”, entre otros.

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