El otro

domingo 22 de mayo de 2022 | 6:00hs.
El otro
El otro

Jamás estuvo el otro tan cerca de la muerte como la otra noche.

Nunca como hasta la otra había yo deseado matarlo tan vorazmente. La lámpara que zigzagueaba sobre nuestras cabezas me alteraba y me volvía frenético.  Veía el zigzagueo también en él, yo quería pensar que el otro estaba muerto de terror. Pero era yo quien temblaba.

Yo imaginaba que mi cuchillo tenía el filo de diez sables. Se trataba de un solo movimiento y lo vería arrastrándose en un charco de sangre. Un solo movimiento cortante sobre el cuello y mi tormento acabaría para siempre.

La luz se meció más lentamente luego y lo vi en toda su integridad. Era un espectro quieto junto al muro, una entidad negra que me observa vacilante. En verdad esperé mucho para juntar este impulso de furia incontenible. Esperé mucho tiempo durante toda mi existencia para aniquilar al otro. Y es que el otro siempre estuvo detrás de mí, siempre acosándome aun en las noches más cerradas. Y tanto que luché durante toda la vida por conservar mi estado de ánimo, por vestir, pensar y hablar alegremente. Sin embargo, a pesar de todos mis sinceros esfuerzos por conseguir la felicidad, el otro me perseguía día y noche anulando todas mis emociones. Traté de serle indiferente por mucho tiempo, evité la atención de su presencia, su porfiada constancia de hostigarme con su figura, siempre muda e imperturbable, como un testigo omnisciente de todos mis actos. Siempre amé la soledad más que nada, pero su tenaz e imprudente morbosidad de seguirme donde quiera que yo vaya, de mirar lo mismo que yo veo, de descubrirme hasta en mis más íntimas situaciones me produjo una sensación de obsesiva incomodidad que terminó en una fobia calamitosa.

Intenté huir de su demoníaca presencia, probé mil estratagemas e ideé centenares de intrigas para deshacerme del otro de una vez por todas. En mi desesperación, leí libros de magia negra, busqué en los libros ocultos la clave para arrancarme ese insistente mal horrorizándome día y noche, probé hechizos, sortilegios grises y negros para verme libre de una vez por todas de tan perversa persecución. Pero toda fue en vano. Conmigo estaba siempre el otro. Siempre violando mi soledad, empecinado en espiar mi persona hasta en los rincones más ocultos de mi existencia.

Es por eso que esa noche decidí matarlo.

Decidí hincarle el cuchillo en el corazón y en las tripas, descorazonarlo y destriparlo de un solo movimiento. Y lo tuve frente a frente. Me miraba, sé que me miraba desde su espectro negro y se sonreía. Me sonreía riéndose de mí. El otro de mí. ¿Y yo por qué me reía también? ¿Creí en ese momento que podría realmente lastimarlo? Yo me reía conmigo y el espectro se reía también de mí. Su figura contra el muro se balanceaba pendularmente como ofreciéndose al sacrificio. Y no soporté más. No podía haberlo soportado aunque me ofrecieran todo el oro del mundo. Es una fuerza ciega, ahora lo sé, lo que lleva a matar y a ser muerto. Es un instinto que no se sabe de dónde ni por qué nace pero se vierte como una furia incontenible que golpea como un rayo. Fue en un abrir y cerrar de ojos. Tomé el cuchillo y de un solo movimiento le perforé el estómago. No vi sangre, no escuché lamentos, no vi una forma asustada que se moviese o mostrase perturbado por este acto. Al contrario, el espectro seguía completo e íntegro como empotrado sobre el muro. Su cuerpo estaba íntegro, como si nada hubiera pasado. Horrorizado, di unos pasos hacia atrás y el espectro se agigantó y me miraba como a un animal de presa. Eché a correr con todas mis fuerzas. Atravesé el callejón, crucé la avenida, tomé la primer calle que encontré y seguí corriendo desaforadamente. Pero cada vez que volteaba mi vista, cada vez que giraba el cuello veía la espantosa figura del otro detrás de mí. Comprendí entonces que mi propósito era una misión imposible de consumar, una utopía. Jamás iba a deshacerme del otro. La decisión ya estaba tomada. Siempre corriendo, llegué a la ruta principal de la ciudad y me arrojé bajo el primer camión que vi pasar. Como una mariposa al fuego. Estaba interiormente convencido que el otro se arrojaría conmigo y los dos estallaríamos como globos bajo los neumáticos del vehículo. Eso es lo que esperaba por lo menos. Y esto es lo último que recuerdo de esa noche.

Después ya desperté en este cuarto. Aquí me alimentan bien, aunque las pastillas a veces me parecen algo fuerte y duermo la mayor parte del día. Es mejor así, creo. La habitación me ayuda, está casi en la penumbra y me permite soñar con cosas jamás me van a ocurrir, y esto me permite la mayor parte del tiempo olvidarme del otro.

Estoy en una silla de ruedas, Perdí para siempre mis dos piernas y sólo uno de mis brazos me responde, pero como bien.

Lo único realmente feo son las sesiones. Es con la doctora Suart. Me hace preguntas y preguntas que yo no tengo ganas de responder, pues tirito de terror y de fiebre.

Nunca tengo hambre y sueño muy bien aquí, pero me molestan espantosamente esas sesiones.

Entonces es cuando la doctora enciende esos faros empotrados a la pared y me interroga una y otra vez. Yo trato de contestar rápido y evado la respuesta como sea y deseo con toda mi alma que se apaguen esas malditas lámparas que proyectan al espectro. De vez en cuando venzo mi cobardía y giro la cabeza lentamente, presintiendo la presencia del otro. Y allí lo veo, en el piso, triunfante, con un aire de soberbia repugnante recordándome que nunca estoy solo. Y sonríe, juro que sonríe.

Silvero, nació en Posadas el 10 de octubre de 1969. Falleció en septiembre de 2021. Fue escritor, gestor cultural y ex presidente de la Sociedad Argentina de Escritores filial Misiones (SADE). Es autor de varios libros de poesía y de cuentos.

Aníbal Silvero

¿Que opinión tenés sobre esta nota?