Posadas y Villa Encarnación

domingo 10 de abril de 2022 | 6:00hs.
Posadas y Villa Encarnación
Posadas y Villa Encarnación

Al llegar a Posadas no sabíamos con seguridad si el San Javier volvería a Corrientes o seguiría para Tacurú Pucú. Nos dijeron que solo después de la llegada del Triunfo se sabría algo.

Esta demora nos vino bien, porque así pudimos comprar los víveres y algo que necesitábamos para continuar sin tropiezo alguno el viaje aguas arriba.

En el Alto Paraná, para poder vivir y excursionar libremente, es necesario llevar provisiones, de lo contrario se está expuesto no solo a ser inconveniente sino también a pasar miserias, sea en los obrajes o en otros puntos, porque como los vapores no hacen viajes regulares, comúnmente se quedan cortados de provisiones, y tres o cuatro personas más, que coman dos veces diarias, por lo menos son insoportables a los que a gatas tienen para ellos.

En ciertos puntos el dinero es inútil, desde el momento en que no saben qué hacer con él. Los que tienen mercaderías son los empresarios de los trabajos, ya sea de yerba o de maderas, y éstos no quieren dinero si no trabajo personal, y así mismo más de una vez se ven en figurillas por habérseles concluido la mantención.

Por experiencia propia, cosechada en mi viaje anterior, conocía ya esto, resolviéndome entonces a comprar los siguientes artículos, que detallo para evitar el trabajo de averiguación al que quiera emprender viajes de esta naturaleza: Charque, grasa, tocino, fariña, porotos, sal, galleta, tabaco, caña, jabón, café, yerba, azúcar, cartuchos, extracto de carne Kemmerich y sopa Julienne. Estos últimos deben reservarse para casos extremos cuando no se pueda cargar mucho y haya que economizar los otros alimentos.

No se debe ni se pueden llevar artículos de lujo como vino etcétera, puesto que si uno toma, debe dar de tomar a todos, incluso los peones, a quienes hay que saber tratar con cierto compañerismo para que lo sirvan bien y con buena voluntad.

En esas alturas la ciencia no vale nada y los únicos que pueden sacarlo a uno de apuros son los peones.

Los peones del alto Paraná son curiosos. En su mayor parte paraguayos, correntinos o brasileros, se conchaban para todo trabajo; tanto sirven para manejar una canoa, lidiar con muías o bueyes, cargar a hombro, trabajar en el monte, cocinar y hasta cazar tigres cuando se ofrece.

Al ser contratados para el Alto Paraná ya se entiende que es para todo trabajo y uno no tiene más que mandarlos.

Es gente dócil, de buena índole, servicial cuando se sabe tratarla pero fácilmente inútil si nota en el patrón orgullo o falta de consideración.

Por esto digo y aconsejo a todos los que hagan expediciones, que sepan con disimulo y habilidad, captarse las simpatías de esa pobre gente, que tanto la merece si se tiene en cuenta lo penoso de los servicios y los múltiples peligros a que constantemente se halla expuesta.

En trabajos fuertes débese calcular en dos a dos y medio kilos diarios la mantención de un peón; fuera de un poco de caña que se les debe distribuir en los momentos álgidos de los trabajos para animarlos un poco, sobre todo cuando hace mucho calor y trabajan mojados en el agua.

En este clima que deprime a veces, el alcohol tomado en pequeñas dosis es un estimulante saludable, que el peón agradece inmensamente.

Además de estas provisiones esenciales, llevábamos: algunas chucherías para cambiar con los indios, como ser: agujas, hilo, tijeras pequeñas, anzuelos que aprecian mucho, un poco de lienzo, cuchillos ordinarios, espejos, etcétera; un pequeño botiquín en el que no faltaba una jeringa de Pravaz y permanganato de potasio, amoniaco, láudano, cáusticos, sinapismos, quinina, etc;— nuestros recados que tanto sirven para marchar como de cama para dormir;—varios útiles para coleccionar y pintar al óleo y acuarela;—una carabina suiza modelo Veterli, y dos escopetas: una suiza de fuego central y Lafouchet al mismo tiempo, calibre 16, y la otra inglesa, de un tiro a bala y otro a munición, calibre 20. Estas armas y varios revólveres constituían nuestro arsenal.

Una vez terminados nuestros preparativos y mientras esperábamos el vapor, visitamos a Posadas y a Villa Encarnación que quedan frente una de otra, separadas solamente por el Paraná que en esta parte es ancho.

Posadas, capital de las Misiones Argentinas, llamada antiguamente Trinchera de San José, es de fundación reciente, debido al comercio de yerba y maderas del Alto Paraná.

Como ciudad de 5 a 6 mil habitantes es no solo extendida si no también de un lindo aspecto moderno. Situada sobre la barranca del río Paraná tiene vistas magníficas.

La subida a la ciudad se hace por una calle que desciende al Puerto desmontada por una pendiente suave.

La edificación es regular y moderna. Tiene varias plazas, la principal está muy bien arreglada, con jardines delineados con gusto, donde, al lado de ejemplares de plantas exóticas se ven muchos también de la flora misionera.

La rodea una serie de cedros jóvenes que en Misiones se producen espontánea y abundantemente.

En el centro de la plaza se halla un cuadrante solar de mármol y al lado de él un cuadro con los cálculos correspondientes, que dicen fueron hechos por el ilustre sabio Bonpland.

Casi todo un frente de la plaza lo ocupa la Casa de Gobierno de estilo moderno y parecida a la de Corrientes. En los patios tiene grandes jardines llenos de plantas exquisitas.

En otro se halla la iglesia, sencilla, con grandes corredores a los lados.

El comercio de Posadas es importante y gira grandes capitales.

La exportación es mayor que la importación; aquella consiste principalmente en yerba, madera, frutos del país, charque, grasa, etc.

Posadas necesita, o una buena canalización del Río Paraná o que se lleve a cabo el Ferro Carril por desgracia paralizado.

Mientras estuvimos allí se hallaba abarrotada la plaza de artículos de exportación por falta de suficientes vapores, mientras que en Ituzaingó muchas mercaderías esperaban hacían tres meses la oportunidad de ser transportadas a Posadas.

Posadas tiene vida propia. Su ejido está poblándose y colonizándose con actividad, debido a los excelentes campos para la ganadería, principalmente para la cría de animales vacunos, caballares y mulares.

He observado una cosa curiosa: las detonaciones repetidas, producidas por la dinamita, que se emplea para romper el subsuelo de piedra al hacer los pozos de agua.

Invité a mis compañeros a visitar el pueblo paraguayo de Villa Encarnación.

Tomamos una lanchita a vapor de las tres o cuatro que diariamente hacen el viaje entre una y otra costa, y después de diez minutos desembarcamos en la Villa Encarnación.

El pueblo es largo y angosto y se extiende desde la orilla del río hasta subir una cuchilla, en donde estuvo antiguamente la reducción jesuita, cuyas ruinas pueden verse aún pero muy destruidas. Solo se conservan algunas gruesas paredes de tierra apisonada, con una que otra reja de madera dura bien conservadas aún, que sirvieron de contra marcos a las puertas y ventanas,

La casa que actualmente sirve de Cuartel-policía y Juzgado es de tipo jesuita también, pero me han asegurado que es de construcción más moderna a pesar de estar destruida ya.

En muchas partes se ven restos de paredes de piedra que parecen haber pertenecido a la Iglesia y Colegio, generalmente únicas construcciones que se edificaban de piedra.

La edificación de Villa Encarnación deja mucho que desear; la mayor parte de las casas, salvo algunas de material, son de paredes de palo a pique y techo de paja.

En una de las quintas que rodean la Villa se eleva un pino colosal (Araucaria Brasiliensis) que según reza la tradición fue plantado por los jesuitas.

Sobre la calle principal se encuentran dos reñideros. Parece que allí son muy aficionados a las riñas de gallos, hoy ya prohibidas en el territorio de nuestra República, en honor a los sentimientos caritativos.

Durante nuestra estadía en la Villa Encarnación, fuimos invitados por el don Carlos Reverchon a visitar su ingenio y destilería de caña de azúcar, situada como a una legua más o menos de la Villa. Aceptamos la invitación, no solo para conocer su establecimiento cuanto por apreciar sus colecciones etnográficas de las cuales teníamos noticias.

Montamos a caballo y acompañados por el señor León Gabaldo, caballero oriental que hace unos años trabaja por el Alto Paraná, nos dirigimos al ingenio con don Carlos Reverchon y los compañeros.

El trayecto recorrido puede decirse que fue de campo con arbustos y altas yerbas.

El ingenio queda en una altura y en la costa del monte, el que ha sido derribado en parte para plantar la caña.

La molienda se efectúa del modo primitivo: un pequeño trapiche todo de madera, compuesto de 3 cilindros verticales que giran uno al lado de otro por medio de un eje central vertical, el que tiene adherido dos palos formando ángulo que caen hacia los lados adonde se unen los bueyes, que, dando vuelta ponen en movimiento todo el aparato, el cual al apretar la caña, produce un sonido desagradable parecido al llanto de una criatura cuando se enoja, que lo hace insoportable para oídos poco acostumbrados a tan extraña armonía.

El líquido extraído de la caña, llamado guarapo, va por una canaleta de madera a las pipas situadas en un galpón donde fermenta.

En el galpón se halla también el alambique de sistema moderno, donde se destila el guarapo una vez fermentado. Allí alineadas, se veían una cantidad de pipas numeradas, llenas de líquidos de todos colores, que hervían según los diversos grados de fermentación.

En todo el recinto se notaba ese olor embriagador y pesado, propio de ella, mientras que del extremo de la serpentina caían poco a poco sobre un embudo colocado en una damajuana, el terrible líquido cristalino que tantos males ha causado a la humanidad.

La caña así extraída es de color blanco, de 19 a 20 grados y tiene un sabor especial desagradable, que pierde poco a poco con el tiempo, tanto más si se le agregan algunas otras materias como el fruto del guabiromi, hinojo etc., que le cambian su sabor: pero esto se hace muy poco, vendiéndose en general tal cual sale del alambique.

Antiguamente y aún todavía en algunos puntos del Paraguay, se fabrica la famosa caña de sustancia con un procedimiento un poco primitivo.

Los alambiques empleados son de tierra cocida y tienen en vez de serpentina un largo tubo de plomo que hace sus veces. Al poner el guarapo en el alambique colocaban junto con él gallinas gordas, espinazos de carnero y otras carnes y después procedían a su destilación.

Las cañas así preparadas tienen gran aceptación sobre todo por las personas enfermas; pero yo creo que la sustancia que contienen no es más que un pretexto para tomar más.

En el orden evolutivo la caña de sustancia ha de haber sido la antecesora del Estractum Carnis Liebig.

A pesar de todo, los verdaderos amateurs se quejan amargamente de que la producción es poca y que cañas como las que se preparaban antes, hoy ya no se fabrican, lo que no impide que se resignen también a tomar de la otra.

El señor Carlos Reverchon nos hizo probar algunas cañas viejas que encontramos excelentes; parecían coñac. Por curiosidad probamos también los guarapos que juzgué detestables; todo en pequeñas dosis, se entiende, Öni soit qui mal y pense.

Del ingenio pasamos a su casa, donde vimos una buena colección de objetos actuales de los indios Cainguás, como ser flechas, adornos de plumas etc. descollando entre todas una magnífica hacha de piedra engastada en un pedazo de palo, y una pipa de tierra cocida de forma muy curiosa.

El hacha me dijo venía del río Apa y la pipa de la sierra San Miguel.

Estos dos objetos los hice dibujar con el señor Methfessel. El señor Reverchon me cedió para el Museo un manojo de flechas, algunos otros pequeños objetos de los Cainguás y un magnífico cráneo de tigre.

Después de haber tomado algunos datos y apuntes nos despedimos del señor Reverchon y volvimos a la Villa.

El señor León Gabaldo me presentó al cura de la localidad, Presbítero Alejandro Imossi, argentino, y también aficionado a las ciencias naturales.

Habiéndolo visitado me cedió también unas flechas y algunos otros objetos de los Cainguás recogidos durante sus viajes al Alto Paraná en ejercicio de su ministerio.

La especialidad del presbítero Imossi es la Botánica y me mostró varios manuscritos relativos a la flora paraguaya, la que estudia en los ratos que tiene desocupados.

El resto del tiempo que estuvimos en la villa lo ocupamos en comprar algunas cosas que nos faltaba completar.

Al irnos a embarcar tuvimos la oportunidad de ver un acompañamiento curioso.

El muerto metido en un cajón de pino ordinario iba en una carreta tirada por bueyes que subían penosamente una cuesta al son de tremendos barquinazos; detrás de la carreta y a pie seguía el cortejo compuesto de ocho mujeres y dos hombres que llevaban velas encendidas.

Estos venían desde lejos y para no cansarse los acompañantes, se turnaban trepándose alternativamente a la carreta.

Llegamos a bordo. El “San Javier” aún no había terminado de cargar y en ese momento se ocupaban en embarcar mulas para los obrajes.

El embarque de las mulas es una obra de romanos. No hay animal que dé más trabajo que éste. En general son animales ariscos que cuesta mucho agarrarlos y poder ponerles el cinchón, con el que se suben por medio del guinche; allí son las patadas, los corcobos y las escenas tragicómicas en que se estropean no solo los animales sino también los hombres.

En una de estas un peón recibió, rápidas como dos tiros, dos patadas en el pecho que lo tiraron al suelo sin sentido. Todos creímos hubiese muerto, pero no fue así. ¡Al rato se levantó y recién vino a quejarse al otro día!

Al mismo tiempo que a éste le ocurriera tal percance, otro al dar vuelta recibió una patada en un lugar más cómico que lo hizo saltar al agua.

La sorpresa y el disgusto causada por la vista del primero se disipó muy pronto ante la del segundo, cuya desgracia fue festejada calurosamente en guaraní en medio de risotadas formidables por sus compañeros de trabajo, que siguieron lidiando con los burros, como si nada hubiese pasado.

Como estaban dando mucho trabajo y aún faltaban más de la mitad, el capitán resolvió diferir la partida para el día siguiente, porque con el río bajo no se navega de noche en el Alto Paraná.

Al otro día se procedió a la carga de la leña: cinco mil rajas, que era conducida a la playa en carretas de pura madera, sin un pedazo de hierro, que chillaban horriblemente al marchar.

De la playa se embarcaban en un bote y del bote al vapor, trabajo improbo y largo que nos llevó otro medio día.

Mientras tanto se embarcaban algunos peones contratados para los obrajes. Si las mulas y la leña dan trabajo, los peones dan más aún.

Para hacerse una idea de esto es necesario tener en cuenta el modo de su reclutamiento: Un patrón necesitado de peones los busca; el peón lo primero que pregunta es cuanto le da adelantado. El sueldo mensual, condiciones de conchabo, etc., es secundario para ellos. Lo que quieren es dinero antes de salir para poder divertirse, pues demasiado tienen que sufrir allá arriba, según su pintoresca expresión. Una vez recibido el adelanto de 100 o a veces de 200 pesos, según la escasez de peones que haya y la mayor demanda de ellos, el peón forma ante la autoridad el boleto de conchabo en formularios impresos, quedando desde luego completamente comprometido con el patrón, a quien empieza a deber desde el primer día.

El dinero que el peón recibe adelantado raras veces lo emplea en algo útil. Generalmente lo gasta en bailes, juegos y beberajes; así es que cuando llega el día de la partida, muchas veces hay que recurrir a la autoridad para que los obligue a embarcarse, sacándolos de los despachos de bebidas, etc.

Por este mal sistema, en que tienen gran parte la culpa los patrones, que nunca han querido uniformar un procedimiento y muy al contrario casi siempre han tratado de sacarse unos a otros los peones ofreciéndoles mayor adelanto, el peón se embarca para los trabajos, muchas veces semidesnudo, sin ropa, con una deuda grande sobre él, sin ganas de trabajar y sobre todo sin esperanza de poder devolver pronto en trabajo las sumas que ha recibido adelantadas, desde el momento que si necesita cualquier cosa allá arriba le cuesta el triple o el cuádruple, aumentando sin cesar su deuda, hasta que llega un día en que desesperado, abandona a su patrón debiéndole una larga cuenta.

El río Paraná se presta para la fuga de peones. En sus dos orillas, desde Tacurú a Posadas, se hallan escalonados un gran número de obrajes de yerba a madera, unos en territorio argentino, otros en paraguayo y otros en brasilero, de manera que pasando de un territorio a otro, ya están libres.

Los patrones no deberían aceptar peones cuya libreta no estuviera en orden, pero como en los obrajes no se trata de trabajos estables, sino de una explotación rápida de productos naturales, lo que más desean es que lleguen peones, siempre necesarios, y cierran los ojos a todo.

Una vez terminada la zafra, muchos peones alcanzan a pagar su cuenta y entonces no esperan un día más. Sin un peso vuelven a la Villa a descansar un tiempo para volverse a conchabar con el que le adelante más.

Una vez listo el “San Javier”, cargado de mulas, leñas y peones, levó anclas y de la Villa Encarnación pasó a Posadas para recibir otro poco de carga y marchar.

A las cinco dejamos a Posadas, mientras nos sentábamos a la mesa. Pasamos la punta del Itacuá, célebre por tener unas piedras en las que según las gentes de por allá, aparece una virgen milagrosa, causa de la constante peregrinación de personas de ambos sexos y de ambas costas, que van a depositar sus ofrendas sobre las rocas, consistiendo aquellas en general en velas de sebo.

Un poco más abajo de Candelaria fondeamos a las 7 p. m., después de habernos extasiado contemplando desde las ventanillas el magnífico crepúsculo iluminando intensamente la masa verde de la vegetación de la costa, coronada por las rosadas flores de los altos lapachos.

Juan Bautista Ambrosetti

Del libro Segundo viaje a Misiones de 1894. Ambrosetti fue uno de los primeros en recorrer esta región y dejar testimonio de lo que vio, escuchó y pudo experimentar. Autor de innumerables trabajos, folklorólogo, historiador, etnólogo, dedicado a la arqueología y antropología del Alto Paraná.

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