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El visitante (1730)

domingo 03 de abril de 2022 | 6:00hs.
El visitante (1730)
El visitante (1730)

El viajero que acaba de pedir asilo es un comerciante que anda recorriendo las misiones. Por la mañana ha cruzado el río y pedido permiso para pernoctar en uno de los pueblos que se levantan cerca de la costa. Ya ha estado allí alguna vez, no obstante, los padres son remisos a conceder albergue a visitas como ésta, la de un español que ha venido desde Asunción para recorrer las reducciones del Alto Paraná. Por eso, para evitar estos acercamientos, justamente, es que los pueblos se han construido apartados de las vías navegables. Porque lo más importante es mantener a los inocentes indígenas, dentro de lo posible, fuera de estos contactos provenientes de un mundo pecador. De buena gana lo habrían dejado afuera, pero este señor no es un cualquiera, se llama don Álvaro Miraflores de la Cuesta, un apellido con rango suficiente como para sonar en la corte. Y de hecho dice tener suficientes contactos en ella como para, de no obtener la hospitalidad que se merece, malquistarlos con las autoridades de la corona. Y no es momento para eso, cuando en los últimos años las misiones han comenzado a tener cada vez más roces con las autoridades españolas. Tampoco es de cristianos dejar a alguien que se dice devoto sin abrirle la puerta, menos cuando está establecido que hasta tres días se puede quedar, pero, sobre todo, sería una lástima no ver lo que viene a ofrecerles, porque dice tener en sus maletas crucifijos y escapularios confeccionados en Europa, medallas con imágenes de santos y, sobre todo, esas estampas sagradas, resueltas con la mejor calidad de impresión, así que la curiosidad es mucha. En las misiones si algo escasea es el dinero, pero, ¿Qué padre podría sustraerse a tener una de esas santas reliquias que, además, vienen envueltas con el aire de sus patrias lejanas…?

Se le ha concedido pues el permiso para alojarse señalándosele la fecha de partida, a lo que no ha puesto objeción alguna el español, conocedor de las reglas de la Compañía.

Eso sí, el padre Lorenzo le ha dado al cacique Chimó, que conoce al visitante, instrucciones precisas para vigilarlo, señalándole la principal: que no tenga contacto alguno con los paisanos.

De este modo es que el viajero ha quedado encerrado por la noche en aquel claustro, amueblado tan solo con una cama de tientos, una mesa rústica, una bacinilla abollada y una cruz de madera sobre la puerta de lapacho, y al que han ido a verlo, por la mañana, los padres Lorenzo y Salvador María para ver cómo pasó la noche pero, sobre todo, para extasiarse con lo que el viajero ha sacado de una de sus maletas: unos crucifijos acuñados en Amberes, rosarios de conchas labradas en Almería y pequeñas imágenes coloreadas de la Virgen, San Nicolás, San Jorge… además de otras estampas sagradas impresas en Barcelona de la mejor calidad. No disponen ellos de dinero, pero esas oportunidades son escasas en medio de los montes, así que el comerciante se ha conformado con embolsar unas pocas monedas a medida que transfiriera de sus manos, para la devoción de los padres, aquellas imágenes que tanto significan para estos desterrados, agregando algunas como obsequio por la hospitalidad. Luego ha comido con ellos en el refectorio y por la tarde, se ha sentado en la galería, para curiosidad de los indígenas, muchos de los cuales nunca han visto un extranjero, y que no dejan de pasar frente a él atraídos por su traje y su sombrero.

Por la noche el visitante ha vuelto al claustro de donde no debe moverse, secundado por el cacique Chimó y un ayudante que porta un candelabro. Una vez en silencio la misión, éste, con gran sigilo, se ha encargado de ir y venir trayéndole, desde las casas de los indios, donde las tienen guardadas, hasta la habitación del viajero, las cosas que a éste le interesan y que son el verdadero objeto de su viaje: rollos de pieles moteadas de gatos del monte, fundas llenas de plumas de colores iridiscentes, pequeñas bolsas de cuero con dientes y garras de tigre, yuyos afrodisíacos recogidos en la selva y piedras bezoares que los indios suelen hallar en las carneadas del matadero. Cosas que llegadas a Europa alcanzarán un precio extravagante. Mientras tanto el visitante ha ido pagando aquello a Chimó con pequeños espejos de mano, cuentas de vidrio, monedas de ínfimo valor, hojas de cuchillos, puntas de metal… todo lo que guarda su otra maleta de viaje. De este modo el cacique Chimó, con su ayudante silencioso, han pasado buena parte de la noche yendo del dormitorio del español a las diversas viviendas donde los indios tienen guardadas estas cosas y por último, después de haber recibido su propina, le ha ordenado al ayudante que vaya y despierte a la joven Rochí.

Amanece el tercer y último día de la visita en la misión. La campana del templo ha sonado temprano como siempre y la jornada ha comenzado sin variantes o, mejor dicho sí, con algo inusual como es la presencia de don Álvaro Miraflores de la Cuesta que ha asistido a la misa llamando la atención de los nativos. Poco después habrá de emprender su viaje de regreso hasta Asunción y, una vez llegado a esa ciudad, mandará a Buenos Aires lo que ha recogido en los pueblos donde se le permitiera pernoctar. Todo aquello cuyo precio irá aumentando con cada milla marina recorrida.

Se ha cumplido en rigor lo establecido y la visita parte sin haber quedado un día más. Tampoco entra en la categoría de pecado, por parte de los padres, el haber comprado por pocas monedas esas imágenes que tanto reconfortan y le están agradecidos a aquel hombre, que con tanta abnegación va de pueblo en pueblo sólo para proveerles de ese magro consuelo.

El viajero se ha ido al mediodía con sus maletas cruzando el Paraná en canoa, y por la tarde el padre Lorenzo sale de recorrida por las viviendas a dar sus bendiciones. No hay joven que no se acerque y doble su rodilla para recibirla, como Rochí, la indiecita que en su pelo negro luce ahora una pequeña presilla adornada con cuentas de vidrio. El padre está a punto de preguntarle de dónde la ha sacado, aunque prefiere hablar primero con el cacique Chimó, pero como es seguro que éste habrá alegar que ignora la procedencia, se limitará a instruirlo para que le diga a Rochí que, por favor, no aparezca en la misa con esos brillantes en el pelo.

Rodolfo Nicolás Capaccio

Inédito. El relato es parte del libro “Piedras en Verde Silencio”. Capaccio es licenciado en Comunicación social y docente de la Unam. Ha publicado varios libros.

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