En la Encarnacena

domingo 03 de abril de 2022 | 6:00hs.
En la Encarnacena
En la Encarnacena

Cruzábamos el río hasta Encarnación sólo para ir al correo. Queríamos mandar a concursos en España unos cuentos que habíamos escrito y aunque algunos digan que íbamos porque la estampilla desde allá salía más barata creo que íbamos porque nos gustaba el viaje en lancha, tomar Simba piña y ver el viejo edificio postal de la zona baja.

Ese edificio ya no existe.

En medio del tambaleo del río, Macedonio corregía con birome los errores de tipeo que había cometido al escribir a máquina durante toda la noche. No le importaba la presentación ni el protocolo ni la claridad que un lector exige en un texto sobre todo si va a juzgarlo en un concurso. Yo le decía que solo por eso no ganaba, que sus cuentos eran los mejores pero no cumplía las reglas. Para él eso ya era ganar, pero en el fondo la plata del premio le hacía falta, mucha falta.

En una de las sacudidas fuertes la birome fue a parar al fondo del río, lo tomamos como contribución a la contaminación. Cien mil no sé cuantos años va a durar ese pedacito de plástico carcomido que contiene otro cilindro menor adentro cargado de un poco de tinta oscura. Macedonio quería tirarse. Es más importante rescatar esa basura que llegar temprano, decía. El pasaje de La encarnacena miraba suspendido. Para que se calmara le di un poco de Simba piña, por no encajarle una.

Tenía tantos libros en la mochila que apenas podía caminar. Flotar iba a resultar difícil. Para qué los llevas, si el cruce es corto, le preguntaba. Encima tuvo que tirar un par porque vio que el agua estaba muy cerca del borde y pensó que era por sobrepeso y lo iban a linchar aunque no parecía una horda de matadores los que flotaban suspendidos en una ola paranaense.

En los primeros viajes observábamos a los pasajeros para inspirarnos. Las cosas que imaginé sobre las personas casi nunca resultaron ciertas. Resultar. Resultado. Tampoco estoy seguro de que imaginar fuera una operación que deriva necesariamente en una conclusión.

Una vez el rengo timonel, mientras los pasajeros ascendían, parecía leer, recostado en una butaca apoyando las piernas en el respaldo de otra, un diario del día con fotos a colores, sin embargo cuando yo apoyé un pié en la embarcación juro que vi, cuando pasaba la página, que entre el papel escondía un libro abierto de Joseph Conrad, escritor que había dedicado parte de su vida a la navegación.

Ya instalados los pasajeros en las filas y los pasillos, la lectura, ya fuera literaria o periodística, demoraba la zarpada y colmaba la paciencia de algunos cruzadores del río desesperados por llegar a la otra orilla en busca de mercadería barata, no pasaba lo mismo con las paseras, dueñas de una inmutabilidad endemoniada. A mí también, solo me calentaba el sol. El sol y la duda. Si lee a Conrad ¿Por qué lo oculta tras el Abc color?

Al querer partir la lancha se movía indecisa, resbalando en olas desparejas. Yo había empezado una época de temores. Ya no me creía inmortal como cuando niño. Por el costado, bajé la cabeza cuanto pude y miré la superficie del río casi de perfil. Aceitoso. Empujó contra nosotros fuerte y me salpicó grande, demoníaco. Sólo parecemos entender su diablura cuando el río está encolerizado y abermejado por el barro revuelto. Fue ahí cuando se le ocurrió a Macedonio el argumento del texto que mandó. Para matar a alguien en medio del río, qué mejor que una invitación a pescar. Y para convencer de una placentera pesca en una región como la nuestra qué mejor que el mito del dorado, el pez más valioso de los ríos argentinos. El oro, la tentación más antigua. Dorado, el mito, el nombre de la ciudad. Como no tenía con qué escribir fue a pedirle un lápiz al capitán de navío. Si tiene diario y tiene libro capaz tenga una birome, pensó, y efectivamente el hombre sacó una Bic de su bolsillo de la camisa en el cual relucía una insignia con su nombre Adriel Ajab.

En su último viaje Macedonio ya tenía una laptop vieja que se la había regalado un hermano al que le iba bien, y se la quisieron incautar. Le faltaba una tecla, no fue por eso el intento de incaute pero sí la constricción al escribir. También pensaron que llevábamos droga en nuestro equipo de mate, no sé porqué. Cuando el cana me dijo —abre ya la yerba!— yo estaba en un estado de tranquilidad natural de esos ideales para pensar bien en todo. Mis movimientos fueron lentos, y mi cabeza analizaba cada palabra, cada gesto, cada cosa que pasaba. Abre ya la yerba, me dijo, en vez de decir Abrí. Me trató de tú. De dónde será este cana, pensé. Siempre sospeché que eso de los traficantes que esconden droga en paquetes de yerba era un mito, pero ahora yo era acusado de esconder sustancias prohibidas, ¿Por qué en la yerba? Y entonces repetí en mi interior la orden, mientras me paraba y abría ya la yerba: abre ya la yerba, abre ya la yerba...¿No era un ejercicio palíndromo de Pedro Insfrán? Cuando inmediatamente apareció el capitán del barco dejando caer su diario que se deshojaba en cubierta y el oficial, sorprendido, le recitaba: —Baja arroz a la zorra Ajab—, y se estrujaban en un abrazo de viejos compinches de barrio.

Al año siguiente los concursos empezaron a recibir obras por e-mail, yo decidí ya no participar, o no lo hice por alguna otra cosa, despistado, resignado; de Macedonio no supe más nada pero una tarde, paseando por la costanera, mientras observaba una escalinata, su deterioro, el río, una gimnasta, las firmas estampadas de los enamorados en las famosas escaleras, el agua en la frente de la gimnasta, los pliegues de su ropa Nike, su cara de preocupación por cumplir la premisa del buen deportista: cansarse, aseguro que lo vi cruzando en una canoa y pensé: Sigue yendo al correo sin pasar por el puente, para inspirarse con el oleaje. Aunque la conveniencia de precios ya no exista, el concurso ya no exista, aunque La encarnacena ya no navegue, y nuestras vidas sigan su curso, pensé, él, como las olas, persiste en la suya, escribiendo sus historias demenciales a medio terminar.

Santiago Morales

Inédito. Morales tiene publicado los libros La devedeteca de Babel y Papeles de recienvencido.
Fotografía: Natalia Guerrero

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