De Misiones a Buenos Aires

domingo 20 de febrero de 2022 | 6:00hs.
De Misiones a Buenos Aires
De Misiones a Buenos Aires

A eso de las cinco de la tarde del 18 de marzo nos hallábamos reunidos en casa de Fernández que bajaba a Corrientes y que ocuparía también un asiento en el bote de Pablo, el cual nos iba a conducir a Ituzaingó.

Un momento antes de dirigirnos al embarcadero entró un joven de mediana estatura, más bien delgado, pero fuerte y nervioso, frente alta y despejada, mirada inteligentísima y de un aire modesto pero resuelto.

Al ponernos de pie para saludarle, Fernández hizo la presentación en estos términos: Un compañero de viaje: el doctor Bertoni.

Había oído hablar mucho del doctor Bertoni y quedé sorprendido al ver un joven de 25 a 27 años, siendo así que yo pensaba encontrar un hombre entrado en ellos. No era ajena a la idea que de él tenía formada una buena dosis de misantropía, que sólo alteraba pensando que un hombre de ciencia bien puede soterrarse en un desierto para llevar a cabo sus pesquisas, pero no era solamente la ciencia lo que había llevado al joven doctor a Misiones.

Halagado por promesas mal fundadas no sólo en su país (es Suizo del Ticino) sino también aquí, llegó acompañado por su familia y cierto número de compatriotas con el objeto de establecer una colonia y marchó al lejano Territorio a fines del 83, confiando en el cumplimiento de todas aquellas promesas. Crueles desengaños le esperaban. Los colonos se dispersaron, culpando a Bertoni, amenazándole con la muerte, llegando alguna vez a atacarle y debiendo reconocer, al fin, pidiéndole poco menos que perdón, que él había hecho todo lo que era humanamente posible por ellos y que otros eran los culpables.

Pocos días después de venir de Misiones, publicó algunas cartas en un periódico suizo de Buenos Aires, La Voce del Ticino, en las que, a grandes rasgos, refiere su triste y penosa permanencia en los confines de la Colonia Santa Ana, a orillas del Yabebiry.

Para soportar lo que él ha soportado se necesitaba un alma de su temple. Y sin embargo, en medio de las más crueles necesidades, no abandonó un solo día sus instrumentos meteorológicos ni las observaciones de la espléndida Naturaleza que le rodeaba. Espíritu esencialmente práctico y con una preparación académica excelente, ha reunido un cúmulo de datos importantísimos sobre los productos de Misiones bajo todos sus aspectos, y en cuanto a sus cuadros de observaciones sobre el clima del Territorio, no tengo inconveniente en declarar que constituyen un monumento científico que ha sido ofrecido a la Academia Nacional, de la que es miembro ahora, y en cuyo Boletín ha publicado ya un trabajo en francés titulado: Influencia de las bajas temperaturas sobre la vegetación en general y sobre los Eucaliptus en particular y que ha llevado a cabo después de haber hecho unas 40 000 observaciones al respecto.

Bertoni ha publicado en Europa numerosos trabajos científicos, y es miembro de varias corporaciones sabias o económicas, figurando entre otras la de Aclimatación de París, la que, habiendo recibido semillas de Misiones, remitidas obtenido excelentes resultados en los establecimientos franceses del Ton-kin.

No terminaría si hubiera de extenderme sobre los trabajos de Bertoni.

Al poco tiempo de hallarse otra vez en Buenos Aires (1886) se formó un sindicato de capitalistas, el cual suscribió una alta suma con el objeto de explotar los tesoros misioneros, bajo la dirección de Bertoni. Pero los inconvenientes que se ofrecían allí no compensaban con ninguna ventaja comparable a las que le brindaba el Paraguay, mientras que la concesión o venta reciente de la colonia Santa Ana a una empresa particular le obligó a abandonar el Yabebiry y, remontando algunas leguas el Alto Paraná, establecerse en los ricos campos que el sindicato había comprado en la costa paraguaya.

En la evolución de las cosas, en el girar de la rueda del carro de Sesostris, podremos un día los argentinos que hemos dejado pasar con indiferencia a Bertoni, colocarle, cuando menos, en el grupo de los más ilustres extranjeros que han estudiado nuestra tierra.

Sea lo que fuere, a las cinco en punto soltaba Pablo la amarra de su bote, izaba la vela latina y el trinquete y nos despedíamos de Misiones saludando con afecto a las personas que nos habían acompañado hasta la ribera.

El viento era favorable, la tarde fresca y poco después de entrarse el sol salió la luna, de modo que nuestro viaje, aguas rápidas abajo, no podía hacerse en mejores condiciones, a pesar de la estrechez en que nos encontrábamos, pues éramos siete y el bote iba muy cargado con los equipajes. Por otra parte, las leguas huían detrás de nosotros, ya que Bertoni supo fijar nuestra atención con temas interesantísimos, en particular sobre el Egipto antiguo, bajo sus diversos aspectos, cuestiones tanto más atractivas cuanto que él había hecho estudios especiales en Suiza, Francia y Alemania.

A las doce de la noche anclamos, no sólo porque nos encontrábamos en una parte peligrosa del río, pues se hallaba cerca el fondo de piedra y en la noche era exponerse a chocar por confundir el rumbo o las miras, sino también porque era necesario dormir, esto es, hacer la parada de que dormíamos, porque la suma de nuestras proyecciones en la horizontal era mayor que la superficie disponible y lo grotesco de nuestras actitudes era suficiente para quitarnos el sueño. Convenía también no cruzar de noche el Salto de Apipé, primero por el peligro y segundo porque era menester examinar sus rocas.

Por lo demás, no había mosquitos, reinaba una brisa fresca, nos arrullaba el cuchicheo de las aguas y nos mecía la embarcación, mientras la luna derramaba en el seno de la noche su masa de rayos purísimos como un velo de infinita y etérea blandura.

Al rayar la aurora, volvimos a tomar las posiciones de viaje y a disponer todo para el paso.

Nos encontrábamos cerca de las islas de la Luna y del Diablo (Yacyreta y Añaretá).

A eso de las siete de la mañana comenzamos a divisar reventazones y a percibir ruido de choques de agua.

Nos acercábamos al salto. Las aguas en las restingas formaban como un baile fantástico de espumas. La velocidad con que la embarcación avanzaba era considerable.

El cielo, a nuestra espalda, parecía un incendio en las nubes de un rojo de lacre; el río, metal en fusión; de oro el sol y los árboles deliciosos de verde y de frescura.

—¡Ahí está! — dijo uno.

Y en ese mismo momento sentimos como que la embarcación se hundía. Mirando hacia atrás pudimos percibir claramente el declive de las aguas.

Habíamos cruzado el Salto de Apipé, del cual me he ocupado anteriormente. Pablo, que estaba advertido de lo que yo deseaba hacer en el Salto, ejecutó, con una habilidad extraordinaria, una maniobra tan rápida, siguiendo un remolino, que pasó casi desapercibida en el primer momento, pero de la cual nos dimos cuenta después, y del tiempo que ha transcurrido, experimento desasosiego al pensar que los torbellinos pudieron tragarnos.

Sin saber casi como, pues, nos encontramos en una pequeña ensenada de rocas y arrecifes que sobresalían más de un metro y en algunas de las cuales había vegetación escasa.

La embarcación subía y bajaba rápidamente como si estuviera en el lomo de un monstruo jadeante, porque siendo el empuje de las aguas descendentes mayor que la velocidad de desalojamiento de las inferiores, hay allí un hervidero continuo.

Por medio de un gancho aproximó Pablo el bote y, aprovechando un movimiento oportuno, salté a una de las moles.

Estas rocas, mojadas, presentan un color marrón o pardo rojizo oscuro; secas, son de un tinte rosa agrisado sucio.

La superficie muestra una multitud de pequeñas cavidades, tanto que, a primera vista, se aproxima ligeramente al tipo del Basalto.

A fuerza de martillo separé algunos trozos (que he traído) y observé que las superficies de fractura no presentaban una sola burbuja o pequeña cavidad, pero sí muchos nódulos, como alverjas, más o menos, de Carbonato de calcio bien cristalizado y casi hialino, de modo que las burbujas externas no eran otra cosa que el hueco que antes llenaban los nódulos arrebatados por el agua. La Viridita muy escasa, deficiente en algunos fragmentos.

Por lo demás, la roca no me era desconocida, ya que la he descrito antes, y representaba, para mí, una de las variedades de Melafira.

Satisfecha la curiosidad por este lado, y en posesión de buenas muestras, volví a embarcarme; y, desde ese instante, consideré que había llegado la hora de descansar.

Resolví no tomar una sola nota más, no escribir una palabra, no cazar nada, no mirar, no ver, hasta llegar a Buenos Aires.

Estaba cansado. Pero no rendido.

Y esta fue la causa por la cual, un cuarto de hora después, no pude resistir a la tentación de sacar el lente y examinar con él la roca del Apipé.

No la habría cambiado por un Diamante en ese momento. Esta roca me ha parecido más rica en Cal que las otras de Misiones y se me ocurre que la industria podría aprovecharla para fabricar con ella una especie de cemento o argamasa después de quemada y molida, lo cual sería tanto más importante, cuanto que la Cal, en mantos, no existe en Misiones o a lo menos no ha sido hallada todavía, de manera que es necesario llevarla de Entre Ríos, lo que eleva mucho su precio, aunque es probable que baje, una vez que llegue el ferrocarril a Posadas.

No he tenido tiempo aún para ocuparme de esta cuestión, pero ya llegará la oportunidad de hacerlo y tendré un verdadero placer en comunicarlo al lector interesado.

El examen de esta roca me ha conducido a un punto de orden cuando se hace un viaje a Misiones.

¿Es navegable el Alto Paraná? Vale tanto esta pregunta como la otra: ¿Es navegable el Río de la Plata? Es claro que lo es, porque, si no lo fuera, no lo sería.

Que el Salto de Apipé es un inconveniente, no hay la menor duda. La roca, sin embargo, es relativamente blanda; el taladro, fácil de aplicar; la dinamita haría el resto. Aunque atracados a la costa y valiéndose de espías los botes pasan; pero no pasan al remontar, y es muy natural, por el salto mismo, cuya velocidad es muchísimo mayor que la suma de los esfuerzos del brazo y de las velas. Habiendo bastante agua, el salto (o corredera) desaparece y los vapores lo cruzan sin esfuerzo. Pero el inconveniente de la falta de agua no es privativo del Alto Paraná en el Apipé, lo es en todas partes y mal podría argüirse contra un río, porque, en un momento dado, no tuviese agua en un punto.

En presencia de los elementos de que hoy echa mano la industria y de las ingentes sumas que las naciones civilizadas gastan en beneficio público, el Salto de Apipé no es más que un espantapájaros. En ese punto, el Alto Paraná no da paso al buque de vela o más bien la vela no es suficiente para vencerlo y, en este sentido, el Alto Paraná no es navegable allí. Pero lo es para buques de vapor que avanzan a razón de 12 ó 13 millas.

Desde Corrientes hasta el Salto de Apipé es perfectamente navegable y desde el Salto de Apipé hasta el de Guaira lo es también.

¡Una dificultad!

Convenido. Pero, el Paraná mismo, uno de los ríos más espléndidos del mundo, ¿no ofrece a veces inconvenientes a la navegación por falta de agua en grandes bajantes y sólo en algunas partes?

Llegará el día en que desaparezca el Salto de Apipe, porque tal fenómeno es una necesidad para el desarrollo económico de aquellas comarcas. Pero la lentitud con que ellas progresan y la presencia de la locomotora en Posadas, quizá dentro de poco, retardarán la obra indefinidamente.

Pero vamos a dejar esta cuestión, que pertenece por derecho de existencia a los ingenieros.

A las ocho y media estábamos en Ituzaingó, donde permanecimos hasta la noche. Con la luna muy alta ya, nos pusimos en marcha hacia Corrientes, adonde llegamos antes de mediodía, habiendo perdido algunas horas a causa de un remolque infructuoso.

En Corrientes nos comunicaron que el vapor de la carrera acababa de zarpar para Buenos Aires y esto nos obligaba a detenernos allí hasta el día 24, día en que bajaría otro del Paraguay.

Tuve ocasión de volver a ver allí a Millot, quien puso en mis manos algunos ejemplares de minerales obtenidos por él en Misiones, cerca del río Alto Uruguay, y también algunos Insectos y Moluscos.

P. E. Millot es un francés joven aún, amable y emprendedor, que ha recorrido aquellas comarcas guiado por el amor a los viajes y por un espíritu positivo y que, sin desdeñar los placeres que un viaje ofrece a la contemplación del curioso inteligente, ha sabido clavar la mirada en los recursos naturales que aquellos ricos territorios ofrecen a la explotación.

En 1883 y 1884 trajo a Buenos Aires hermosas colecciones de plantas indígenas vivas pero el resultado no correspondió a su expectativa y si se agrega lo de siempre, falsas promesas, usurpaciones de prerrogativas, alguno que otro engaño, etc., etc., se comprende que Millot no quisiera volver a ocuparse de enriquecer nuestros jardines con el fruto de su trabajo, ¡Y qué trabajo penoso! Cuando le vi en Corrientes, estaba empeñado en fundar un establecimiento mecánico, montado con buenos recursos pero ignoro con qué resultados.

En estos momentos se encuentra al frente de una compañía por acciones, instituida con el objeto de explotar las maderas del Chaco, de Corrientes y de Misiones.

El 24 de marzo tomamos el vapor y el 28 llegamos a Buenos Aires.

Mi deseo estaba cumplido, el capricho satisfecho, las colecciones reunidas y salvadas, en mi poder los materiales que buscaba.

 

Del libro Viaje a Misiones. Holmberg, nació en Buenos Aires en 1852 y falleció en noviembre de 1937, fue un médico, naturalista y escritor argentino. Hijo del aficionado a la botánica Eduardo Wenceslao Holmberg y nieto del barón de Holmberg que acompañara en sus campañas a Manuel Belgrano.

Eduardo L. Holmberg

¿Que opinión tenés sobre esta nota?