El naufragio

domingo 20 de febrero de 2022 | 6:00hs.
El naufragio
El naufragio

El fuerte viento sur choca contra la corriente, y el Paraná se encrespa con rabia. El cielo cubierto hunde la noche en una obscuridad que sólo permite ver las crestas del agua agitada y el borde de los cerros contra el cielo. Me gusta navegar balanceado por las olas y oír cuando éstas se rompen o se acuestan sobre la orilla...

Subo el río sin esforzarme, ayudado por el viento fresco que me da en la cara. Remo a lo largo de la costa hasta lo del pastor Borel. De ahí ya puedo torcer y cruzar directamente a lo de Bade.

No se oyen los gritos de la selva ni los coletazos de los peces; todo es ruido de viento y agua re vuelta.

Al llegar frente a la casa del pastor me detengo a observar las luces. En la costa argentina sólo hay dos: la de Horacio Quiroga, que brilla muy blanca y lejana sobre la ensenada; y más abajo, la de Bade, amarillenta y próxima a la ribera, frente a mí.

Viro y me largo en la corriente. Está bravo el Paraná. Pero en este punto las olas no se rompen y caen dentro de la canoa; aunque son grandes y me levantan sacudiéndome en todos sentidos. A mi izquierda dejo la larga línea de agua agitada  que viene de la “corredera”, la que tiene movimiento de hervor y produce un ruido infernal. A veces, el remo de estribor tropieza en una ola, levanta agua, y el viento me la echa encima.

Al fin entro en el remanso de Bade.

Y un poco más allá, encallo sobre el islote. Mis sauces están crecidos y el viento les da vida animada; se mueven; sus lánguidas crenchas se ponen horizontales y hacen un ruido fresco.

De pronto me sorprende la aparición de un fantasma que emerge de las tinieblas y parece echarse sobre mí. Es la vela de la canoa de Roger; pasa rozando el islote,

-¿Adónde va con esta noche? —le grito.

-¡Hola! -me contesta, también a gritos—. Aprovecho el viento para ir a San Ignacio.

- ¿Qué hay allí?

-Baile...

Y desaparece hacia el infierno de la corredera. Cosa de loco. Quizá sea este porteño el más audaz aventurero de los habitantes del Alto Paraná.

La casa de los Bade está situada sobre una altura que domina ambos lados de la “corredera”, la ensenada y, aguas abajo, hasta cerca de mi bananal, el que ya queda oculto tras el cerro de Roger, debido a la curva del río.

Amarro mi embarcación, después de sacarla fuera del agua hasta la mitad, para evitar que las olas la inunden. Y llego a la casa sin que los perros lo adviertan, tal es el viento y el ruido.

El edificio, construido por el mismo Bade, su mujer y sus dos hijos, es de piedras lajas y techo de chapas de hierro lisas. El interior está revestido de tablas, y de todas las paredes cuelgan adornos, inscripciones en alemán, objetos indios, reproducciones de cuadros antiguos y retratos de familia. La sala-comedor no tiene paredes, sino ventanas, con postigos horizontales que se abren y apuntalan con varillas; parecen grandes ojos que levantan los párpados somnolientos hacia el río. Un pequeño telescopio emplazado en el alféizar busca de continuo los objetos que bajan a la deriva, observa los rostros de los que van y vienen en canoas y lanchas, y escudriña en la vida íntima de los vecinos. Cuando navego frente a esta casa, sé que alguno de los miembros de la familia Bade tiene un ojo puesto sobre mí. Este saloncito, por cuyas ventanas entra un paisaje maravilloso, es un confortable rincón donde la familia se reúne, descansa, lee, conversa y se distrae. Bade es un hombre instruído, de espíritu filosófico y alegre; ama la música y la naturaleza, y le gusta conversar. Además, es un curioso alemán que reconoce en los criollos una aguda inteligencia; no es “racista’; su hijo Wolfgang va a casarse con una criolla de Santa Ana.

Después de la comida me trabo en discusión con Bade acerca de la teoría de la gravitación y la ley de equivalencia, de Einstein; mientras la señora cose a máquina ropas para los muchachos, Wolf toca la guitarra y Borwin espera el fin de la discusión para comenzar conmigo una partida de ajedrez.

Pasa un barco. Por el ruido de sus motores reconocemos al “Guayra”; viene de Puerto Mendes, Brasil. Borwin le dirige el telescopio y se pasea por los luminosos salones y camarotes entrando por las ventanillas. Hasta que, un poco más abajo, desaparece y se apagan sus motores tras el cerro de Roger.

Casi en seguida oímos dos detonaciones. Después gritos y palabras confusas. ¿Una pelea? Se repiten los gritos y se van aproximando. Provienen del río, en la ensenada. Corremos todos a las ventanas. Parece que los que gritan bajan a la velocidad del agua. Al fin comprendemos algunas palabras:

-¡Don Pancho! ¡Socorro!....

-Pero... -se pregunta Bade- ¿será un herido de bala o será un náufrago?

Los gritos se repiten, y ahora comprendemos todas las palabras:

-¡Don Pancho! ¡Nos estamos ahogando! ¡Por favor, don Pancho!...

-Los hundió el “Guayra”- comenta Borwin.

-Los va a salvar don Pancho -dice Bade.

Y en verdad, todos estamos convencidos de que don Pancho ha de salvarlos. Pero cuando vuelven a gritar nos damos cuenta de que no es así:

-¡Socorro, don Borel, nos morimos!...

-Bueno -comentamos-, los salvará Borel. ... Pero tampoco los salva éste. Después de mucho gritar, la corriente los pone frente al boliche de Kóffer, y ellos gritan:

-¡Nos ahogamos! ¡Sálvenos, don Kóffer! ¡Dios ... mío, nadie viene! ¡Nos morimos!...

Entonces Borwin y yo hacemos un movimiento de correr en auxilio de los náufragos.

-¡No hay que ir! -nos detiene Bade, con cierta violencia- Han llamado a todos menos a nosotros; pues, ¡que los salven ellos!

Vuelvo a la ventana, y en ese momento los náufragos, que tampoco son salvados por Kóffer, gritan:

-¡Por favor, don Roger!... ¡Socorro!... ¡Sálvenos, compadre Aranda!

Esto me tranquiliza. Si no se han ahogado hasta aquí, serán salvados. A partir de Roger en adelante todos los habitantes de las riberas son criollos. Estos jamás buscan razones para no acudir en auxilio del que se encuentra en aprietos; cuando oyen la palabra “socorro” se olvidan de pensar si se trata de un amigo o de un enemigo, y van no más.

La actitud de Bade me da rabia. Voy al puerto, me embarco y me largo aguas abajo, costeando para defenderme del viento y las olas de frente. Los náufragos han dado vuelta al cerro y no se los oye; además, ya están muy lejos. Noto que, felizmente, la fuerza del viento ha disminuido y el Paraná se está tranquilizando.

En el puerto de Aranda encuentro a doña María.

-Forom o compadre Saturnino e don Rufino que berraban. Ya foi Aranda a os salvar n’o hua viró.

-¿En el huaviró?, ¿y con esta agua? Tendré que ir yo...

 -¡Nom! Deije, don César; ya forom muitos a salvar a ellos: o compadre Romero e o brasileiro Suárez também, com boas canoas.

Dejo a la viejecita doña María y cruzo el río en línea recta. Aquí las olas continúan levantándose rabiosas; se rompen, y el viento me las echa encima. Llego a casa completamente mojado.

El relato es parte del libro Aguas Turbias. Dras publicó Alto Paraná y Apuntes del Alto Paraná (1939); Tras la loca fortuna (1940). Germán Laferrere, su nombre verdadero, residió en la zona San Ignacio varios años.

Germán Dras

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