Las alas pierden sus mariposas

domingo 23 de enero de 2022 | 6:00hs.
Las alas pierden  sus mariposas
Las alas pierden sus mariposas

“No le tengo miedo a la muerte, a lo que sí le tengo miedo es al trance, el ir hacía allá. Confieso que tengo curiosidad por saber de qué se trata.”
(Atahualpa Yupanqui)

La Bajada Vieja es el equivalente posadeño de la parisina Colina de Montmartre. Más allá de sus diferencias, sobresale la pareja naturaleza de las emociones que concita en toda suerte de bohemio sin enmienda. Otros paralelismos exquisitos son posibles: La Cumparsita del oriental Gerardo Matos Rodríguez -”Becho”- y la Serenata de Schubert, son perfectamente equiparables, tanto por el significado estético y entrañable en las culturas en que fueron concebidas como por su difusión universal. Con argumentos muy atendibles, el afincado Ysidor Lindquist postula un parangón entre la Ständchen y La Calandria de don Isaco Abitbol. Pero, las comparaciones no se agotan entre afinidades desparejas, también las hay entre opuestos absolutos como la vida y la muerte, tan distantes y distintas, tan drásticamente diferentes y claras a las que cada cultura confiere sus matices y sus miedos. Y eso viene de lejos.

Varios meses después de nuestro encuentro en San Vicente, confluimos en el mítico lugar cercano al antiguo puerto de Posadas con el fascinante “profesor” de historia antigua. No lo llamaban así porque enseñara sino porque sabía. Él nos había contado aquellos episodios de Sumeria y sus infortunios.

Esta nochecita nos acompaña mi inseparable “escudero”, el rústico y noble secretario y chofer; sin el frio siberiano de aquellos días. La cita es en el viejo Almacén de Doña Pomposa en vísperas de celebrarse las festividades del Caraí Octubre con los calores del mes homónimo.

Algunos ritos pueden prescindir de toda palabra y son ejecutados mediante gestos leves e inequívocos; la bendición, el saludo militar, el índice friccionando horizontalmente el cogote; así, obedeciendo a un simple ademán, el diligente mozo nos trajo sendos vasos de vino con una picada de queso criollo y esquivas aceitunas escoltadas por mortadela para amparar nuestras divagaciones.

Transcribo ahora los pasajes relevantes de lo que hablamos con el profesor aquel día, pasando por alto muchos detalles para no interferir en el meollo de su conmovedor relato.

Sin apenas mirar su vaso y sin apurarlo el profesor comenzó:

- El hombre nace con atributos discernibles; la capacidad de ser feliz, el extraño don del sueño, la conciencia de su muerte, el placer de saciar apetitos culturales y la ilusión, que impulsa sus noches y sus días. Las esperanzas han sido y son el motor de sus dichas, pero también la razón de sus infortunios. Digo esto porque pienso en un aborigen que, confinado en los olvidos de la epopeya, fue despreciado por los incrédulos en los anales de la leyenda y reducido a categoría de mito por antropólogos descreídos. Puede decirse de él lo mismo que sobre Gilgamesh, el inmortal: “Aquel que percibió las profundidades bajando a los infiernos, que todo lo ha visto, que ha experimentado todas las emociones de júbilo y desesperación, que ha recibido la merced de ver dentro del gran misterio y hurgar en los lugares secretos anteriores al Diluvio”. Un guaraní de nuestra tierra colorada ha experimentado nuestras lastimeras nociones sobre la vida, la juventud, la vejez y la muerte, pero no como un siclo sino como dualidades enfrentadas, como términos situados en extremos; vivir para siempre o morir para siempre.

Tras una pausa el profesor apuró el primer trago y siguió diciendo:

-Una sobrina, que estudia en el Instituto Montoya, me pidió información sobre las creencias de los guaraníes pretendiendo que yo supiera algo sobre ellos. Como lo que leí era muy poco o insuficiente, decidí ayudarla con algo que me fuera informado de primera mano mediante mis largas conversaciones en Yabotí con el Cacique Amarú. Un día, hace ya varios años, sentados frente al fogón, me contó el viejo cacique que su aldea estaba rodeada de monte cerrado lleno de árboles y frutales, bordeada por arroyos frescos llenos de peces, donde la vida era fácil y feliz pues nunca faltaba nada en verano ni en invierno; cuando no había fruta había pescado y cuando venía la seca abundaba la caza. Me dijo que en el monte no existe el aburrimiento; cada caza, cada pesca, cada lluvia, cada siesta y cada luna emocionan como la primera vez. En la selva tampoco hay ruido, todo lo que suena es natural.

- Profesor, interrumpí, ¿en qué idioma hablaban?

- En guaraní, naturalmente….Los viejos arandú, en las vigilas de braseros centinelas, contaban historias sobre Yaguatí, un joven guapo y lleno de vigor que era motivo de celos y de envidias porque quería partir hacia la zona de Y-guazú, las grandes aguas, en busca de un isipó que aumentaba la belleza, la fuerza y el valor. Nadie le creía y todos se mofaban de él, pero, un cacique de aldea vecina, lleno de celos y rencor que también había oído hablar de la maravillosa planta, decidió en secreto comentar a su hijo Tuvichá los propósitos del joven Yaguatí y ordenó a aquél que lo siguiera día y noche para apropiarse de su descubrimiento y, en su caso, darle muerte para convertirse en el único poseedor del secreto y sus fascinantes poderes.

Durante la difícil travesía por la selva, Tuvishá pisó una rama seca y fue descubierto por Yaguatí pero, extrañamente entre hostiles, en lugar de trabarse en combate y darse muerte, por algún recóndito albur o quizás percibiendo ambos simultáneamente la valía y calidades de cada uno, depusieron sus ímpetus de armas filosas y se hicieron amigos. Aclarados entre ambos el motivo final del viaje deciden continuar juntos, así la búsqueda se hacía menos incierta y más segura. En su arduo derrotero libraron feroces luchas contra la espesura, los desfiladeros de piedras filosas al borde del río, el calor húmedo y abrasador, las ponzoñas de los reptiles, las ortigas incisivas, las sangrientas espinas, esquivando colmillos de tigres y jabalíes.

- Dura la vida de los mbyá profe,─ señaló mi chofer.

- Así es, sólo los seres vulgares llevan una vida muelle y tranquila, los sobresalientes nunca sucumben a los deleites efímeros. Recuerden que los guaraníes de nuestros lares no eran guerreros, pues no pretendían dominar a nadie ni tenían que defenderse de un agresor cercano, hasta que llegamos nosotros, claro. Pero ya saben que los jesuitas no vinieron con espadas. Bueno, esa es otra historia. Pero ¡oh, gracia de todas las desgracias! No hay camino del hombre en que el amor no se imponga o se interponga, correspondido o no, siempre aparece, para dicha o infelicidad. El voluntarioso Yaguatí, no queriendo distraerse ni postergar su decidido propósito rechazó el sugestivo amor que en una aldea de descanso y aprovisionamiento le profesara la hermosa Aramí, hija del cacique. Corresponder a su irresistible amor sería un signo de debilidad enfadoso. Ninguna forma de dulzura debía disminuir la capacidad de atravesar las espesuras hasta llegar a las aguas grandes y la fuente de la fuerza y la belleza. Ningún sentimiento noble podía debilitar el ímpetu ni aminorar las premuras del viaje o poner en peligro la afanosa búsqueda.

Tras una larga bocanada a su cigarro “Gracielita”, el profesor continuó:

- El desdén amoroso, desde el principio de las noches, ha sido una de las mayores ofensas. Ningún agravio ni ultraje contra una princesa guaraní –que finalmente es una mujer despechada- puede ser más grande. Ninguna ofensa es mayor para desatar la volcánica furia femenina -así en la tierra como en el cielo- cuando el primordial capricho es insatisfecho. En lavas hirvientes de su real ira, la princesa desatendida despachó en venganza a la Ñacaniná para destruir a su desdeñoso amante y de paso a su amigo.

- Ups, ¿no hubiera sido más fácil rallarle la corteza del isypó venenoso que se emplea para procurase pesca fácil y darle de beber? O de parte de Yaguatí ¿no era preferible sacrificarse un poquito con un buen retozón con la buenaza de Aramí? - Punteó mi chofer.

Se notó en la mirada del profesor el incordio por la interrupción y la vulgaridad de lo dicho. Luego de su desaprobatoria pausa y mi fulminante mirada, el profesor prosiguió:

- No, por fortuna los amigos matan a la gran víbora, pero tarde; no pudieron evitar que durante el combate el portentoso reptil vaciara su ponzoña en el brazo de Tuvishá causándole la muerte.

En ese momento el profesor hizo un largo silencio; tras varios intentos fallidos consiguió pinchar una esquiva aceituna mientras con los dedos acertaba al queso y el embutido.

- Desolado Yaguatí, profundamente conmocionado por la desaparición de su amigo, desesperado y triste emprendió la búsqueda de una insensata forma de consuelo y alivio para su pesar: con el fervor de quien procura agua en el desierto y calor en la nieve, se le ocurrió dar vuelta el destino y cambiarlo para que una calamidad como la muerte de un amigo no vuelva a suceder jamás. El altruismo puede también adquirir formas desaforadas: “Si yo no muero, ningún amigo sufrirá mi ausencia”. Bajo el signo de estos encandilamientos concibió la desquiciada idea de buscar la inmortalidad no solo para él, sino para todos.

En este punto, mi chofer, apuntador incontinente si lo hay, exclamó:

- Y sí Profe, estaría buenísimo.

Con un gesto negativo y una mirada desaprobatoria dirigida a mí, el profesor añadió:

- Si lo piensas bien, no morirse nunca, debe ser la peor pesadilla. Hay mucho escrito sobre eso. Pero, prosiguiendo con nuestro aguerrido mbyá, su determinación lo conduce por infinitos caminos en un derrotero inagotable hasta donde viven Guarayúy su mujer, a quienes los misterios de los montes concedieron el desmesurado don que Yaguatí pretende ahora: la vida eterna.

En un alto de su largo peregrinaje, al caer la noche, Yaguatí halló refugio en una aldea ya cercana a las grandes aguas y conversó largamente frente al fogón con una vieja muy sabia. La anciana era glosada por su marido, pues la mujer del cacique sólo habla a terceros por la voz de su esposo. Enterada de su cometido, trató de disuadirlo de su empeño: “She ra-á, nunca encontrarás lo que buscas. Cuando Tupá creó al hombre, le dio la muerte por destino y se quedó con la vida interminable sólo para él. Disfruta y deléitate con lo que se te ha concedido. ¡Mientras puedas come, bebe, ama y diviértete, que para eso has nacido!”

Pero, nada podía hacer mella en el inconmovible denuedo del viajero quien sin inmutarse preguntó a la vieja por el camino hasta las ruidosas aguas grandes.

Ella le respondió: “Guarayú vive cerca de dos cascadas muy grandes que son hermanas, para llegar deberás cruzar saltos y torrentes bravíos de varios ríos y una laguna de muerte que ningún hombre ha traspasado sin perecer”.

- Pero, yo ni caú me meto en esas aguas, dijo mi consabido apuntador

- Como ya saben, una de las cualidades de los héroes es la fortuna, de modo que Yaguatí no tardó en encontrarse con un botero y su canoa, siendo advertido de una severa condición; no se emplean remos sino varas porque de ninguna manera el pasajero debía salpicarse con el agua. Para no mojarse, cada vara de tacuá ruzú utilizada una vez que se sumergía hasta el fondo debía ser soltada de inmediato y suplantada por otra, para que ninguna gota moje los dedos. Habiéndose procurado decenas de varas comenzaron a navegar. Justo al agotarse las tacuaras, alcanzaron la isla situada en medio del estruendo de turbulentas aguas y portentosas caídas que la rodeaban por entero. El misterioso Guarayú, que esperaba en la orilla, fue impuesto de las intenciones del intrépido Yaguatí apenas toco tierra firma e intentó persuadirlo:

“¡Ay, joven, nunca encontrarás lo que buscas! Pues nada en este mundo es para siempre, todo fluye y pasa como la tarde, cada lechuza que nace en algún momento perece, las frutas maduran y se caen, se detiene la lluvia, se caen las hojas y caduca la memoria, flaquea la vista y se extingue el deseo, pierden sus alas las mariposas y se oculta el sol como la luna y las estrellas. Hasta los viejos rencores se extinguen con el paso del tiempo. La inmortalidad sólo es posible si te conviertes en piedra. El don me fue concebido una sola vez por Tupá, pero no como premio, sino como castigo por mí soberbia; así vine a ocultarme en este lugar inaccesible para que nadie vea mi desdicha y nada me recuerde a los afectos que me faltan desde que estoy siempre y para siempre. Ya sólo aspiro a que la amnesia atenúe mis pasares y el olvido haga el trabajo de la muerte”

Una mujer muy anciana, que entonces acompañaba a Guarayú, congraciándose con el joven valeroso, intercedió para que, como consuelo a sus largas fatigas se enseñe a Yaguatí dónde localizar la planta que devuelve la juventud permanente, más no la inmortalidad. Condolido el sabio cede y revela que la planta está en lo más profundo de una cueva de la mayor cascada. Yaguatí decide a ir en su busca y la encuentra, pero, antes de tomarla se sienta y largamente reflexiona:

“Nunca podré soportar que mueran todos aquellos a quienes amo, ni ver desaparecer a mis hijos y mis nietos y todos sus hijos y descendientes. Podré tolerar que muera el día, que la guayubira más grande se seque, que desaparezca el agua con más peces, que la corriente se lleve mi choza, que la lluvia extinga el fuego que mantiene a raya al yaguareté, pero no seré capaz de soportar la ausencia de las chispas reflejadas en los ojos de Panambí, de no ver su sonrisa en los aguaceros, el miedo de su rostro en las tormentas, su risa de alivio entre mis brazos, de no escuchar su voz chapalear en el arroyo. Ahora entiendo: no vinimos a vivir para siempre, sino a morir para siempre”.

Rodolfo Roque Fessler

Del libro Cuentos de la Bajada Vieja que saldrá póximamente. El autor tiene publicado “Los blancos dientes de la aurora y otros cuentos”.

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