Pinceladas de historia

El epílogo de las Misiones

domingo 14 de noviembre de 2021 | 6:00hs.

El fenómeno del abandono masivo de los pueblos de las Misiones durante las guerras artiguistas trajo como consecuencia la creación de nuevos poblados, muy precarios, construidos bajo los modelos urbanísticos de los pueblos jesuíticos. Algunos sobrevivieron, como los casos de San Miguel y Loreto, fundados a orillas del Iberá, que se integraron voluntariamente a Corrientes en 1828.  Los otros tuvieron una duración muy efímera y terminaron violentamente a partir de una agresiva intervención militar del gobierno correntino que culminó con la incorporación del sur misionero a aquella provincia.

Uno de los pueblos fundados a orillas del Iberá, en el Paso de las Yeguas, sobre el río Miriñay, fue San Roquito, el que, a pesar de su cortísima existencia (apenas una década), ha quedado en la historia regional como la última capital de la Provincia Guaranítica de Misiones, formada después de la expulsión de los Jesuitas.

San Roquito, aldea creada en 1817 por los desechos de la población sobreviviente al caos de la era artiguista poseyó Cabildo, Comandante Militar y una población de poco más de un millar de guaraníes. A poca distancia de allí, sobre el arroyo Cambay, tributario del Miriñay, se fundó el poblado de Asunción. Ambos, San Roquito y Asunción del Cambay, fueron pueblos-refugios edificados por ancianos, mujeres y niños, mientras la población activa se desangraba en las luchas de Andresito. Cuando las guerras terminaron y nace la República Entrerriana en 1820 bajo el liderazgo del caudillo entrerriano Francisco Ramírez, Misiones quedó incorporada a esa nueva jurisdicción político-administrativa, como departamento de la misma y perdiendo su carácter de provincia autónoma.  Se fijó a San Roquito como capital, claro indicio del grado de destrucción de los viejos pueblos jesuíticos sobre el Uruguay, destruidos e incendiados durante las guerras artiguistas.

 Durante el año de 1820 tanto Asunción del Cambay como San Roquito aparecen en muchos documentos como intentos urbanos que buscaban dar los primeros pasos para la reconstrucción del territorio misionero. Constituyeron desde un principio sendos cabildos que buscaron dar cierto orden a estos poblados y definir el destino de esa sociedad apaleada desde varias décadas atrás.

Así, durante el lustro 1822-1827, lideraron esas frágiles aldeas, importantes caudillos guaraníes que habían acompañado en sus luchas a Andresito como don Juan Francisco Tabacayú, Francisco Solano Aripí, José Guaricuyé, Mariano Tacacá, Mariano Aulestia, Vicente Tarará, Ignacio Cumandiyú, Manuel Tacuabé. No fue fácil la tarea de éstos. La primera gran faena fue la reconstituir el ánimo decaído de su gente.

El Padre Javier Tisera, sacerdote de Asunción, escribía ciertamente frustrado: “Les he hecho ver la desnudez y pobreza en que se hallan a causa de haber apreciado más las armas que el trabajo…. Les he explicado el bien que V.S. les desea en encargarme la Agricultura para que gusten otra vez del trabajo a fin de que no pasen necesidades...ya no tienen ganas ni de sembrar..”

El hambre y el desgano llevaron al inmediato interés por el ganado vecino que se reproducía en los campos correntinos cercanos, del otro lado del Miriñay, alentados por el buen mercado de la hacienda vacuna.

El Miriñay había sido desde siempre el límite meridional de los pueblos misioneros. Al otro lado, en la jurisdicción correntina, florecían importantes estancias ganaderas. Desde el momento mismo de la radicación de los guaraní-misioneros en San Roquito y Cambay, comenzaron las quejas de estos estancieros al gobierno correntino por los robos de hacienda. Esta población guaraní empezó a ser vista como escorias de la sociedad, como “vagos y malentretenidos”, como forajidos que debían ser castigados duramente por la ley. Por otro lado, el vagabundaje misionero era favorecido por la constante expansión de la ganadería en los campos correntinos, que producía un permanente desplazamiento de su población. Estos vagabundos podían moverse con relativa facilidad en amplios campos que ni siquiera estaban delimitados y el ganado pastaba libremente, al alcance de la mano de los hambrientos pobladores de las Misiones.

Por esta razón, el desorden que provocaba la presencia guaraní-misionera en el sur de Corrientes fue la mejor excusa para que el gobierno de Ferré lograra el viejo anhelo correntino de anexar las Misiones. Para ello Ferré se valió de un viejo ardid, el de apoyar a un sector de los que pugnaban por el poder misionero. Mariano Aulestia, un criollo correntino con cierto carisma en un sector de la población de Asunción del Cambay, que aspiraba al liderazgo de los deshechos de las Misiones, había pedido el auxilio del gobierno de Ferré, cuyas tropas invadieron este pueblo el 12 de noviembre de 1827. Un duro combate que continuó días después en Tuyuné, dio la victoria final al ejército correntino, que permaneció en el lugar unos meses con el fin de evitar el regreso de los guaraníes dispersos.

A partir de allí, con el argumento esgrimido ante el resto de la Nación argentina de restablecer el orden perdido en Misiones, Corrientes incorporó el área del río Miriñay hasta el Uruguay, desde el Aguapey al sur, a su propio territorio. La legalización de ese territorio se formalizaría en la década de 1830 cuando el gobierno empezó a otorgar títulos en enfiteusis en esa área ya incorporada al estado provincial correntino.

Muchas familias guaraníes huyeron a los pueblos correntinos cercanos, como Curuzú Cuatiá. Otros emigraron hacia las campañas orientales y se integraron a los grupos de guaraníes misioneros que habían sido trasladados por Fructuoso Rivera al norte de la Banda Oriental donde fundaron Santa Rosa de la Bella Unión. Otros se sumaron a los miles de misioneros de diferentes puntos de la provincia que habitaban los pueblos entrerrianos de Concepción del Uruguay, Mandisoví, Gualeguaychú y Gualeguay. Fruto de esa dispersión nació el mestizo litoraleño, mezcla de guaraní y criollo, base de la sociedad rioplatense de nuestros tiempos.

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