La noche del grabador (1705)

domingo 29 de agosto de 2021 | 6:00hs.
La noche del grabador (1705)
La noche del grabador (1705)

El maestro grabador y su aprendiz han trabajado toda la tarde dándole los últimos retoques a aquellas imágenes. Es una tarde pesada sobre la reducción de Santa María la Mayor, y la tormenta que se avecina propicia que por las ventanas abiertas se cuelen los mbarigüis para ir a picarles los brazos. Ellos no hacen caso de esa molestia que es normal en una tarde calurosa. Son gente del monte, están en medio de los montes y lo único extraño, lo que desentona con ese entorno natural, son esos cuarenta y tres grabados en cobre, venidos de otro mundo que se han ocupado de copiar en las últimas semanas. Mejor dicho: se ha ocupado de copiar el indio Juan Yaparí, el maestro grabador, permitiéndole a su ayudante trabajar con el buril algunos detalles y algunas partes de aquellas imágenes. También le ha permitido, no bien oscureció, quitarse la camisa y dejarse solamente el calzón corto, ahora que ya no habrá de venir nadie, para que se sienta más cómodo en esa penumbra agobiante. Porque el ayudante habrá de pasar la noche en el recinto como resguardo de los materiales que tienen previstos para trabajar al otro día: el papel, la tinta, las resmas, y esos grabados, de los cuales ya se han tirado copias para apreciar la calidad de la imagen y ajustar detalles.

Aunque arriba, en el cielo de fines de verano siga brillando el sol, aquí abajo, entre las densas arboledas, ya oscureció, de modo que fue necesario encender los candiles de sebo para poder seguir con la tarea.

Un poco más tarde, cuando por las ventanas entreabiertas comenzara a filtrarse el resplandor de los rayos de la tormenta próxima, el maestro Yaparí se ha ido a descansar, no sin antes volver a recomendarle, en nombre de Dios, tener todo en orden para comenzar en la mañana la impresión de La Diferencia entre lo Temporal y Eterno, Crisol de Desengaños; con la Memoria de la Eternidad, Postrimerías Humanas, y Principales Misterios Divinos. Dedicado a la Majestad del Espíritu Santo. La obra del padre Eusebio Nieremberg cuya edición, traducida al guaraní, estuviese a cargo del Padre Ioseph Serrano.

Esta laboriosa traducción ya estaba terminada y el Padre Serrano se disponía a enviarla a Roma para su impresión, cuando el Padre Juan Bautista Neumann, que era todo ingenio y resolución le propuso imprimirla allí mismo, en las misiones. Una empresa casi imposible de lograr, en plena selva, pero que Neumann, echando mano a los recursos disponibles, maderas del monte más plomo y estaño para fundir los tipos, hizo posible al fin.

No bien quedara solo el grabador ayudante se ha ido a un rincón de la sala donde arde, bajo una trébede, el fuego que calienta una olla de hierro. Dentro de la olla pronto comenzará borboritar un yopará recalentado que será su cena.

Ese fuego pequeño arde en la otra punta del recinto, lejos de las resmas de papel, lo más sagrado de la imprenta, ya que es lo único que no se fabrica en la misiones y del que hay que esperar su venida cada tanto de Europa. Un asunto que conocen bien todos los que trabajan allí, desde el maestro impresor hasta los indiecitos aprendices, encargados de ordenar los tipos en las cajas.

El grabador ayudante arrima unos leños y sopla para avivar el fuego. Las llamas lanzan el reflejo de sus lengüetazos rojos sobre las paredes de asperón, alternándose con las plateadas líneas que las descargas de la tormenta filtran a través de las ventanas. Se siente a gusto con lo que hace. Siempre asimiló rápido las enseñanzas que el maestro Yaparí le imparte, y nota que los padres a cargo de la misión lo tratan con especial deferencia, porque saben que esas cualidades, no frecuentes, deben ser cultivadas.

Sobre un cuero de ternero que usa como cama se acomoda a la espera de que la comida se caliente, pero el calor hace que prefiera acuclillarse en otro rincón, oscuro y fresco, lejos del fuego, y cerca de donde se hallan los grabados.

Desde allí tiene una visión completa de la imprenta, su lugar de trabajo cotidiano luego de la misa. Piensa en otros miembros de su familia, en sus amigos, que tienen que ir de mañana a los corrales o a la huerta, a lidiar con toros empacados o con los loros que invaden el maizal. Son trabajos extenuantes, por más que haya pausas en las que a coro se elevan, cada tanto, rogativas al Altísimo, o se vuelva del campo rezando en caravana. Él en cambio pasa el día trabajando en esa habitación de techos altos, fresca, con fuertes tirantes que sostienen las tejas. Una gruesa viga de urunday cruza de pared a pared sosteniendo los parantes de la imprenta, dándole firmeza para, llegado el momento de girar el tórculo, -ese tórculo tallado por el indio Sepí- la estructura no cruja ni se mueva, para que la platina baje hasta posarse en la hoja inmaculada, garantizando una impresión perfecta. El padre Juan les ha mostrado libros impresos en Europa comparándolo con esas impresiones que ellos hacen y las diferencias casi no se notan.

Su mirada vaga por las sombras de aquel, su lugar de trabajo, y se ve a sí mismo haciendo diversos trabajos en esa habitación. Entonces evoca cuando fuera seleccionado por el padre Juan Bautista al ver su facilidad para el dibujo, al poder trazar, aún siendo niño, con una pequeña ramita sobre el suelo de tierra, el perfil de cualquiera que quisiera posar un minuto.

Pronto lo llevaron allí, a la imprenta, y quedó bajo la tutela del grabador Juan Yaparí. Pero primero le tocó barrer, ordenar las resmas de papel, preparar la comida de los demás imprenteros. Luego pasó a limpiar y acomodar los tipos y ser llamado para girar el tórculo. No hubo tarea que no desempeñara hasta ir tomando, a cargo del maestro Yaparí, las primeras lecciones de cómo empuñar el buril e ir copiando aquellas imágenes, y a veces hasta cambiando algunas o inventando otras.

Los relámpagos se han intensificado ahora y los despliegues de la tormenta que se filtran por las ranuras de las ventanas iluminan los grabados. Él los conoce bien, al igual que las viñetas iniciales de cada capítulo de lo que habrá de ser el libro. Ha trabajado en casi todos ellos haciendo algún retoque encargado por el maestro Yaparí.

De pronto un rayo, más fuerte que otros, ilumina de lleno el grabado que tiene más cerca. Hay en él un horrible monstruo con la boca abierta de donde salen llamas, al tiempo que dos serpientes circundan esa boca, mordiéndola y otras dos, pero estas aladas, muerden el cráneo de la bestia. El fuego de leña que lame la pared contribuye a darle el mayor realismo a aquella escena y su mirada se posa en el siguiente grabado para ver en él a un ser atormentado, con los pelos de punta ardiendo entre la llamas, mientras una enorme serpiente le busca la garganta. Ese ser desesperado no es más que un hombre con el torso desnudo que quiere huir, pero tiene una gruesa cadena atada al cuello. A la luz del día ha visto esos grabados como lo que son, pero ahora, de noche, cada uno de aquellos seres sufrientes representados en ellos cobra vida propia.

Un trueno más fuerte lo estremece. Aquellas imágenes que de día le resultaran familiares son ahora ventanas del infierno, y entonces recuerda cuando el padre Ioseph, explicándole a su maestro Yaparí la importancia de los grabados le dijo:

-Muchas enseñanzas entran mejor por la vista que por el oído…

Con pavura creciente se siente parte de esas escenas con las cuales se representan los sufrimientos a que están expuestas las almas pecadoras. ¿Pero él acaso es un pecador? ¿Se animaría a reconocerlo? ¡Sí, sí! ¡Ha pecado!, y es más, ¡Vive en el pecado! y lo sabe bien, aunque tratara de ocultárselo a sí mismo, desde hace mucho, ¡y sin que jamás en el confesionario mencionara el tema! ¿Y cuál es su pecado? Que no puede dejar de mirar a Ysapy cuando pasa, la indiecita que está casada con su amigo Catú. “No desearás la mujer de tu prójimo”, les ha dicho el padre muchas veces en el sermón, pero él no puede contenerse. Aquello es algo que lo domina por completo, y cada vez más. Piensa en ella a cada momento, la quiere para sí y no hay noche que no la imagine al irse a dormir. Es más, no puede dormirse hasta que en sus sueños no la hace suya. Pero Catú es su amigo, han crecido juntos, los dos han compartido la miel de los panales y los frutos de la yaboticaba. Él estuvo en la plaza esa mañana de domingo en que el padre Bernardo casó a Catú con Ysapy junto a otras catorce parejas. Y es desde ese día que no puede quitársela de la cabeza. Catú todo lo ha compartido con él desde gurí, pero nunca habrá de compartir a Ysapy…

Las imágenes que tiene al lado le dicen ahora, con toda certeza, que por tener esos pensamientos habrá de pasar por aquellas torturas infernales. Si los padres lo aseguran, ha de ser así. Los padres no mienten, y si esas imágenes las van a poner en un libro, ese libro les anticipará a todos los que pecan lo que habrá de esperarles…

Comienza a faltarle el aire y sabe que no puede seguir allí encerrado. Abrirá entonces la puerta con la gran llave que cuelga allí de un clavo en la pared, gemela de la que posee el padre Juan Bautista y escapará. Pero ¿a dónde? Al monte, por supuesto, al monte que conoce desde niño para perderse en él y no regresar a la misión. Se ha dado cuenta de lo que encierra su alma y no podrá mirar ya a la cara a su maestro, ni a su amigo, ni menos al padre. Aquellas imágenes le han revelado la verdad.

Los relámpagos arrecian y cada uno ilumina una parte de aquellas figuras atroces. Pero ahora, mientras se levanta para ir a descolgar la llave ve en otro grabado que una serpiente, como las del monte, devora a un pecador. Y es más, él mismo ha grabado en ella una forma animal que corresponde a ese yaguareté que come a las personas. El yaguareté avá, que seguramente lo estará esperando allí afuera, de modo que el monte que creyó salvador –ahora se da cuenta- es también un lugar plagado de horrores como los del infierno. Y comienza a sentir que el pecho le duele, que quisiera confesarse, pero aquellos rostros atormentados lo siguen mirando y no tiene a nadie. Le duele mucho el brazo. Le duele mucho el pecho, y el aire de la habitación, pese a lo grande, parece faltarle. Voltea la mirada y allí está, cerca suyo, ese otro grabado en el que trabajara esa misma tarde. Hay en él un ser desnudo, entre las llamas, y una serpiente que le busca el rostro, mientras el sufriente se sabe tras unas rejas cruzadas que no podrá transponer de ningún modo. El maestro Yaparí le recomendó que hiciese, con el mayor cuidado, la inscripción al pie de aquella imagen y el copió, con la mayor aplicación, aquellas letras de un idioma desconocido.

-¿Qué dice acá, maestro? -recuerda haberle preguntado- y Yaparí le dijo:

-Eso es latín, y quiere decir: “Las barras están cerradas hasta la eternidad”.

Entre salir y quedarse, atrapado entre dos infiernos, a la luz de los relámpagos, con las bocas amenazantes de los diablos que lo esperan como pecador, y las fieras terribles de su monte nativo, siente que ya no puede caminar y se acuesta en el piso, junto a la puerta y allí lo encuentra, frío, el Padre Juan Bautista, temprano en la mañana, al abrir la puerta con su llave.

Es un día de sol radiante. Luego de la fuerte tormenta de la noche el aire está fresco y liviano. Las hojas limpias de polvo resplandecen en su verdor y desde una rama el pitogüé lanza su reclamo insistente. También una pareja de horneros, dichosos por la presencia del barro, se ha puesto a trinar al unísono mientras el padre Juan Bautista, en la imprenta, recorre minuciosamente el cuerpo del grabador en busca de una herida. La puerta ha quedado entreabierta y poco a poco algunos indiecitos se han ido arrimando en silencio y espían, cuchicheando, lo que ocurre allí dentro, sobre el piso de lajas.

El padre, acuclillado, ha palpado la cabeza del muerto, su cuello, el pecho y la barriga, sin hallar una gota de sangre y sin ver siquiera la huella de un golpe… El grabador descansa tieso, como alguien que no tiene deseos de despertar aunque pudiera. Aquello le resulta de lo más extraño, pero acaba pensando que su corazón, al fin, pudo haber tomado la resolución de detenerse, aún siendo el grabador tan joven.

Al fin se incorpora, y como hablando para sí, aunque se encuentra rodeado de indiecitos, de pronto silenciosos, y de algunos caciques que se han acercado, se persigna y dice: “Los designios del Señor son insondables”, y sale de la habitación pasando junto a los grabados, que esperan allí, listos para la impresión.

 

Rodolfo Nicolás Capaccio

Inédito. El cuento es parte de la serie “Piedras en verde silencio”. Capaccio es licenciado en Comunicación social, docente de la Universidad Nacional de Misiones

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