Terrón de sal

domingo 04 de julio de 2021 | 6:00hs.
Terrón de sal
Terrón de sal

El Bucky saltaba adelante. Movía la cola, buscaba yuyitos para levantar la pata, cosa que hacía continuamente, como una gracia de niño travieso. Ella lo seguía a ritmo desacompasado, porque a ratos jugaba a no pisar las sombras y debía ingeniárselas para poner el pie sólo a pleno sol, ya sea mediante pasos cortitos o abriendo las piernas para el salto. El canasto, casi tan grande como ella, se hamacaba de su brazo de aquí para allá. Iba vacío: en la casa de la Nona lo llenaría con plantas de lechuga —todavía quedaba algo de verde, celosamente cuidado por el Nono, a esa altura del verano- y uvas, las que colgaban en racimos apretados de los enormes parrales del frente. No era común que cargara canasto; generalmente llevaba la bolsa de tela a dos puntas hecha por su madre, cuando iba a buscar la carne o el pan del pueblo. Esa mañana: “Anda a traerme la lechuga antes que llueva”. Su madre tenía ese modo imperativo bondadoso que hacía que uno se distrajera de sus palabras y no pensara en que las decía muy en serio: “Y apurate, que el tiempo está feo”.

A mitad de camino las piedras le fingieron más figuras que nunca, llamándola al paraíso agreste de sus juegos. Eran enormes bloques de arenisca roja —restos de antigua cantera. Allí podía encontrar al tren (nunca había visto uno de verdad, pero eso no tenía la menor importancia) y estaba también el escritorio de la maestra, desde donde podía proyectarse a cuando fuera grande. Y estaba la plaza; y el pozón. Soñaba verlo algún día mágicamente transformado, y para siempre, en una fuente de agua, arroyo, lago, laguna, para lavar allí la ropa, bañarse, hasta andar en canoa. El paraíso. Bucky le ladraba empeñosamente a una vaca. Detenerse apenas un momentito, pensó. La planta de pitanga aparecía saqueada. Ninguna frutita madura y algunos gajos rotos. La gurisada se le había adelantado. En verdad, algunas nubes del sur amenazaban nublado. “Del sur llueve seguro”, solía decir su padre. Del lado del Cerro.

En la casa de la Nona estaba Lele. La idea era jugar con ella. Admiraba su destreza para subirse a los árboles, para preparar siempre diversiones nuevas, para escurrirse cuando quería, siempre ágil, menudita y autoritaria. La que recitaba y bailaba en las fiestas de la escuela, algo que en ella era sólo un tapado anhelo no manifestado. Lele de aquí. Lele de allá. Nunca pudo superar un sentimiento de inferioridad que la invadía cuando estaban juntas. “Vos no sos como Lele” -la voz de su padre poniéndola a ella de ejemplo. “La oveja negra de la familia” -el tío solterón siempre criticaba. “Tal vez Lele ya armó el trapecio en la mora” -pensó. “O en una de esas se escapa y a la vuelta nos venimos juntas hasta las piedras”. Apuró el paso. “¡Bucky! ¡Buuuuuuckyyyyyyyyy!— llamó a los gritos, oyéndolo ladrar en los cerros de la esquina, seguramente persiguiendo a algún gato de doña Cecilia, que los mezquinaba como a hijos de su carne.

Iba cruzando el guardaganado de la entrada cuando vio bajo los eucaliptos a Lele. No estaba sola. La acompañaba una nenita muy compuesta, una rubiecita desconocida, vestida de rosado a lunarcitos. Sería alguien de Posadas, ya otras veces había ocurrido, estaría de paseo. No la habían visto, seguramente, porque ninguna hizo ademán de acercársele mientras ella avanzaba por la entrada, el amplio camino de grava negra, que conducía a la casa. Iba a gritarle de lejos pero no se animó. Disminuyó el paso. “Tal vez me vean ahora”. Cuando estuvo a pocos pasos se dio cuenta de que estaban jugando a la casita. Bucky ya había armado un escándalo con los perros del tío Arnaldo y las nenas, entonces, levantaron la cabeza. Ella, parada, no dijo nada. “Poné allá el jarrito para tomar el desayuno” - mandaba Lele. La rubiecita miraba su canasto. En ese momento ella lo odió. En su lugar, hubiera querido portar un juguete muy brillante y poder mostrarles, y que vinieran a ella, se lo prestaría por un rato y jugarían juntas. Cuando Lele secreteó al oído de la nena de Posadas se hizo la desentendida. Miró para el lado en que el perro seguía corriendo, ahora a las gallinas, con gran revuelo de plumas. Risitas. Lele cruel. Lele graciosa. Lele desobediente. Todo eso que ella no se atrevía a ser, nena juiciosa de los mandados. Hasta tenía novio Lele. Se lo había confiado una tarde mientras tomaban mandarinas bajo la planta. Ella nunca lo tendría. No quería novio ni nada. No podía ser como Lele, le había dicho su papá. Y al final, ella solamente había venido a buscar lechuga.

La cocina de la Nona era grandísima, tan grande como el mundo. Allí cabía de todo. La fiambrera que colgaba del techo, gigantesca, encerraba sorpresas deliciosas. Tan alta, tan alta. Tan fresca. La Nona lavaba verduras en una gran fuente enlozada.

Lele ya estaba tras ella hostigándola. La nena de Posadas miraba. Parecía muñequita de otro país “¿Querés azúcar? ¿Te gusta el azúcar?” — Lele se le acercaba con un terrón en la mano. Chispitas de risa bailoteaban en sus ojos tan celestes, delatándola. “Tomá azúcar, probá, es rico”. Ella sabía que no era azúcar, instintivamente lo sabía, estaba segura de que era una de las tantas bromas pesadas de Lele. Esta vez peor, porque tenía una espectadora, venida de la ciudad además. ¿Por qué ella se mantenía quieta? ¿Por qué esa timidez paralizante le impedía alejarse, gritarle que la farsa estaba descubierta, por qué no reírse anticipándose a la inventora del chasco? La Nona, en un costado de la enorme cocina, picaba perejiles o cebolla verdeo, tal vez apio -ese olor áspero agradable que siempre flotaba en la cocina con su vestido gris oscuro impecable y su rodetito tan elegantemente simple y tierno. Lele seguía, daba vueltas como mosca verde (así solía decirles su madre cuando peleaban, a ella y a su hermanito menor). No halló Lele otro recurso para completar su actuación frente a la de rosadito que miraba atenta con sus ojitos grises y fríos- que meterle con violencia el terrón en la boca. Hizo presión con las dos manos sobre su cara y a ella le saltaron las lágrimas. Se contuvo. Después de todo era una broma. Y Lele su amiga de juegos. Intentó sonreír. Pero eran las otras quienes reían y el gusto amargo de la sal se escurría picante por su garganta (no se había animado a escupir) y otro poco por la comisura de los labios. La Nona ya las echaba de la cocina: “Vayan a jugar afuera. No molesten”.

Las risas de Lele y de la otra nena se revolvían en sus oídos aun después de cruzar el guardaganado y empezar el ascenso de la ribada que la llevaría a su casa. En ese momento un trueno conmovió las piedras, y ya no las vio, porque quedaron tras una cortina de agua. No supo si eran sus lágrimas o si, finalmente, su madre había tenido razón y era el aguacero pronosticado. El canasto pesaba. El tío Arnaldo lo había cargado en exceso. ¿Cómo nadie le había ofrecido ayuda? ¿No habían visto la lluvia cerca? ¿No se daban cuenta de lo chica que era para cargar con todo eso? Se tuvo lástima. No podía correr y no veía el camino. Sí sus pies chorreantes en el barro cuando bajó la vista. Bucky se había guarecido bajo un curupí y ella lo imito. Parecía como si le hubiera estado guardando el lugar, una piedra sobre la que ella se sentó, después de haber dejado, cuidadosamente, el canasto en el suelo, junto al delgado tronco del arbolito. Sintió algo en el pecho. No sabía bien qué. Como una puntada, al tiempo que percibía con mayor intensidad el amargor en la boca. Sal, sal amarga, sal inglesa, salmuera, salada. Un desconsuelo. Lloró, lloró. O era la lluvia. Llovía, llovía. Se le ocurrió que nunca más iba a poder levantarse de esa piedra para subir la ribada hasta su casa. Toda su vida iba a estar sentada allí, mirando la lluvia bajo el curupí que goteaba. Nunca más se le iría ese sabor de la boca. Lele mala. Lele burlona. Lele perfecta.

Bucky había cruzado el camino lentamente, con la cola entre las patas. Se detuvo silencioso bajo el agua. Era como un ovillo lacio y mojado que la miraba triste.

Cuento publicado en la antología 10 cuentistas de la Mesopotamia. Olga Zamboni integró la Academia Argentina de Letras, con extensa obra publicada en el género lírico, narrativo y dramático.

Olga Zamboni

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