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Mamá quiere ver las rosas

domingo 13 de junio de 2021 | 6:00hs.
Mamá quiere ver las rosas
Mamá quiere ver las rosas

Me preguntó cómo estaba —murmura.

¿Sólo eso después de tanto tiempo? Sigo insistiendo y ella cambia de tema como hace siempre que se encuentra en aprietos. Me indigno. Siempre me indigno cuando se muestra evasiva. Pongo distancia y comienzo a pensar en ella como mi madre y no como mamá.

[Cuando era chica la miraba desde mi altura y pensaba que cuando creciera tendría sus piernas rectas y blancas como dos torres de marfil. ¿Por qué no había sacado sus ojos verdes, su pelo oscuro cayendo en ondas sobre los hombros? ¿Me guardaría la solera floreada que se levantaba con la brisa? Mamá sonreía y nada malo podía sucederme.]

Vacila y vuelve a decir lo que ya dijo y lo repite otra vez.

—Era para saludarme.

—Mamá, el tío nunca llama.

Me pongo nerviosa, se abre mi garganta y un reto chillón sale por mi boca. Ella me mira con desconcierto. Desvío mis ojos hacia la pared donde una telaraña se desprende del techo.

—¡Fijate allá! Nos va a comer la mugre.

Mi madre dice ajá y sale. Vuelve con una escoba y trata de sacar la telaraña. La pared queda marcada con una estela marrón por la paja sucia de la escoba. Se la quito de un tirón.

—¡Ya basta!

Va hacia la cocina. Escucho un ruido de tazas rotas, loza que estalla contra el piso, agua que se derrama. Me desmorono en el sillón del living, la cabeza mirando las rodillas, ¿qué voy a hacer con ella?

[Papá y mamá tomados de la mano corrían por la playa. Los ojos verdes de mamá eran dos esmeraldas biseladas. Yo le pasaba crema de caléndula sobre los brazos, en la espalda. Ponía la nariz sobre sus hombros y allí me quedaba, atrapando su olor suave a algas marinas, arena calcinada por el sol. Mamá me despeinaba y mojaba mi cara con chorritos de agua de mi balde playero.]

—Él me tiró al río.

—¿Quién?

Hace un gesto para recordar. Hoy su memoria está fresca.

—Pancho.

—¿El hermano del abuelo?

—Me agarró de los tobillos. El vestido se me vino a la cara. Quise patalear y no pude. Grité. Grité.

Te voy a largar, le dice Pancho entre carcajadas; ella no sabe nadar y el terror la desmaya: morirá, nada puede hacer. Esto se le repite en sueños, una y otra vez, hasta ahora que ya es vieja. Pienso que mamá quiere olvidar algo más que esa escena y me pregunto qué puede ser.

[Se ponía de espaldas y dibujaba en el pizarrón números cifras ejercicios matemáticos. Los alumnos siempre aprobaban. Era un gusto estudiar con tu madre, me dice alguno de ellos cuando me cruza, no sé cómo hacía, pero todos salíamos aprendiendo. Cuando mamá volvía de la escuela, primero arreglaba los floreros de cada habitación. Quiero que la casa florezca, decía. Después me ponía a estudiar a su lado mientras ella corregía las pruebas; movía la cabeza de izquierda a derecha, su pelo oscuro se balanceaba al compás de su risa.

—¡Ay, qué burros!

Y volvía a reírse y corregía con su letra prolija y redonda al costado de las páginas.]

Le repito que hace años que se pelearon con el tío.

—¿Nosotros? —

—Sí, ustedes.

Da vuelta la cabeza y se pone a mirar por el ventanal.

—¿Él se enojó? —vuelve a preguntar sin mirarme.

—Se quedó con tu herencia.

El tío era abogado y sabía cómo hacer esas cosas.

— Fue por lo del hijo—dice—. ¿Cuándo le llevaremos flores? Ahora, me mira.

— ¿Qué hijo?

—Pancho manejaba. Me obligó a acompañarlo. Siempre me obligaba. Yo llevaba al nenito sobre la falda. Lo agarraba fuerte. No sé cómo pudo pasar.

Hay tierra y la tierra se levanta en espirales, tapa la visión; un camión pasa a un vehículo que viene de frente. Pancho hace una maniobra y se tira a la banquina. El auto da varios tumbos y queda dado vuelta en medio del campo. El nenito golpea la cabeza. Mamá logra abrazarlo contra su pecho, pero ya no hay nada que hacer. Ella tiene la clavícula fracturada y Pancho quedará rengo de la pierna derecha.

Toda esa historia sucedió antes de que yo naciera. Mucho antes, le digo, me la contaste mil veces.

—A Pancho no lo conocí. ¿De qué trabajaba?

—Vivía en la pieza del fondo.

—¿Tuvo novia? ¿Se casó?

—Nadie lo quería —dice en un murmullo.

—¿Nadie de la familia?

—Siempre estaba oscura su pieza. Y con llave. Salía de noche al patio y silbaba. Silbaba fuerte. Yo lo escuchaba y me metía debajo de la cama.

—¿Por qué vivía con ustedes?

Mamá se atraganta y le alcanzo un vaso de agua. Transpira. Se pasa la mano por la frente y se levanta para acomodar el florero: los pétalos se desprenden del cabo.

—Hay que buscar nuevas —dice.

Me doy cuenta de que, por hoy, no contará nada más.

[Se encerraban en la habitación y yo sabía que no debía molestarlos. Algunas veces escuchaba ruiditos, un chasquido, voces en sordina. Pero esa tarde fue diferente: la voz de papá le recriminaba algo y ella decía, No es así, no puede ser. Papá insistía: Atorrante, eso es lo que es. Después la voz se fue apagando y sólo escuché palabras sueltas: Voy a hablar con él… No lo hagas… Tendrá que devolverlo.]

—Me va a pasar a buscar.

—¿Quién, mamá?

— Le dije que al río no voy.

—El tío vive a 800 km y Pancho murió hace décadas. ¿Qué te pasa?

—Quiero ver las rosas.

—En vacaciones vamos a ir.

—¿Ahora?

—En las vacaciones te dije. En invierno no florecen. Estoy acomodando el armario de la cocina tratando de ordenar platos vasos fuentes ollas. Ella, sentada detrás de mí, hace dibujos sobre el mantel con las miguitas del pan.

—Me gustan las amarillas más que las rojas.

De pronto se me ocurre indagar, ¿Pancho vivió mucho tiempo con ustedes? ¿Se llevaba bien con el abuelo? ¿Y con la abuela?

—Era un hombre malo.

Me alcanza los cubiertos que están sobre la mesa.

—¿Por qué? ¿Te hacía algo?

—Las blancas también son lindas, pero las amarillas me gustan más.

Insisto, pero no hay caso. Retuerce el repasador, después refriega una manzana hasta dejarla lustrosa.

[Papá murió de repente. El tío vino al entierro y trajo una carpeta alargada y oscura con un montón de papeles que mamá firmó. Dijo que ahora le tocaba a él velar por ella, por nosotras. Mamá se agarraba de los costados de la mesa como si fuese una tabla de salvación; tenía la cara roja, las lágrimas no paraban de caer, resbalaban por su cuello hasta estrellarse contra su falda; el hipo no la dejaba hablar. Le acerqué un repasador y se sonó los mocos. El tío habló mucho rato diciendo la hermosa y esperanzada vida que ahora nos tocaría transitar gracias a su protección; le pasó un brazo por los hombros y abrió la carpeta.]

—Voy al rosedal —dice.

Me mira fijo. Sus ojos verdes se han vuelto pálidos, sin brillo; tiene las mejillas hundidas y un mechón de pelo blanco le cae al costado de la cara. Con las manos, se protege del sol del mediodía. Se ha puesto un zapato de cada clase y el batón mal abrochado sobre la campera de lana. Salí a bus- carla porque no la encontraba en ningún sitio.

Mamá.

Mamá.

Mamá.

El médico me lo dijo, pero no le creí. Está a tres cuadras de casa mirando la vidriera de la panadería.

El corazón es lo único que siento dentro del cuerpo. Golpea tan fuerte que apenas la escucho.

—Voy al rosedal —repite.

—Tenemos que volver.

—¿Cómo te llamás? —me mira como si me viera por primera vez. Le aprieto fuerte la mano para regresar a casa.

—¿Y tus dientes?

Me encierro en el baño y saco las llaves de mi bolsillo. Tengo el manojo conmigo. Abro las dos canillas para que el agua salga con estrépito, no escuchar nada más que eso, el agua chocando contra el fondo del lavabo. Bajo la tapa del inodoro y me siento. Me agarro el vientre con las manos. Su dentadura está dentro del vaso, cuento los dientes uno por uno, de izquierda a derecha; el pegamento abierto sobre la repisa derrama un chorrito transparente. Quizá podría pensar en otra cosa: en que hay sol, en el amor, en llevarla al rosedal. Pero no puedo. El picaporte se mueve. Miro las llaves: están todas. Dos golpecitos suaves y su voz del otro lado.

El relato es parte del libro Mamá quiere ver las rosas y otros cuentos, editorial Contexto. Severín tiene publicado además Helada Negra (2016), Muda (2018), La Tigra (2018), entre otros.

 

Patricia Severín

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