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Los inocentes invasores

domingo 04 de abril de 2021 | 6:00hs.
Los inocentes invasores
Los inocentes invasores

La mujer estaba pálida y al hablar le temblaban los labios. Apenas podía dominar su indignación.



- Fue horrible.... Recordarlo me crispa los nervios... Estaba allí moviéndose sobre mis prendas más íntimas, que había dejado encima de la cama. Un bicho asqueroso. Creo que grité. No sabía cómo aplastarlo o quitarlo del medio. No atinaba con qué atacarlo. Me desesperé. Con la mano ni loca. Descubrí un libro sobre la mesa de luz, lo tomé y le di golpes con todas mis fuerzas. Pero trató de escabullirse, corrió desesperado. Yo, de tan nerviosa, erraba los golpes. Hasta que, ya en el suelo, logré aplastarlo. Después me eché a llorar como una estúpida. Cuando el espejo devolvió mi imagen, desnuda como estaba, me sentí tan ridícula, que me tuve que reír. ¡Qué asco. Adán, qué asco! Lo que no comprendo es como en un vigésimocuarto piso pudo aparecer ese insecto repugnante.



El hombre, después de encender el cigarrillo y mientras echaba al aire el humo, fijando la mirada en el techo, respondió:



-La ciudad está llena de insectos, Eva.



En una de las secciones del diario que esa tarde el repartidor dejó en la oficina, la denominada Cartas de los Lectores, que de tanto en tanto leía para entretenerse, encontró la de un vecino quejoso. Se refería, precisamente, a la aparición en la ciudad de insectos cuya descripción coincidía perfectamente con el observado y aniquilado por ella esa mañana. Figuraba en la carta -pues el lector parecía hombre entendido- su nombre científico y también el vulgar, más algunos otros de talles, entre ellos la procedencia y el hábitat natural, que de ninguna manera tenía que ver con la ciudad y ni siquiera con el país. El vecino pedía una respuesta al organismo competente del gobierno y una rápida acción de desalojo. Agregaba una serie de perjuicios, algunos realmente graves, que podía traer consigo la proliferación de esos bichos.



Esa noche Adán y Eva cenaron con un matrimonio cuya relación podía traerle al marido pingües beneficios en sus negocios. Se trataba de gente madura, algo tosca en el trato, pero dispendiosa, como si el dinero para ellos no fuera problema y tuvieran un especial interés en demostrar que lo tenían en abundancia. El hombre, de ojos pequeños y entrecerrados, miraba constantemente a Eva, sonriendo tontamente, admirado por su belleza, juventud y desparpajo. La mujer prefería hablarle a Adán de sus viajes, de la casa recién comprada en Punta del Este, de los estudios y triunfos de los hijos, de la picardía e inteligencia de un nieto. Eva no pudo reprimir el grito cuando observó avanzar por el cuello de la señora al asqueroso bicho. Adán fue el primero en ponerse de pie y con un certero papirotazo lo alejó de la enmudecida dama. El hombre de los ojillos entrecerrados, con alarma, agitaba la servilleta en el aire. Apareció el maitre y, enterado de lo sucedido, se lanzó, inútilmente, en persecución del insecto. El murmullo se extendió por todas las mesas del lujoso restaurante.



Debido al estúpido incidente, Adán no pudo plantear con la sutileza lo que había planeado, su propuesta. No obstante, ambos hombres y sus respectivas consortes se sintieron muy solidarios frente al ataque. Cosas así se venían sucediendo en la ciudad cada vez con mayor frecuencia. Había que unirse, pelear codo a codo contra esa solapada e inmunda invasión. Quedaron en encontrarse al otro día, en otro lugar, si era posible más seguro, para hablar de negocios. El viejo insistió en que debía asistir Eva. Al decirlo sonreía, mientras su mujer exhibía las joyas y contaba otra graciosa anécdota de su nietito preferido. Con un aerosol Eva fumigó cada rincón del dormitorio antes de acceder a meterse en la cama. Adán, algo inquieto, sin dejar de pensar en la continuidad de su trato con el poderoso hombre de empresa, encendió el televisor. Apareció en pantalla el noticiero de medianoche, Eva dejó de lado el aerosol, pero no se quitó ni las medias.

Víboras y toda clase de reptiles, además de roedores surgidos de las cloacas, pululaban por la ciudad. La inquietud periodística llevaba sus cámaras a los lugares donde eran denunciados esos hechos oprobiosos para una sociedad moderna. El Concejo Deliberante pedía una urgente interpelación al secretario de salubridad y medio ambiente. La gente llamaba a la policía, a los bomberos. Otros se defendían por sí mismos. La repentina alza en la venta de aerosoles había cesado para dar paso a una febril actividad de las armerías y aún de las cuchillerías. Se trancaban las puertas. Eso era el delirio. Ante el llanto convulsivo de Eva, Adán, valiéndose del control remoto, borró la imagen apocalíptica del televisor. La hermosa mujer se abrazó a su hombre, que le acariciaba el cabello, como si ambos, por una extraña coincidencia, despertaran de la peor pesadilla. Pero no era una pesadilla, sino la realidad. En el cielorraso, a la débil luz del dormitorio, pudieron advertir a los insectos, que en gran número se movían diligentes, dispuestos a arrojarse sobre el lecho en cualquier momento.

Esa misma madrugada, corriendo los más diversos riesgos, a pesar de que no dejaron de tomar todas las precauciones aconsejables y factibles, la pareja dejó la ciudad. Debieron sortear dificultades, pues la gente se negaba a prestar sus servicios, porque cada cual trataba de no exponerse al peligro y al asco de toparse con insectos u ofidios de aparición extemporánea en los lugares menos indicados o roedores famélicos, aunque de regular tamaño, de inquietantes ojitos rojizos. Venciendo inconvenientes, resistencias, pagando coimas, hasta imponiéndose por la fuerza a algún pusilánime que había llegado a su puesto de trabajo, después de aguardar largas horas consiguieron subir al avión. La máquina había sido revisada palmo a palmo antes de levantar vuelo, e inclusive antes de la partida fue fumigada. Escenas de pánico podían ser observadas por todos lados. Al arribar al lugar de destino, se encontraron con la desagradable sorpresa de que allí también, en esa pequeña ciudad, la naturaleza animal, los llamados seres inferiores, igualmente habían invadido el lugar.

La idea de Adán y Eva era llegar a un sitio semidesértico, del que tenían noticia por haber estado allí alguna vez. Casi sin cambiar palabras coincidieron en que, si esos extraños visitantes de las ciudades se hablan trasladado a un lugar que no les correspondía, seguramente debían haber abandonado el propio terreno. Restaba confirmar la teoría. Porque también podía ocurrir que invadieran la civilización por resultarles escaso el espacio que ésta les dejaba libre. Distintos medios de locomoción emplearon para alcanzar ese destino, degradándose como seres civilizados desde el avión a la piragua, pasando por viejos trenes, coches de caballos y largas caminatas. Por fin exhaustos, como náufragos, arribaron a la playa verde, tropical, ausente de presencia humana.

De ninguna manera creían que eso fuera el paraíso, pero el chillido de pequeños simios que provenía del bosque, el silbido de los pájaros y los saltos de algún pez cazador en e1 río les mostró que allí los animales permanecían, en la tierra, en el aire y en el agua. No habían emigrado. Nada los impulsaba a marchar sobre los hombres.

Los vi llegar, echarse en la hierba. Eran distintos, mas no creí que pudieran ocasionar daño, aunque desconfié de ellos. Todo dependerla del tiempo, de que volvieran a su embarcación y se alejaran. No me gustan los seres extraños. Los vigilé desde los matorrales. Después de descansar, debieron procurarse alimentos. Me pareció natural. Al principio se conformaron con frutos, atreviéndose a penetrar en el bosque; más tarde se las ingeniaron para pescar y después cazaron con habilidad pequeños animales. Me molestó que no se fueran. Cuando construyeron su cubil ya los odiaba. No me agradaban sus figuras, los ademanes, los cuerpos sin pelambre ni plumaje.

El sol era intenso cuando decidí atacar a la hembra. Estaba sentada cerca del agua. Me acerqué sigiloso. No me importaba como alimento, porque no acostumbro comer lo que no conozco. Estaba dormida. Era un asqueroso bicho, realmente, sólo los cabellos podían tener algo de atractivos. Pero comparados con mi augusta melena eran tan poca cosa, que creció mi vanidad y con ella mi afán dañino. A mis espaldas oí unos chillidos, di vuelta la cabeza y observé como el macho no se atrevía a acercarse. Entonces decidí consumar mi propósito descargando mis zarpas y mis dentelladas sobre la dormida hembra. Ya habría tiempo para perseguir y, por lo menos, darle un susto al cobarde macho.

Edgardo A. Pesante

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