Olivar silvestre

domingo 04 de abril de 2021 | 6:00hs.

Al ver la Puerta de Doña Urraca fui consciente por fin del motivo que me había empujado a abandonar el contingente.

Había estado a punto de sumarme a uno de los dos grupos que se formaron durante el almuerzo. Unos habían decidido ocupar esa tarde y noche en seguir recorriendo las medievales calles de Salamanca. El resto de los excursionistas iríamos a Ávila.

Sin embargo, cuando estábamos listos para partir, me excusé alegando un repentino malestar.

Ya solo en el hotel, me convencí de que no había comido nada pesado. Entonces bajé y salí a tomar aire. No imaginaba que media hora después me hallaría en un coche de alquiler, viajando por la carretera 630 hacia el norte.

Llegué a Zamora, la antigua ciudad de los olivares silvestres, un poco cansado y confuso. Hacía un calor cruel, que sólo el Cid podría haber tolerado con elegancia. Casi un milenio antes, el Cid Campeador cabalgaba por calles rodeadas de muros, torres y almenas de piedra, tal vez las mismas calles que yo estaba recorriendo.

Bajo el sol intenso comencé a sentir, sin saber bien por qué, no sólo una creciente fatiga, sino también una indefinida tristeza.

Me detuve en un barcito para refrescarme.

Mientras bebía una fría limonada, miré con detenimiento una estructura ubicada no muy lejos. Una enorme puerta de piedra, típica de la Edad Media. De esas que suelen haber en las murallas construidas para proteger a las ciudades de embates enemigos.

Flanqueada por dos contundentes torres cilíndricas, la puerta lucía austera pero magnífica.

En la fresca penumbra del pequeño local sólo estábamos el mozo y yo. A él pregunté por el monumento.

-¿Aquella?... es la Puerta de Doña Urraca.

-Ah, entonces no debe estar muy lejos la Puerta de la Traición.

-Veo que el caballero conoce- dijo el mozo, confirmando mi suposición de que él sabía más que cualquier guía pedante.

-No, es la primera vez que vengo. Conozco sí, pero sólo por los libros. Enciclopedias...- murmuré ya totalmente abatido.

Una lejana mañana se hizo presente.

Recordé aquella vez que busqué con entusiasmo, en el último tomo de una enciclopedia, datos sobre la ciudad de Zamora. Desde entonces había pasado mucho tiempo, casi una década.

Con la vista fija en la puerta de Doña Urraca, comprendí que me había separado del grupo para intentar hallar una sombra, un vestigio, un puente artificial para alcanzar a una mujer. Una mujer que de modo imperceptible había invadido mi alma.

Nos habíamos ido encontrando de a poco. Ella venía de un fracaso matrimonial. Yo, de un prolongado noviazgo. Con el correr de los días y las semanas, nuestras soledades comenzaron a necesitarse cada vez más.

Cierta tarde, como si fuera un juego divertido, tratamos de hacer memoria para encontrar antepasados más o menos ilustres en nuestras familias. Esa vana charla en la que no faltaron tatarabuelos inventados era el tipo de conversación que sólo con ella podía tener. Reírnos de las polémicas pseudointelectuales en que solían enredarse algunos amigos de la facultad.

Cuando ya se iba le pregunté si conocía el origen de su apellido. María Magdalena Zamora, tal era su nombre, recordó que en España había una ciudad llamada así.

-¡Cierto...!- dije yo. -¿No es aquella famosa, la del Cerco de Zamora? Creo que el Cid...

Hacía verdaderamente mucho calor. Pedí al mozo otra limonada. Sobre el mostrador vi un trabajado botellón que parecía contener ajenjo. Por una ventanita entraba un haz de luz que lo hacía brillar. Verde. Verde transparente. Un límpido amanecer sobre el horizonte gitano. Verde turquesa. Brumoso verde gris de los olivos en mayo.

Aquella tarde, sumido en el profundo verde morisco de los ojos de María, comprendí de golpe, con total claridad, que no había tratado de representar el papel de joven culto. Como otros varones cuya modesta belleza hace de su aspecto una conjunción de rasgos olvidables, había estado echando mano del conocimiento, el humor, la ironía, con la intención de seducir.

Nos volveríamos a encontrar la noche siguiente. Como un chico, al otro día, antes de desayunar, busqué afanoso algún dato interesante sobre Zamora. Muchos apellidos comunes en Latinoamérica se vinculan con las ciudades que fueron cuna de los conquistadores. Montiel, Cáceres, Lugo, Oviedo, Toledo...

María no vino.

No pude contarle que una de las entradas de la ciudad de Zamora se llama Puerta de la Traición pues allí el rey de Castilla fue atacado por la espalda. Tampoco que el valiente Cid gimió de dolor al ver morir a su rey. Ni que Zamora deriva de la palabra árabe “azemur”, que significa “olivar silvestre”.

Creí que luego recordaríamos ese día no por comentar esas y otras minucias, claro, sino porque le hablaría de la mutación que sin dudas estaba modificando los perfiles de nuestra amistad. Seguro que ella también lo había notado. Y que la palabra amor había sido prolijamente evitada por ambos en todo ese tiempo.

Pero ella faltó a la cita.

Me habló dos días después. Por teléfono no fue tan difícil fingir alegría al enterarme de que se había reencontrado con su ex marido, que habían hablado mucho, que la vida suele dar una segunda oportunidad...

El mozo trajo la limonada. Esta vez, el vaso me pareció un poquito menos frío. Pedí hielo.

Cuando el mozo se retiraba le pregunté: -¿No cree que el Cid podría haber evitado la traición?

-No lo sé, señor, pero si el rey fue traicionado, es porque así debió ser. No digo que mereciera morir de un flechazo en la espalda, pero él debía estar atento. Debió atacar primero, sin demora. Un rey no debe dudar, ni dar lugar a demora alguna, no.

-Y sí, mucha demora... así es fácil que a uno lo dejen sangrando...- murmuré casi en un suspiro, mientras fijaba la vista en el ínfimo espejo verde jade de mi vaso, en el cual se reflejaba una leve partecita del cielo zamorano.

Este cuento está incluido en el libro “Superficies”. El autor es profesor de Lengua y Literatura

Carlos Miguel Zarza Machuca

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