Madre

domingo 21 de marzo de 2021 | 6:00hs.
Madre
Madre

El hijo llegó haciendo estremecer las tablas del piso de madera. Respira fuerte; olor a zapallito cocido, fritura, jabón de coco; la camisa azul sudada, los zapatos arruinados; pero la madre repara: no llovió -¿en qué madrugadas fue el hijo a buscar la lluvia?-. En el vientre de ella, el delantal húmedo, en la cara de él, la barba de tres días. Él va hasta el tanque en el fondo del patio, separa las aráceas, se lava la cara, la nuca, los cabellos; la madre desconfía: espantando sueños, espantando temores. Y permanece viendo que queda en el viento flaco y duro, mirando algún horizonte más allá de las sábanas en el tendal.

Cuando la madre llama -ven a almorzar, hijo mío- él no viene enseguida; ella disimula la aflicción sacudiendo de los platos un polvillo tan fino que no existiría si el hijo no continuara mirando más allá de las sábanas mojadas.

-Ven, hijo mío, ven -y la cachorra continúa estirada con las tetas en los ladrillos-. Ya voy, madre, ya voy. La cría dejó de mamar, las tetas de la cachorra están descansadas, la cachorra está descansada; los hijitos están en el mundo con garras y dientes.

-Se va a enfriar la comida, hijo mío.

 -Ya voy, madre, ya dije que ya voy.

Pero qué es lo que ese chico tanto ve en ese tendal, ¿qué es lo que tanto lee en esas sábanas, mi Dios del cielo? Sólo puede ser cosa de esos libros que él trae y esconde allá arriba del guardarropa, lee, devuelve, trae otros, lee, devuelve y nunca termina de pensar.

Zapallito, arroz, poroto; y carne molida.

El hijo mastica los pensamientos con la boca bien cerrada; y la madre no puede abrir la boca del hijo y arrancar esas piedras; y sabe que él va a escupir de repente las palabras, rectas, van a quedar enclavadas en la pared y siempre que ella mire, por el resto de la vida, va a ver la decisión del hijo ahí, al lado de San Jorge matando al dragón, repitiendo eternamente entre las moscas y las lagartijas:

-Madre, voy a desaparecer.

No mate a su madre, mi hijo -ella casi habla, pero no lo dice; sabe que el hijo no es malo, no ha de serlo, no puede ser- y ¿por qué lo sería? Es lindo, tiene salud, no le desagrada el trabajo ni pasó hambre un solo día de su vida: ¿entonces qué motivo puede tener para esa rabia tan contra todo?

-¿Por qué, hijo mío, qué te falta?

- A mí, nada, pero no estoy sólo yo en el mundo, madre.

Ella queda sola balanceando la cabeza, el plato todavía vacío.

Él moja la miga de pan en el caldo de carne, tira al piso y la cachorra disputa con la última cría que ningún vecino pidió. La cría avanza, la cachorra gruñe y amenaza, él no retrocede, ella muerde, él va a encogerse en un rincón, ella come rápido. La madre queda mirando y balanceando la cabeza.

-No entiendo hijo mío. ¿Por qué tanta preocupación con los otros?

-Uno no es perro, madre- él pasa otro pedazo de pan en el plato, lo tira al cachorro.

Ella levanta los ojos del plato, ve la punta de un libro encima del guardarropa. Suspira como si hubiese comido mucho, comienza a levantar la mesa y lava también el plato limpio, de tan acostumbrada a lavar dos platos.

Después una nube gris acompaña al hijo mientras revuelve en los cajones, junta los pantalones y camisas, y la madre sabe dónde está zurcida cada una, y qué botones precisan ser reforzados; y se arrastra con aguja e hilo detrás del hijo estremeciendo la casa de cajón en cajón: -Mi partida de nacimiento, madre, ¿dónde está?

-Aquí, hijo mío, aquí, pero ¿para qué?- ella abre la boca pero la pregunta no sale, queda resonando de la garganta hasta las várices. -¿Para qué de repente la partida de nacimiento si tienes tantos otros documentos?

Pero ella sabe en qué rincón del fondo del cajón está el papel, y toma con cuidado como si se pudiera romper; pero él rasga -y pregunta también por las fotos.

-Preciso desaparecer efectivamente, madre, sin dejar nada para atrás. Por mi propio bien.

Ella entrega el conjunto de cartas atado con cordones -De su primer par de zapatos, mi hijo, pero es para su propio bien...

El revé las fotos una por una, rasga unas, devuelve las de los niños y ella queda mirando con ojos perdidos en el tiempo. Así de espaldas llenando una valija, él siente el olor de angustia y de jabón de coco de la madre; y se apura: ese olor crece y pesa en las espaldas; e introduce el cepillo de dientes entre medias y calzoncillos. La madre entonces se sienta con el peso de las fotos en la falda, y con la confirmación de todos los presentimientos: es verdad, él va a salir huyendo; sólo pueden ser los libros, las compañías, esas madrugadas fuera de casa, las uñas sucias de tinta y los ojos secos de sueño.

Siente un cansancio como de hundirse en el piso, pero no consigue permanecer sentada; tontea por la casa detrás del hijo y las maderas crujen, crujen más aún porque el hijo nada habla, envuelve pan con queso; y las chinelas de la madre se torturan yendo de las maderas hacia los ladrillos, y de los ladrillos hacia las maderas. procurando encontrarse entre la sala y la cocina. Pero, de repente, en cuatro pasos el hijo alcanza la puerta del frente, la mano en la perilla abre la casa al viento. Y él toma la valija de prisa, la otra no deja la perilla y abraza. -Hasta..., mamá- pero ella siempre sentirá la mano del hijo cuando sujeta la perilla; y mientras él desaparece entre los romeros, el viento viene y va con la voz de él, va y viene -Yo vuelvo, mamá.

Dios quiera, mi hijo -él habla tan bajito que ni se escucha. El hijo no mira hacia atrás y ella no cierra la puerta, permanece en el balcón con el viento y el olor de los romeros, mucho tiempo en el balcón con el olor sudado y el azul de los romeros.

 

Ahora -prueba descruzar las manos sobre la garganta, ni recuerda cuándo fue que colocó las manos allí; tenía ganas de llorar, pero no lloró, apretó la garganta y así permaneció hasta ahora. Ahora consigue andar en el balcón y reparar en quién pasa, unos declive abajo, otros declive arriba en dirección del hijo. Y todos los días a esa hora acostumbra mirar la calle, principalmente calle arriba por donde el hijo partió cuando las azaleas todavía no habían florecido. Ahora riega la arácea y no se preocupa más en cortar las hojas secas, el tiempo habrá de hacer todo lo que debe ser hecho. Después entra y, desde la punta de la galería, ve al hijo allá en la pileta del baño, doblado con la cara goteando y estirando la mano para la toalla. Ahora ella ya pasa por la puerta del cuarto y ve el hijo sentado en la orilla de la cama, la cabeza apuntando en el libro porque está anocheciendo; y da tristeza ver al hijo leyendo así porque deteriora la vista.

Después ella oye un estallido como si fuera pero no es la perilla; continua sacándose las chinelas y calzando los zapatos, fue sólo una madera que se quebró con el calor. Ahora ya está entregando en la pensión las sábanas lavadas y planchadas, una pila tan alta en los brazos que apenas consigue ver por donde anda; deja todo junto con un suspiro y queda restregando el dolor en las espaldas y suavizando los brazos endurecidos; y respondiendo que no, todavía no tiene ninguna noticia del hijo, la mucama siempre pregunta, ella siempre responde de la misma forma, y así, a esa misma hora parece siempre un día repetido. Pero no: el hijo puede hasta haber vuelto, puede estar en casa esperando la comida, entonces ella dice que tiene que volver luego.

Va a coser con la radio encendida y casi no oye cuando llaman a la puerta los dos que, ahora, ya están revisando la casa y preguntando. ¿La señora no tiene justamente ninguna noticia de él? ¿Ni una fotografía?

Y ahora ella acompaña a los dos hombres en la noche, las manos cruzadas sobre el vientre.

Ahora sentada, la mirada perdida en un cenicero de un escritorio, escucha más preguntas, repite respuestas, trenzando y apretando los dedos. Repite que el hijo es bueno, pueden creer, nunca fue bohemio, nunca fue peleador, un encanto de muchacho, sólo viendo. Los hombres ríen, dicen que ella no conoce al propio hijo, que él es un peligro para todas las familias. Ella balancea la cabeza como si un resorte disparara en el cuello, no, no, no, no es posible. Deben estarlo confundiendo con algún otro, otra madre, otro hijo; pues el de ella hasta el dinero que ganaba con tanto sacrificio, pobrecito, quería darlo todo en casa; de manera que sólo puede ser una confusión, ella conoce bien al hijo. Pero dicen que no, que lo conocen mejor; y no quieren comentario, quieren respuestas, disparan las preguntas una detrás de otra.

Quién iba a casa. Con quién él andaba. Nombres. Fotografías. ¿Conoce a éste? ¿Y éste ya lo vio alguna vez?

Ella mira a través de las fotos, sólo repite que no, no y no. Pero ¿él salía a la noche? ¿Viajaba? ¿Traía libros? ¿Paquetes? ¿Habló de alguna dirección alguna vez? ¿Tenía arma? No, no. No, de ninguna manera, no conocen al hijo de ella, sólo pueden estarlo confundiendo con otro.

Los hombres dan puñetazos en la mesa, ella no se asusta. Esa mujer es artística dicen, esa vieja esconde leche; pero ella dice que no, no sabe nada de lo que están preguntando, sólo sabe que el hijo era y ciertamente continúa siendo bueno. Ve fotos de los amigos de él y repite que no, nunca vio a ninguno, sólo pueden seguramente estar confundiéndolo con otro, y eso va enojando tanto a los hombres que encienden un cigarrillo con otro, ella tose en la sala llena de humo.

Cuando mira, tiene un amigo del hijo ahí al frente de ella, la cara hinchada de apañar; pero no precisa apañar más para decir que sí, que reconoce a esa mujer como madre del... -y dice otro nombre; ella se levanta de la silla:

-¿No hablé? Están confundiendo a mi hijo con otro- pero recibe una bofetada y cae sentada de nuevo.

-Siéntese ahí, perra, y sólo responda a lo que le sea preguntado.

Y ella continúa respondiendo no, no y no y, cuando preguntan si nunca había oído el nombre de guerra del hijo, responde que sólo pueden estarlo confundiendo con otro, el hijo de ella no es guerrero, es un muchacho bueno. Entonces preguntan de nuevo si ella no conoce también al amigo de él, ahí con la cara hinchada y mirando al piso. -¿Eh?, ¿conoce o no conoce, perra?. Y ella responde una vez más que no; puede hasta haberlo conocido pero es muy olvidadiza, y aprovecha para decir bajito que están efectivamente confundiendo, no es una perra, no es una perra no, señor.

Pellegrini nació en Londrina, Brasil en 1949. El relato es parte de la colección Cuentos de autores de la Región guaraní publicada por El Territorio.

Domingo Pellegrini

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