Parte de todos

domingo 13 de diciembre de 2020 | 6:00hs.
Parte de todos
Parte de todos

Siempre he creído que ella era la encantadora. La hechicera de tantos atardeceres, la maga capaz de engañar a los habitantes de una ciudad con sus vuelos extravagantes. Insisto… una multitud de nominaciones con que se la podría catalogar. Con desconfianza, como no queriendo pero aceptándolo, al mismo tiempo intuíamos que al mirarla, éramos capaces de caer en sus redes, poseídos y endebles a sus encantos, a sus maniobras seductoras, o simplemente sentirnos atraídos por sus canciones. En circunstancias prematuras al desvelo de la ansiedad, llegué a reconocer su innegable virtud de atracción, como un puñado de energía que arrebataba mi voluntad, a tal punto de verme desbordado en pensamiento y razón, y creer que ella poseía dominio sobre mi cuerpo y mi espíritu. Por momentos, esa situación dejaba de ser un inocente juego de la inflamada imaginación, entender que era producto de los tiempos tumultuosos por los que transitaba. Era una energía indescriptible, influyendo sobre mi aletargada percepción.

Los mirones de siempre, los frecuentadores del atardecer, aquellos seres reunidos a esa hora en la plaza del pueblo, evidenciábamos en ella un proceder semejante a la Maga. Aquellos que entendíamos de que se trataba la similitud, también estábamos convencidos de la certeza de que muchos apostados allí, jamás habían dado vuelta una hoja de Rayuela, y otros no sabían quién era Cortázar, pero la comparación era inevitable; sabemos lo antipáticas que suelen ser, aunque en ese caso, habría que estar muy distraído para no establecer semejanzas.

En mis pensamientos, y a diario, inclusive ahora que ha pasado tanto tiempo, siempre la rescato de mis recuerdos. Era la hechicera, la misma del collar de nubes sobre su cuello, perturbando con sus humedades por las noches, deambulando por arriba de los edificios de la ciudad, tratando de despabilar a menudo nuestra frágil sensibilidad, cobijada entre las sombras del atardecer, mientras trasladaba su humanidad con ductilidad y belleza. Nadie resistía al embrujo de aquella mujer. Aún hoy se la recuerda, y en esta estación del año, en que estamos inmersos en eternas humedades, donde los lugareños enjuagan su ser en frescos y persistentes olores de frutas o de árboles y plantas en flor. Ella, pasaba sobre nosotros, mientras su música hechicera invadía el ambiente, acompañada por su canto dulce; “me verás volar por la ciudad de la furia, donde nadie sabe de mí y yo soy parte de todos”. Cerati restauraba por momentos la existencia, mientras se elevaba y un poco más, bien alto, como si quisiera hacerles cosquillas a las nubes.

Por su forma de actuar, aparentaba llevar consigo una cuota trémula de amor, un accionar febril implantado a su gusto, un escenario adecuado a un ritual fantástico. Por el sólo hecho de recorrer casi a diario el lugar, a una determinada hora, todo el ambiente se transformaba en una gigantesca estructura quimérica, y allí quedábamos nosotros impactados por su estilizada, y casi transparente figura, mientras rogábamos no se apague el fulgor de su alma. Aparecía aferrada con toda su energía y dotes sobrenaturales emitiendo sus conjuros nada inocentes.

A muchos lugareños les incomodaba ese desplazarse por el aire sobre avenidas rozando sus transparentes ropas entre los cables, haciéndose dueña del territorio que surcaba, entre melodía y planeados vuelos. Era su costumbre permanecer en el aire largo rato, a la misma hora en que se encarama la luna sobre la incipiente noche, mientras el río transitaba mansamente. Ella, en su esencia, era rutinariamente acuática y nocturna. Producía un revolotear de miradas al contemplar su destreza implacable. A su vez, osábamos imaginar el día en que pudiéramos tocar sus trasparencias, sabiendo que incluiría implícita la resignación, pero en ella, existía una negación al simple contacto. Disfrutaba exhibir su imagen bella e increíblemente huidiza para escabullirse una y otra vez sobre las terrazas de las casas, o de lo alto de los edificios. Nosotros éramos su nutrido auditorio. Pensarlo ahora, después de lo ocurrido, quizá haya sido nuestro único y gran entretenimiento. Varias veces ocurría que estando reunidos como ansiosos espectadores, inevitable- mente comenzábamos a hablar de ella; a veces balbuceando y otras veces sometidos al embrujo de su acción abrumadora. Actuábamos absortos y como sufridos pobladores, quizá haya sido una infortunada maldición la de creernos cómplices forzosos de sus locuras.

El día que se le ocurría no aparecer, aquel menos pensado, si no contemplábamos sus rasantes vuelos a la hora habitual; impacientes comenzábamos a mirar hacia el campanario de la iglesia, como exigiendo visualizar su alada presencia, preguntándonos: ¿Qué habrá ocurrido con ella? Quizá era sólo una loca manifestación de hastío y desazón, un violento dolor, o tristeza asumida por el hecho de haber caminado durante ese tiempo al borde de su locura. Ella tal vez, sabiéndose domina- dora de nuestros deseos, extendía el estupor anidado en nosotros, pobres víctimas de sus recurrentes apariciones, sólo para observar sus intrépidos vuelos.

Esa extraña situación se extendió por varios meses, y lo único que floreció en el tiempo, fue la memoria recurrente de sus cotidianos avistajes. No siempre la situación era la desea- da, sobre todo cuando ocurría en nuestra mente la obstinación de los hechos sucediéndose, dejándonos una sensación des- agradable. En ese caso, lo mejor hubiera sido olvidarla, enterrarla junto al pasado, para que descanse nuestro afiebrado pensamiento y dejara de brotar como martirio reprimido del inconsciente. Pero en algún momento, seguramente, reincidiríamos mirando al cielo para reencontrarnos con su etérea fi- gura desplazándose con su habitual destreza.

Dios... que no se extienda, que no se expanda por el mundo ni se atreva a acosar despiadadamente a otros espíritus desconocidos. Es preocupante el sólo pensar, que se genere en el futuro una epidemia de estas características, rayanas con la locura. Hubo quienes sugerían apoderarse de su corazón y decididos se manifestaban, como si fuera un deber indelegable e imperiosa necesidad de actuar antes de que sea tarde. La idea era, por ejemplo, enviar una flecha certera y violar su honor. Decidir tiranamente su destino y penetrar donde se gestaba su increíble ilusión; de esta forma le hubiera provocado desconcierto y luego su muerte. Otros creíamos en llegarle a través de sus hábitos y amarla; amarla mucho, para que algún día resignase su actitud y se transformase en verdaderamente humana, como una simple ser mortal. En aquel momento en que devanábamos la forma de deshacernos de ella, incurríamos en la culpa de ser jueces de su destino. Todos circunscriptos en un puñado de historias nada habituales, producidas por una mujer que sobrevolaba la ciudad y perturbaba el sueño de sus habitantes por las noches, con sus acciones de espasmo y lujuria o junto al sopor producido por el alcohol en nuestro ánimo.

Estábamos indefensos y a merced de su inquietante pasión por volar sobre los cielos. Nosotros allí, espectadores de las estridencias del orbe que ella proponía, como anticipación apresurada sobre nuestro destino. Ella, firme en su obsesión, seguía coaptando almas sensibles a medida que surcaba los cielos. Gran generadora de su propio presente y destino, y nosotros dependiendo de sus frenéticos delirios, fundadora de ilusiones en una ciudad de tristes corazones. Con su predisposición a la locura, llevaba en sus alforjas el fermento de aquella realidad. Con el objetivo de vivir sin amparo, a paranoia pura, como si entendiera la existencia de otro mundo, libre de ataduras, concebido como insólito refugio.

El motivo que nos desvelaba, era descubrir cómo llegarle, cómo montarse en su locura y dar ese gran paso hacia su extinción. Nunca será fácil olvidarla, más allá de su estado de alucinación, desde donde surge su plena inocencia. Esto originaba en sus exaltados e indiscretos adeptos, un destino que conducía a la miseria. Había quienes preferían codiciar su cuerpo antes que cumplir con sus obligaciones cotidianas, estado del cual se consumía en acción destructiva, nada beneficiosa para la economía del lugar. Ella provocaba intensos deseos liberti- nos en las mentes de los habitantes del lugar.

Nada más triste que volver a empezar. Ahora, en esta noche como todas las noches, parece tiempo de reestrenos en esta plaza que ya es del recuerdo. Nadie más que ella era capaz de llevarnos a esa clara embriaguez de emociones. Pensar en el pasado que fulgura sobre nosotros como triste destino transfigurado y que precipita de su costado cruel, como un legado de dolor enclavado al recordar su negra locura. Empecinados y un tanto mezquinos en pensar que su tacto nos llegue a los puntos cardinales de los sentimientos o en aquel beso promotor de la pérdida de la cordura, cuando se hicieron posibles las mil y una noches enclavadas en nuestras viejas aspiraciones, aquellas que surcamos durante los años juveniles.

Varios anidábamos la misma avidez en este reducto perdido del mundo, cuando surgían emociones que se ahogaban en el deseo, o percibíamos como luces dentro de nuestro corazón, como si fuese la única visión entre tantas, invadiendo el alma y la llenaba de artilugios que aleccionaban a las pasiones. Se insiste con que el ayer fue mejor; eso es parte del tiempo con- sumido sólo reflejado en el alma de quien reconoce verdades mezquinas continuando una y otra vez transitando sobre nuestras mentiras. Sin embargo, nosotros seguíamos inmersos en ese ambiente temporal, dependiendo de una nueva aparición lujuriosa de la hechicera. Así de simple y claro era nuestro derrotero, porque lo que atraía, era su asombrosa e impúdica libertad. Ahora solo es un recuerdo. Desde aquella noche que dejó de sobrevolar la ciudad, nadie supo más de su destino.

Anoche he tenido mi momento de increíble resplandor, el sublime deseo de su contacto… el día anhelado, despojado de mi maldita timidez e impulsado por aquellos ardientes sentimientos, llegué hasta el campanario donde mora con su fantasía, me instalé el mismo collar de nubes sobre el cuello y desde allí, emprendí mi viaje inaugural. Sin disimulo y animado, me puse a cantar su misma canción, mirándola a ella. Me invadió el aroma de su perfume y despabilando velas para olvidarme de todo lo reprimido, subido a lo más alto de las escalinatas, donde por un instante dejé atrás la rutina que carga mi memoria, dejé transitar por mi cuerpo aquellas atávicas emociones… y me lancé a volar junto a ella.

Volamos un largo rato sobre la ciudad. Llegamos al cuarto piso donde habito. La invité a entrar, pero por largos minutos sólo nos miramos y le sugerí que se desnudase. Ella no hizo posible mi deseo; estaba fatigada, la noté descortés, inclusive su mirada parecía contenida, abordada por sentimientos encontrados. Se atrevió a poner las piernas sobre la cama, encontró unos cigarrillos sobre la mesa de luz, escogió uno y luego tomó el zippo para encenderlo. Así lo hizo, posando lentamente la llama sobre el pucho y succionó suavemente como disfrutando el momento, emitió una gran bocanada de humo. Me pareció haber vivido esta realidad en otra circunstancia de mi aburrida existencia. Siempre me pasa, creer haber vivido una situación semejante en otro momento, pero en este caso cuando lo pensé fugazmente, me pareció estar fuera del tiempo que acontecía. Quizá ésta haya sido otra de mis incursiones entre las marañas de mi imaginación, pero por momentos creí haber estado con ella varias veces, incluso en distintos lugares, extrayendo su figura de algún rincón solitario de mi memoria, donde sería posible crear una historia a su medida, con las ansias de volver sobre el deseo del placer que se reitera. Incluso su perfume me recordó su piel, tan suave, tan igual… estoy seguro de esto, no puedo dar lugar a la duda.

En ese momento se hacía difícil hablar. Mi ser estaba exaltado ante tantas emociones apiñadas, adheridas una tras otra a mi espíritu. Apareció un dejo de apabullado cansancio, que- darnos inmóviles. La cama desarreglada olía a su fragancia. Luego de un tiempo, mi boca encontró a su boca y mi nombre al suyo, nuestros cuerpos se habían sometido sin tiempo a la fogosa excitación, ambos creímos estar fundidos en un mismo ser. Me desperté y supe que había dormido entre sus piernas. Le mencioné una frase también de Cerati: “Yo siempre amé tu locura” —le dije. Quedó mirándome un instante, percibí una lágrima que descendía de su rostro… y desapareció. Apenas me di cuenta que la había soñado.

Ella iba en busca de cuerpos soñadores; de otros mortificados seres, en el nombre que cada uno lleva puesto, o de la mísera subsistencia de algún alma que arrastra su resistencia a morir.

El relato es parte del libro Nunca más será hoy de reciente publicación.Giordano es autor  además de los libros A tientas y letras, Descarne y Relatos inconexos

Heraldo Giordano

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