Lázaro

domingo 13 de diciembre de 2020 | 6:00hs.
Lázaro
Lázaro

Se detuvo en la puerta, a contraluz. El vestido de gasa transparente desapareció envuelto en el resplandor del verano y quedó desnuda. Era una cena que él recordaba de otros tiempos, en el mediodía italiano, en un bodegón oscuro apenas mantenido en pie al costado de un camino de tierra. Aquella vez la muchacha se esfumó sin pena ni gloria; pudo más que el convite de su cuerpo la modorra del vino tinto y el queso de campiña. Este verano, como aquel, era igualmente intenso, demorado en ráfagas de un viento seco, áspero y caliente. ¿A quién se parecía esa muchacha detenida a contraluz en la puerta del Petit? Pudo verla mejor cuando ella se sentó en una mesa cercana. Diana, se dijo, es parecida a Diana, la muchacha yemenita que solía meterse en su cama siempre al amanecer. Aparecía y desaparecía casi sin hablar, sin dejar mensajes, sin pedir disculpas o dar explicaciones.

En esos años él vivía en una casa miserable, en un barrio miserable en los extramuros de un país miserable.

¿Yemen del Norte o Yemen del Sur?, le preguntó cuando ella le dijo que era una refugiada yemenita. Del Norte, dijo ella, espía del Norte, y se trepó a la cama, transpirada, desnuda, envuelta en la furia de ese viento del desierto que se metía por las grietas de la ventana. Ahora, la memoria de la yemenita regresaba en esta otra mujer.

Llegué al café cuando Lázaro navegaba en lo más parecido a esos experimentos de la realidad virtual que se ve en el cine.

Apenas lo recuperé fue una catarata, habló sin parar de cualquier cosa, pero sin quitarle los ojos de encima a la muchacha de la mesa cercana. Lázaro no creía en nada, era un amargado penitente, un abandónico. Ni siquiera creía en el amor. El tipo vivía aferrado a los fantasmas de su memoria y, apelando a ella, recreaba historias como la de la muchacha yemenita. Por Dios que es real, decía, cuando le ponía cara de no creer en lo que estaba contando.

Se enojaba primero y después caía en un estado depresivo, cuando alguien lo acusaba de marginal.

-¿Por qué no le hablás?, le dije señalándole a la muchacha. Olvídate de compararla con otras y abordala.

-¿Sos loco? Yo, hablarle yo, ¿qué te pasa?

-Nada, pero me pudre esta cosa de hablar de lo que hiciste en los prostíbulos de Comodoro Rivadavia o Puerto Deseado, de tus encames con mujeres exóticas en Samarcanda...

-Vos no creés un pito lo que digo, pero jamás conté nada que no haya ocurrido.

-Pucha que estás viejo, Lázaro; te queda la memoria, como dicen, los tigres de la memoria, que en tu caso son como los leones del general, herbívoros.

-¿Vos pensás que no soy capaz de abordar a esa muchacha? - dijo y amagó ponerse de pie.

-¿Cuántos años tenés, Lázaro?

-Sesenta y uno ¿Por...?

-No, nada... esa muchacha debe tener...poco más de veinte ¿no?

-¿Y?

-No, nada, digo...

-Primero me decís que no soy capaz de abordarla y cuando quiero hacerlo me pegás el golpe bajo de la edad. ¿Sabés qué?

-¿Qué?

- Te voy a demostrar que no viví en vano, que peino canas, pero...



- Teñidas- lo interrumpí.

- Me sobra...

-Audacia- lo volví a interrumpir.

- Al carajo, al puro carajo- dijo Lázaro y enfiló rumbo a la mesa ocupada por la muchacha.

No sé qué ocurrió, que extraña conexión se produjo en la penumbra del Petit. Lázaro habló como nunca, moviendo sus manos delgadas y finas, navegando en su realidad virtual, comparando el viento norte que soplaba en la ciudad con aquellos del desierto que convertían en una llamarada el cuerpo de la muchacha yemenita, la espía del Norte que aparecía y desaparecía, que se metía en su cama y galopaba sin bridas y sin estribos. Te juro, solía contar Lázaro, esa mujer no se podía amar de golpe, había que recorrerla con serenidad, devorar ciruelas heladas junto a sus pechos como ciruelas. Además, mantener con firmeza los frenos y luego dejarlos de lado, provocando el desboque, el desbarranque y el alarido infinito. Y de machacar, machacar sobre ella hasta escuchar el quejido profundo del final.

Salió del café con la muchacha de la mesa vecina sin saludar, con cara de tipo que dice: ves, idiota, cómo puedo seducir a una mujer con pechos de ciruelas, a pesar de las canas teñidas. Ayer con la yemenita, hoy con la muchacha que se detuvo en la puerta y me entregó su cuerpo al trasluz.

-Te das cuenta -le dije al mozo del Petit cuando quedamos solos-, al final Lázaro tenía razón, hay algo en él que atrae a las mujeres, a pesar de las canas y los años, ¿no?

-La imaginación, viejo -me contestó el mozo-. La pura fantasía; escuché cuando le ofreció primero ir a las estrellas.

-¿Y?

-La tipa no agarraba viaje,

-¿Y?

- Bueno, al final se la llevó porque a ella le gustó la última propuesta.

-¿Qué propuesta?

-Llevarla de viaje a Italia, a un pueblito en el campo, a tomar vino helado, a recorrer su cuerpo desnudo y cubierto de ciruelas maduras y dulces como almíbar; qué sé yo...un disparate -dijo el mozo y me cobró todo, incluidas las dos cervezas que se había tomado Lázaro.

Escritor y periodista. Sicilia fue jefe de redacción de El Territorio. El relato fue publicado en la revista Mojón A de la Sadem de junio del 2000

Luis Sicilia

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