Postales de otros lugares

domingo 29 de noviembre de 2020 | 5:00hs.
Postales de otros lugares
Postales de otros lugares

La niña de Chichicastenango
La niña insistía con venderme una muñequita artesanal. Durante una hora me siguió por los vericuetos del Mercado. De tanto en tanto, con suaves toques me repetía:

-Amiga, comprame una muñeca. Hoy todavía no vendí nada.

Yo seguía esquivando todo tipo de ofertas, cuánto me das, te hago un descuento; el arte de regatear al que no estamos acostumbrados pero que es la esencia del juego de la compra y venta en esas culturas.

Pero mi interés no eran las compras - tres por uno aparte- sino mirar y admirar esa verdadera galería de arte, no al aire libre sino bajo toldos, que es el mundialmente famoso Mercado de Chichicastenango, en Guatemala.

En un pasillo angosto, creí haber perdido de vista a la niña (o ella a mí). Pero al darme vuelta, allí estaba, esperando, con la paciencia de su raza maya. Recién entonces caí en cuenta de que cargaba en sus espaldas a un bebé de pocos meses. Seguramente su hermanito. Le pregunté su edad: 10 años.

Sin dudas no sabría leer ni escribir. En Guatemala los padres no están obligados a mandar a sus hijos a la escuela. Ninguna ley les exige. Y ya se sabe que cuanto más ignorante sea un pueblo...sobre todo si esa gente es aborigen.

Pero decir que son ignorantes sería falacia. Saben lo que hay que saber. Y en las laderas fértiles y pletóricas, sembradas de maíz, remolacha, calabazas, papas, trabaja toda la familia. Toda. Los niños también, así aprenden el laboreo de la tierra desde la infancia.

Como contrapartida, mientras paso en limpio esta nota escrita en mi libreta de viajes, una escolar - lleva puesto el guardapolvos- revisa la bolsa de basura que acabo de sacar. Le llamo la atención porque desparrama todo. Se pone a llorar.

En su casa son ocho, me cuenta. Y ella se encarga de llevarles, a la salida de la escuela, lo poco que rescata o que le da la gente. Le prometo una ayuda semanal mientras Vanesa se seca las lágrimas y yo me las trago.

Vuelvo a mi relato.

-Amiga, una muñequita para que regales. Te hago buen precio.

La miro a los ojos; su mirada ya es de mujer adulta.

Y me ha convencido.


Cuestión de fe
En la Iglesia de Santo Tomás, todos los domingos hay procesión. Algún grupo se encarga de sacar a pasear al Santo correspondiente.

Los portadores lucen trajes amarillos y rojos, con bordados y penachos en la cabeza. Repiten rituales mayas y cristianos, desde hace siglos.

Los turistas se amontonan, cliquean cámaras fotográficas y filman.

En el atrio, un humo denso quema ofrendas, mientras en el interior del templo, una viejecita inclinada sobre las velas ardientes y oscilantes, desparrama gotas de aguardiente, chicha o quién sabe qué bebida alcohólica, mientras musita sus plegarias.

No es folklore for export. Ni siquiera se percata de quienes, asombrados, observan.

Es sencillamente, cuestión de fe.

Esa misma que hace tiempo, tantos de nosotros perdimos.


¡Ay, Dindinho!

Lo encontraron muy temprano, unos pescadores que regresaban de una noche fructífera.

 Su llanto apenas se escuchaba aplastado por el estampido de las olas, casi inaudible como el maullido de un gato recién parido.

Y es que había nacido precisamente esa noche, bajo la luna tenue, en la arena, bautizado ya con agua salobre.

 Su mamá lo envolvió en una camiseta y allí lo dejó, al resguardo, entre las rocas.

 Podía ser de la que vendía pescado frito, pero ésa tenía edad de experimentada.

O de la que ayudaba a perforar los cocos para que los sedientos bebieran el refrescante líquido, pero ella tenía compañero, un negro entrecano y malhumorado, cosa rara, ellos siempre tan alegres.

O quizás de la niña morenita de ojos chispeantes, que ofrecía pareos, cangas, blusas, a los turistas.

El negrito era mínimo y se movía estentóreamente cuando Seu José lo alzó, lo acunó como a uno de sus nietos y lo puso en la canasta que olía a mariscos, a redes con algas.

Allí estuvo hasta que salió el sol.

 Doña Estela, la esposa del Prefecto Municipal, solía ir hasta la playa de los pescadores a elegir ella misma el pescado fresco, fresquísimo, según los gustos de su marido, que después la cocinera bahiana se encargaría de aderezar con aceite de dendé y leche de coco, salsa de camarones y guarniciones de arroz blanco y poroto verde.

 Llegaba en un auto no ostentoso que conducía ella misma, acompañada por una sirvientita venida de los Sertones, muerta de hambre.

Y esa mañana llegó, como siempre, a buscar los frutos del mar.

Los cangrejitos que por miles habitan playas e islas pueden ser blancos, casi transparentes. Se desplazan con rapidez y se meten en pequeños hoyos. Es fácil dar con sus habitáculos: dejan un abanico de sutiles rayas en la arena húmeda. Y si se les acerca un pescadito de esos que las olas arrojan a la orilla, salen, espían y con increíble habilidad lo toman con sus pinzas y ¡adentro!

 Están los otros, más grandes, más coloridos, con tonos que van del ocre al habano, del ámbar al naranja. Espléndidos y de aspecto atemorizante.

 Y los hay chiquitos y negros, en las cavidades de las formaciones rocosas. Huyen ante una sombra, un ruido distinto o de la mano que se acerca. En las cavidades brillan, negros también, los puntitos de sus ojos.

 El recién nacido se asemejaba a un cangrejito negro pero que en vez de huir, se aferró al dedo de Doña Estela como los blancuzcos al pescado.

 Esquelético y esmirriado, sólo fulguraban dos bolitas en la cara arrugada.

 La sirvientita lo miró con todo el horror de recuerdos no lejanos, allá en la casucha donde su madre paría cada año.

 En vez de pescado fresco, Doña Estela ese día regresó a su casa con el niño envuelto en paños destinados a otra cosa.

Cuando su marido lo vio, dijo con algo de humor y pena: ¡parece un cangrejito!

Lo apodaron Dindinho.

Y les alegró la vida.


Maggie

Maggie fue una pequeña gata negra sin un ojo, que vivía en el vecindario de Elizabeth Bay, en Sidney, Australia.

No tenía dueños pero pertenecía a todos.

Durante casi vente años recibió y prodigó cariño y amistad.

Fue - dicen - un ícono de esperanza en el barrio.

Cuando se murió, sus restos quedaron en el lugar y una placa sobre la calle reza: “ desapareció, pero no será olvidada.”

Cuando me enteré de su historia pensé en Tony, el perrito pequinés que una Nochebuena, asustado y mordido se tendió en la vereda, en estado de shock.

Durante tres días no se movió, no comió y nadie, pese a nuestros anuncios en los medios, lo reclamó.

Lo curamos y las nenas de al lado lo rebautizaron: Tony. Fue adoptado por varios vecinos que le daban comida, lo llevaban al veterinario para que lo asearan, lo vacunaran.

Tuvo una cucha, pero prefería la libertad de callejear, ladrar, jugar con Lola –otra perrita- y correr a las motos.

Vigilaba todas las puertas y ahuyentaba a los pordioseros y pedigüeños mal entrazados.

Se murió de lesmaniasis –y de viejito- un 25 de mayo.

Pero no le pusimos ninguna placa.

Inédito, de “Viajes y Virajes”. La autora ha publicado más de 30 libros de diversos géneros.

 

Rosita Escalada Salvo

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