Desaparecer

domingo 22 de noviembre de 2020 | 5:00hs.
Desaparecer
Desaparecer

Observé la sala de espera desde el pasillo en el que yo estaba ubicado, tenía –tengo- la vieja costumbre de sentarme en la misma banca desde hace mucho tiempo, supongo que es porque desde acá focalizo mejor. La luz era débil, aquel foco estaba sucio, completamente opacado por el hilo de moscas que colgaba firme de él, mi vida también pendía de un hilo, pero de uno menos fuerte, más corto. Apenas dejé descansar el conjunto de hojas del diario en mi regazo, y ahí vi aquel rostro apenas iluminado, su cabello oscuro y su piel blanca, aquel blanco que cautiva. Sus piernas escuálidas y largas estaban vestidas por unas medias finas de color oscuro, no recuerdo si tenía pollera o vestido, tanto no miré. Escondía sus manos detrás de su espalda, más tarde supe que lo hacía porque cuando estaba nerviosa solía rascarse la piel, pellizcándose. Excoriación, pensé.  No podía dejar quietas sus piernas, como si no pudiese controlar aquellos temblores, como si su mente tomaba total posesión de su cuerpo pequeño. Escuché que un viejo tosió fuerte, me distraje. Cuando volví a mirar sobre aquel foco sucio, aquella banca estaba vacía, y la silueta de medias oscuras ya no estaba. Me concentré en el sonido del tubo fluorescente que apenas iluminaba. Noté que las paredes eran verdes, todas aquellas personas ahora estaban envejecidas, a duras penas iluminadas, menos mal existe poca luz, hay demasiado que uno prefiere no ver ni enfocar del todo. El hombre volvió a toser, el número en pantalla era el mío. Pagué mis cuentas. La mujer que me atendió detrás de aquella ventanilla tenía las uñas curtidas, me contuve las ganas de tomar el cúter del bolsillo y cortárselas. Pensé en lo bien que le quedaría un tajo transversal en su cara deformada por la edad. Arreglaría su nariz.  Arrastré mi cuerpo hasta la salida que estaba señalada con un exit como si acá todos fuesen bilingües.  Me reí por dentro, fumé y el cuerpo se me ablandó, qué blando soy ante los vicios, pensé. Y volví  a acariciar el cúter del bolsillo, acariciarlo era un gesto de pseudo alivio  Sentí un toque frío en mi hombro desnudo y huesudo, una mano ligera, suave. Volteé.  ¿Tenés fuego? Era la mujer que había visto dentro, noté su rostro maduro, le temblaban las manos, seguía con las piernas inquietas. Ansiedad, me dijo al notar que la estaba observando. Evitaba el contacto visual. Encendí su armado de tabaco. Noté sus manos desnudas, sin joya alguna, limpias, las uñas prolijamente cortadas, pulcras. Me brotaron unas incontenibles ganas de besarla. Ella seguía sumida en sí. Se sentó en el borde que daba a la calle, cruzó las piernas, vi sus hombros también escuálidos, me invitó a sentarme con ella, accedí. Fumaba mientras acariciaba su ceja izquierda, y así sin querer tapaba la mitad de su rostro demacrado que me parecía tan bello. Marion, me miró y sonrió apenas. Primera vez que sostenía la mirada. Viggo, dije y ella asintió pellizcándose distraída las muñecas pálidas que casi dejaban ver sus venas de un azul delicado. Escuché un portazo cerca, el sonido nuevamente me distrajo y cuando volví a mirar Marion ya no estaba. En su lugar encontré el recorte de un calendario, que tenía desprolijamente marcado la fecha de hoy 2 de abril y también el 2 de los otros meses. Fecha de pagar cuentas, pensé y sonreí mientras que guardé aquel retazo de calendario en mi bolsillo derecho junto a mi viejo cúter rojo.

Atravesé la calle sin mirar, deseando que otro tome la decisión por mí, nunca fui bueno tomando decisiones, me gusta creer en el destino. Entré a mi vieja casa, pegué el calendario en el lugar que menos recurro: mi espejo, nunca me gustó ver ese reflejo que el espejo me da. Ese no soy. Sentí la aguja que hace un surco en mi piel arrastrando con todo dolor y deviene el alivio, cierro los ojos, esto debería ser legal, pienso.

El respiro fuerte del ser que reposa a mi lado, desnudo, me despierta. Tardo un rato en recomponerme, veo que aquellos ojos se posan en mi huesuda ingle. Qué querrá, me pregunto. Busco los cigarrillos en la mesa de luz, ella me da fuego. Reconozco sus manos, miro su rostro embebido en lágrimas. Sus ojos son más grandes y lastimeros cuando llora. Se ubica abierta en mi ingle sin pedir permiso alguno, y me monta como si no hubiese un mañana, qué clase de dios-bestia es esta. Ella gime fuerte, lloriquea y más se humedece, no me deja acariciar su piel. Acaba, tiembla, llora y se recuesta en mi pecho quejándose de mis huesos que le lastiman. Me despierto sólo, duro y angustiado por el tedio que arrastro. Paso sin querer por el objeto que más desprecio, noto el calendario, faltan tres días para pagar mis cuentas.

Suena el teléfono fijo. Me apuro en desenredar el cable polvoriento,  escucho la voz de mi secretario, al cabo de tres semanas vuelvo a trabajar, hace diez años soy cirujano. Hubiera estudiado otra carrera, pensé, mientras busqué nuevamente la jeringa y su sustancia. Me rasqué la espalda con lo primero que tenía en la mano, el cúter. Deseaba ejercer más fuerza, una violencia bestial quería apoderarse de mí, y a veces le dejaba. Pensé en ese par de manos pulcras, en las medias oscuras. Era minúscula la posibilidad de volver a cruzarla en esta gran ciudad, pensé en qué estaría haciendo Marion ahora. El sonido de la gotera me trajo al presente inmediatamente, hoy también desperdicié el día, como los últimos años. En algunos días harán no sé cuántos años desde que mi único hijo desapareció, y desde entonces me veo sumido en este que soy, atrapado temporalmente. Quiero olvidar aquel miércoles de agosto en el que Piero salió a recorrer la avenida con su bicicleta, y aún hoy en día lo espero. No hay nada peor que la esperanza. Ahora no me quedan más que ruinas. Sentí el nudo tieso entre mis cuerdas vocales, pero hace tanto que está ahí que el llanto ya no sale, y así está bien. Es viernes, intentaré ser social con mi grupo de amigos.

Acabo de re-leer un anuncio en el periódico local que está tirado sobre la mesa de mi consultorio: Marion sigue desaparecida. Me sorprende la fecha: octubre, 2. Me cuesta calcular, pero me consta que fue hace mucho tiempo atrás. Incluso antes de aquel día que nos vimos. Sus hermanos la reportan desaparecida. Mujer de treinta años está desaparecida, fue vista por última vez vestida de jumper de jean, medias finas de color azul marino, y mocasines marrones. No recordaba sus mocasines. Me quedé masticando aquella sensación rara, durante un largo rato, horas quizás, descubrí que me encontraba profundamente afligido. Supongo que toda la situación me hacía revivir a Piero. Apreté con fuerza y distraído el cúter, no sentí nada sólo noté el charco de sangre que se extendía por la tela de mi bolsillo. Escucho que alguien toca la puerta blanca de mi consultorio, ingresa mi secretario, Viggo, voy a hacer limpieza en estos estantes, hay demasiados archivos y papeles viejos. Este diario, basura arcaica. Deberías leer datos actualizados, dejar de lado esa costumbre de releer periódicos, todos estos son de 2002, año en el que Piero… estamos en el 2019 ahora,  dijo, mientras Augusto tomó el diario amarillento entre sus manos como si no le importase nada de lo que ahí está escrito. La sensación de abatido se extendió hasta mis huesos.

Los días pasaron,  las semanas también. Últimamente me siento estable, un logro, pensé mientras entré al coche para dirigirme a casa después de un largo día en el quirófano. Estoy llegando, noto la puerta de entrada abierta. Apago el motor, sigilosamente me bajo del coche, camino lo más ligero posible, entro a la casa, noto un par de mocasines marrones prolijamente ubicados en el borde de la puerta. Las luces siguen apagadas tal como las dejé al irme. Enciendo los faroles, recorro la casa y me descubro patético porque acá no hay nadie más que yo. Distraído, voy hasta la cocina a buscar un vaso de agua helada, y ahí veo una silueta de espaldas que mira hacia la ventana. La silueta se rasca con fuerza el cuello, enciendo la luz. Marion voltea, hace horas te espero. Y el cuerpo se me hela.

Siento las manos de Marion, me apretan fuerte las muñecas. Noto su cuerpo un poco frío, apesta, su cabello está muy descuidado, sus uñas mugrientas, la tierra debajo de sus uñas es gris. Sonríe, y veo sus dientes malolientes, amarillentos, la veo de cerca, veo su horror en aquellos ojos que me miran fijo y grande, relame sus labios secos, agrietados y sedientos de no sé qué. Susurra, pero no comprendo lo que pretende decir. Puedo percibir su aliento pesado, como cuando la boca está seca y la sensación de hambre se apodera de todo órgano. Sigue presionando mis muñecas, y frunce su seño con ímpetu. De golpe me suelta, aparta su cuerpo. Cierra su boca. Busca el borde de la mesa de madera, se sienta. Posa sus ojos fijamente al suelo, cuenta las migas que habían quedado del mediodía, su cuerpo ya no tiembla. Ahora noto que sus manos se rascan entre sí, con sus uñas mugrosas vuelve a pellizcarse los brazos. Me quedé un largo rato observándola, traté de hablarle pero no reaccionaba, como si no me escuchase. Despersonalizada, abatida, Marion había vuelto. Yo esperaba que para quedarse. Esa noche la invité a quedarse en casa, también le ayudé a bañarse, y recuerdo que disfrutó mucho de la bañera, también me pidió que por favor tape el espejo, ella tampoco toleraba aquel objeto perverso. Nos habremos quedado ahí durante horas. Yo sentado, en el canto de la tina, ayudándole, tratando de comprender. Al paso de las horas ella fue contándome, volvía en sí, no del todo, porque siempre se iba un poco.

Catatónica, dijo mientras apuró lo que le quedaba de nicotina entre las manos, si es que querés un diagnóstico, mucho no sirven, ¿qué hago con mi diagnóstico?, y se rió sin humor alguno. Acaricié su espalda escuálida, a la vista su piel parecía seca de un tono azulado, pero al tacto era suave, pura. Con mis gestos Marion observó y notó la piel excoriada de mis muñecas, es un viejo hábito, le dije. Y ella asintió comprendiéndome sin siquiera preguntar. Tampoco pude ocultarle los movimientos involuntarios de mi cuerpo, mis manos temblequeaban constantemente. Esto no me sucede en el quirófano, le expliqué. Hace años que dejé el tratamiento para la ansiedad, me miró distraída, deberías volver, dijo y en simultáneo bebió el ron de mi vaso.  Esa misma noche hablamos de Piero, era la primera vez en años que decía su nombre en voz alta, y sin saber aquel nudo fuerte y bien hecho entre mis cuerdas vocales, se desanudó. Junto a Marion recordé nítidamente a Piero. Recordé sus manos pequeñas y suaves que eran hábiles para dibujar, recordé el sonido de su carcajada que todavía hace eco en los rincones de esta casa que ahora no siento como hogar. Piero es –la desaparición es insoportable porque habilita esa posibilidad de no saber si aquel que desaparece aún sigue vivo o no, yo elijo creer que sí-, el niño más carismático, responsable y expresivo. No pude seguir hablando, Marion me tomó fuerte de las manos sin dejar de sostenerme la mirada que tanto me contenía y aliviaba.

Apenas abrí los ojos y sentí los huesos pesados, duros, recordé que el dolor de la postura incómoda me despertó, Marion no estaba, tampoco el par de mocasines que creí haber visto en la entrada de mi casa. Miré mis muslos y ahí estaban aquellas heridas que siempre abría, el cúter sobre mi mesa de luz. Sonó mi teléfono celular. Vi fotos de lo que parecía una noche entretenida con mis amigos de toda la vida. El último mensaje que envié fue a las seis de la mañana avisando que llegué a casa. Observé la botella de ron casi vacía al costado de la cama. El dolor ahora se había expandido a mi cabeza, punzaba. Noté el periódico amarillento que estaba en el suelo de mi cama, justo al lado de aquella botella. Tenía fecha de noviembre, 2002: El caso de Marion Forner: hallaron el cadáver de la mujer que llevaba más de dos años desaparecida. Las características coincidían totalmente con aquella mujer que conocí, que toqué y escuché. La fecha del anuncio es exactamente la misma de aquel día en el que ella me pidió fuego. Hay un gran recorte en la hoja de la noticia, el tamaño es idéntico al del calendario que creí que ella me había entregado. Me siento abatido. Desorientado, me acomodo al borde de la cama, a través de la botella de ron medio vacía veo el rostro que se refleja, veo a aquel sujeto, ese no soy yo. Pienso, mientras apreto con fuerza el cúter contra mi mulso derecho y noto el gesto de satisfacción en el rostro de ese otro que se parece a mí, pero que no soy. Despersonalizado, ácrono. Escucho que tocan la puerta de enfrente, reconozco los pasos, ojalá sea Piero, seguro es.

Mara Luft cursa las últimas materias de las carreras de Profesorado y Licenciatura en Letras en la Unam. El cuento fue publicado en su blog personal Rizoma.

Mara Luft

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