El ave A Quiroga

domingo 11 de octubre de 2020 | 7:30hs.
El ave A Quiroga
El ave A Quiroga

Alejandro Joves

Caía el atardecer en la chacra de Don Juan. Las gallinas subían a un poderoso níspero para pasar la noche. Alan y su abuelo Sylvestre disfrutaban de un mate cebado desde la pava, el agua de vertiente era calentada en los tizones que permanecían encendidos todo el día como un motor de ese galpón hecho a mano a principios del siglo XX. Los dedos descalzos se hundían en el piso de tierra y la vista comenzaba a descreer. Las voces se tornan importantes cuando la oscuridad gana terreno. En aquel potrero rodeado de selva, Alan indagaba sobre sombríos asuntos familiares.

- Abuelo, siempre quise saber esto y creo que es hora. Sé que muchas veces dijiste que no hablarías del asunto, pero de regalo por mi cumpleaños podrías responder una pregunta…

- Esperá un poco – interrumpió Sylvestre con su voz ronca espaciada de aire como un viejo acordeón – si estás pensando en las muertes de nuestra familia no vas a conseguir respuesta alguna.

Alan juntó sus rodillas y las llevó hacia al pecho, a pesar de tener 14 años recién cumplidos, estar frente a su abuelo le generaba ser un niño torpe y tembloroso.

- En realidad, no es eso, quería preguntarte si alguna vez en estos montes, en este potrero rodeado de selva viste algún ser raro, algún bicho, un fantasma o simplemente… si tuviste miedo.

Sylvestre soltó una carcajada hacia arriba, pero la tos hizo que aclarara su garganta para no caer en un paro respiratorio. Luego de escupir en la tierra y de maldecir en polaco, el viejo removió los leños haciendo que el fuego estallara, la luz aumentó y Alan pudo ver los rasgados ojos azules de su abuelo que parecían no pestañear nunca.

- Me asombra que seas un chico tan inteligente, como adiviné lo que preguntarías, recurriste a otro asunto, pero sé que terminaremos en lo mismo… Tenés razón, es tu cumpleaños, tus 14 o 15, da igual, es hora de que sepas algunas cosas de tu abuelo, de tu familia y el miedo que le tengo y que le tenemos todos a la selva misionera.



Sylvestre recibió un mate de su nieto y lo tomó de un sorbo. Se despojó de las alpargatas con sus pies, se sacó la boina y acomodó la poca cabellera que aún conservaba. Del bolsillo de su vieja camisa sacó un cigarro hecho de tabaco picado a mano. El espacio entre Sylvestre y su nieto se vio invadido por una nube de burley, anchico quemado e impertinentes grillos.

Tu tío abuelo Federico fue el primero en llegar a estas tierras – dijo el viejo comenzando su relato – vino en el famoso barco. Al llegar acá encontró un monte impenetrable y tuvo que domarlo. Las víboras no eran un problema, tampoco las arañas que habitaban entre las rendijas de este viejo galpón. El terror invadía la noche cuando un pájaro de alas color brea se aparecía en las habitaciones. Tac tac tac el pico en la ventana…

La hija más pequeña de Federico, Eglé, desapareció una noche y la encontraron en la curva del arroyo seis días después. Sus ojos habían sido extirpados. Federico estaba seguro de que esa ave había matado a su hija. Él decía que era un cuervo. Que ese cuervo se había llevado la mirada de su Eglé. Lo único que sabemos que Federico enloqueció. María Elena, su mujer, lloraba por las noches gritando desesperada el nombre de Federico. Ella no estaba de acuerdo que él se metiera en el monte en plena madrugada para cazar ese monstruo.

A Federico lo encontraron atado en lo alto de una Araucaria, no solamente le faltaban los ojos, sino que, al bajarlo, se dieron cuenta de que la lengua había sido cortada provocando que muriera tragando su propia sangre.

Podríamos haber vendido la chacra, pero todos decidimos venir a ayudar a la familia.

María Elena falleció un 21 de septiembre. La primavera para nosotros no es una fecha agradable. La encontramos en su cama con sus manos aferradas a las sábanas. La boca estaba llena de plumas y fue muy difícil su velatorio, los cuervos invadieron la sala de la casa donde estaba el cajón, venían por sus ojos claro está. La gente salió corriendo tumbando las velas, el cajón cayó y el cuerpo rodó por el piso de madera haciendo un ruido desagradable. Cuando acomodamos todo notamos que la cara de María Elena estaba destrozada. Picotazos y de nuevo… Tac Tac Tac en la ventana… Tus tíos rompieron los vidrios tirando ceniceros.

Lo de tu padre… y esto es lo último que voy a contarte, que creo, es lo que querés saber, me hizo entender que nuestra familia estuvo siempre marcada por la selva, por el monte y por querer dominar la naturaleza de un lugar que no nos pertenecía.

Leopoldo fue un hombre de la chacra. Le gustaban las cosechas y sabía muchísimo de la tierra colorada. Le gustaban los buenos vinos, los cigarros, si cazaba un animal era para comer. Un buen hombre. Lo que es imperdonable es que se burlara continuamente de las creencias populares de la selva. Yo no soy quién para juzgar su punto de vista, pero creo que eso determinó su suerte.

Acá en San Ignacio siempre se recordará a “Leopoldo y los cuervos”. El 19 de febrero de 1937, tu padre salió a revisar los saleros de las palomas bien temprano cuando vio al zamuro o lo que fuere eso. Lo apuntó con la escopeta, pero no pudo disparar, poco a poco fue bajando el arma hasta quedarse inmóvil, con la vista puesta en los ojos negros, que vos sabés Alan, no pestañean, no, no lo hacen. El cuervo se acercó aleteando bajo y de un salto se posó sobre sus hombros. Leopoldo sintió las garras que se hundían en su cuello, sintió el pico perforarle el oído, vio como un pedazo de su mejilla se discurría en las fauces del infernal emplumado negro. Una voz le dijo “soy el dueño de esta selva y siempre lo seré”.

Tu padre fue encontrado donde estamos nosotros ahora, con las vísceras afuera, con su abdomen abierto como si mil machetes hubieran destrozado su cuerpo, todavía hoy, siento el olor a tierra mojada por sangre. A eso le tengo miedo, a no respetar nuestra naturaleza, a no creer en ese cuervo.

Alan no podía hablar luego del relato de su abuelo, se quedó mudo y se durmió.

Al escuchar el aleteo Alan se despertó, vio a las gallinas bajar del níspero. Sylvestre no estaba. Alan sentía un frío ardor sobre su hombro izquierdo. Aún estaban abiertas las heridas y pudo palpar los huecos que habían dejado las garras del cuervo.